El cambio producido no ha
sido por exigencias de una nueva alternativa cultural que viniera apretando y
pidiendo paso, sino porque se tomó la decisión de prescindir de todo lo
anterior, haciendo borrón y cuenta nueva, para comenzar desde el principio como
si nada hubiera sucedido. Simple y
llanamente se metió la piqueta y de lo anterior no quedó títere con cabeza. Algo así, como quemar las naves
sin tener otras de repuesto. Todos
sabemos que el demoler es bastante más fácil que construir y lo que costó
muchos siglos en consolidarse pudo ser barrido en cuestión de décadas
Hasta tal punto esto es
así, que todos los absolutos pasaron a ser, peyorativamente considerados, abstracciones
metafísicas irreales, por no decir, pura fabulación de tiempos pasados, “sine
fundamento in re”. El escenario en que actualmente
nos encontramos, ha quedado bien descrito por nuestros mejores intérpretes,
quienes nos aseguran que vivimos en un mundo virtual, en el que la realidad ha
sido sustituida por las representaciones y los sentimientos. “La “posmodernidad,” la era
que nos ha tocado vivir, es conocida también como “la posverdad” y con esto
está dicho todo. Lyotard
la identifica con “la provisionalidad”, Vattimo con “el pensamiento
débil, Derrida con “la desconstrucción”, Bataille con el “pensamiento
cansado”, Bauman con “el pensamiento
líquido” y Lipovetski la
califica como “La era del Vacío”, donde
“todo vale” que es tanto como
decir que “nada vale”, porque cuando se
dice que “todo vale” es porque hemos hecho desaparecer los límites fronterizos
que separan lo objetivamente valioso de lo que no lo es.
Después de haber desertado de la razón y de las
realidades metafísicas que les eran connaturales, ya solo nos quedaban dos salidas
posibles: una la del existencialismo nihilista y desesperanzado, que se perdía
por los caminos del absurdo, en que nada
tiene sentido y la otra, por paradójico que parezca, era
encontrar sentido a la vida en ese presunto “sin-sentido” y
tratar de vivir gozosamente nuestra contradictoria libertad, sin ningún
tipo de cortapisas. Precisamente ésta habría de ser la última razón por la que
se echó por la borda la objetividad de estos tres supremos valores metafísicos, quedando
a expensas de la subjetividad de los hombres, quienes a partir de este momento pasarían
a ser sus creadores, convirtiéndose así en “la medida de todas las cosas”. Una vez conseguido ser dueños y señores, sin
estar sometidos a nada ni a nadie es cuando podían considerarse absolutamente libres
para pensar, hacer y ser lo que les viniera en gana, tal como pronosticaran Dostoyevski
y Sartre, al decir : Muerto
Dios, fundamento de toda realidad y orden, todo estaría ya permitido y
esto es precisamente lo que ha sucedido. De estar sometidos a la los
deberes y preceptos trascendentales, se pasó a "prohibir toda
prohibición que nos viniera impuesta", para quedarnos a
expensas de un libertarismo tóxico.
A partir de entonces la Verdad Absoluta y Omnímoda,
ésa que se impone a todos y en cualquier circunstancia, comenzaría a ser
vista como el enemigo público número uno a batir, porque si tal
verdad existiera, entonces el acomodarse a ella sería una exigencia de todo
punto necesaria y ya no podríamos pensar,
ni discernir, ni legislar, ni colorear
la realidad como a cada cual le viniera en gana; de modo que se decidió prescindir de ella, sin reparar siquiera que con esta argucia nos estábamos haciendo trampas a
nosotros mismos.
Partiendo de esta situación artificialmente creada,
de lo que se trataba era de aprender a ser incondicionalmente libres, en medio
de un vacío sobrecogedor. El lema para
nuestro mundo habrá de ser a partir de ahora éste: “Vive la vida y deja vivir”,
que se traduce por sacar todo el jugo posible al momento presente y no dejar
para otro día lo que pueda disfrutarse hoy. Nada de trascendentalismos, nada de
previsiones, nada de ahorros, nada de guardar para mañana y sobre todo no
desaprovechar la ocasión que se nos ponga a tiