El drama de la
mediatización del hombre cuando menos demanda un llanto a la humanidad capaz de
hacer correr ríos de lágrimas. Pocas cosas tan traumáticas como el habernos
olvidado del imperativo categórico kantiano que decía: “Obra de tal modo que trates a la humanidad tanto en tu persona
como en la de cualquier otro siempre como un fin y nunca solamente como un
medio”. Pocas cosas tan dolorosas como constatar que a los hombres
se nos mide no tanto por lo que somos cuanto por lo rentables que podamos
resultar, como si se tratara de una mercancía.
Estamos
inmersos en un proceso de cosificación del hombre que amenaza con hundirnos en
la miseria. Cualquiera que haya visitado el Museo de Historia en Washington
podrá haber visto representado “al hombre” por una lámina de tamaño natural con
varios recipientes al lado que dan cuenta de los productos naturales y
químicos: agua, fosfato, grasa, albúmina, carbonato cálcico, azúcar, cloruro sódico
y demás elementos de que está compuesto nuestro organismo, y uno se pregunta
¿Esto es el hombre… o hay algo más?
El sondeo sobre
lo que es el hombre y el puesto que ocupa en el universo no debiera acabar
aquí, porque el hombre aparte del constitutivo orgánico es conciencia de sí
mismo, por más que “el transhumanismo futurista” piense que se trata de un
simple eslabón en el proceso evolutivo universal que pronto habrá de ser
sustituido por el “ciborg”, organismo híbrido a mitad de camino entre el “homo
sapiens” y la inteligencia artificial. No, el hombre no es algo, sino alguien.
No es una cosa, sino una persona, y es aquí donde reside la razón de su
excelencia y dignidad. Sujeto es dotado de libertad que le convierte en dueño
de su propio destino, capaz de organizar su mundo, sustraerse a sus instintos
naturales y dominar la tierra. Hijo es de la luz y reflejo de la divinidad, lo
que le sitúa varios peldaños por encima del resto de las criaturas.
Con lo dicho
sería suficiente para poder afirmar rotundamente que el más insignificante de
los seres humanos, al estar dotado de tales prerrogativas, vale más que mil
mundos juntos con toda su belleza y fascinación, por lo que cada uno de
nosotros debiera sentirse infinitamente orgulloso. Aun con todo, el hombre no
es pura autoconciencia de sí mismo, sino que está unida sustancialmente a un
organismo corpóreo, motivo por el cual Marcel pudo definirlo como “espíritu
encarnado”. Quiere ello decir que la corporeidad es también constitutivo
sustancial del hombre y que forma parte de su identidad; gracias a ella no solo
somos personas esencialmente iguales sino que por razón de nuestra corporeidad
somos también individuos diferentes los unos de los otros, cada cual con su
ADN, signo distintivo de la propia identidad que comporta una “humanitas” hecha
a la medida. Unos hombres son altos, otros bajos, unos capacitados, otros
discapacitados; hay quienes tienen la piel negra, otros la tienen blanca, unos
pertenecen al sexo masculino, otros al femenino, unos son jóvenes, otros son
viejos, y en razón precisamente de las diferencias individuales existentes
entre ellos, las diversas culturas han ido supervalorando a unos e
infravalorando a otros hasta dar motivo para que se pueda hablar de ciudadanos
y sociedades de primera, de segunda, de tercera o incluso de cuarta categoría.
A unos se les
ha exaltado como a dioses y a otros se les ha degradado como a bestias sin otro
fundamento que no fueran los prejuicios, clichés o estereotipos completamente
arbitrarios. ¿Hay alguna razón de peso para creer que un africano valga menos
que un europeo? No la hay, pero ahí sigue el racismo oculto bajo mil disfraces.
¿Es pensable que el varón sea considerado superior a la mujer? En modo alguno,
pero a pesar de ello, el patriarcalismo está extendido por el universo entero.
La terapeuta Doris Bersing en su libro «Autoestima para mujeres» piensa que ha
llegado el momento de asumir nuevas responsabilidades, de liberarse de estereotipos
que la han mantenido subyugada y que hoy ni la revalorizan ni la dignifican,
por lo que en nombre de una personal autoestima, la mujer hoy ha de asumir el
papel que le corresponde dentro de la sociedad moderna en la que le está
tocando vivir. Todo me parece perfecto sin que ello signifique perder su
identidad femenina para convertirse en una imitadora del hombre.
Seguimos
preguntando: ¿Es de recibo que los jóvenes sean idolatrados y los mayores
proscritos? Pues claro que no lo es, y sin embargo, este es uno de los signos
distintivos de nuestra sociedad moderna, en donde aquel que no es joven no es
nadie. “El edadismo”, hoy tan en boga, atenta contra el legítimo derecho de los
mayores a sentirse personas y a no ser tratados como deshechos de tienta apartados
de la circulación. Resulta vergonzante decir que hay demasiados viejos en el
mundo y que es preciso poner fin a esta situación si queremos que la economía
se recupere. Aun con todo, lo más triste y lamentable es que los embustes y
patrañas al final llegan a ser creídos por las propias víctimas, que acaban
aceptando de buen grado lo que los demás piensan sobre ellos con el
consiguiente bajón en su personal autoestima. Y esto no solamente les pasa a
las personas de raza negra, a las mujeres o a los viejos; se da también en
amplios sectores de la población.
Es terrible
perder la autoestima y dejar de creer en uno mismo, porque cuando esto sucede
parece como si te faltaran motivos para vivir tu propia vida viéndote obligado
a refugiarte en la vida de los demás, a quienes te ves obligado a imitar. En
algún momento de nuestra vida, sobre todo cuando se es joven, nos asalta la
idea de ser imitadores de este o aquel otro ídolo al que secretamente admiramos
y quisiéramos cambiarnos por él. Confieso humildemente que me cuesta trabajo
entender que pueda haber alguien dispuesto a renunciar a sí mismo para ser otra
persona distinta, por muy destacada y brillante que ella sea, pero estas
situaciones se dan y son más frecuentes de lo que pudiera parecer. No acabo de
entenderlo porque pienso que abdicar del propio yo supone ya de entrada un
fracaso personal estrepitoso. ¡Ojo! Con esto no estoy diciendo que haya que
estar satisfecho en todo con uno mismo; yo al menos no lo estoy; soy consciente
de mis limitaciones y reconozco que muchas cosas mías no me gustan, pero en
modo alguno dejaría de ser el que soy para cambiarme por otro, aunque esto
fuera factible, porque ello lo interpretaría como hacerme traición a mí mismo.
Ortega y Gasset dio justamente en el clavo al decir que: “Solo se vive a sí
mismo”. Tal debe ser porque vivir de prestado no es propiamente vivir.
¡Atrévete a ser tú mismo! Porque dejar de serlo es como moLa autoestima es el
arma secreta que nos permite vivir en paz con nosotros mismos e ir seguros por
la vida. Suele definirse como la capacidad que tiene una persona para
valorarse, amarse y aceptarse a sí mismo y nada tiene que ver con la jactancia
y mucho menos con la egolatría. Bien mirado, existen razones sobradas para que
todos y cada uno de los seres humanos tengan una valoración positiva de sí mismos,
no ya solo por la dignidad que le confiere el hecho de ser persona sino también
por su consideración de individuo singular e intransferible. Cierto que hay
sujetos peor dotados que otros, pero aun así hasta el sujeto menos cualificado
resulta ser valiosísimo; entre otras cosas porque cada ser humano resulta ser
irrepetible e insustituible. Ese hombre o mujer que eres solamente puedes serlo
tú y el espacio que dejes vacío cuando hayas partido no podrá ser sustituido
por nadie, lo cual quiere decir que cuando alguien emprende el viaje hacia otra
dimensión trascendente, el mundo de aquí abajo queda empobrecido.
En este
universal teatro del mundo, visto con ojos calderonianos, todos somos
importantes, cada uno tenemos asignada nuestra misión que cumplir y lo
importante no es el papel que tengamos que representar, da igual hacer de rey o
de mendigo, sino que lo verdaderamente relevante es cómo se interpretó ese
papel.
No quisiera
alargarme más, simplemente agradecer a GraZie Magazine, regentada por Custodia
Ponce, que ha hecho posible el que podamos asomarnos a esta ventana abierta a
la sociedad, para gritar, por si alguien quiere oírnos, que no nos conformamos
con lo que tenemos, sino que aspiramos a un mundo mejor.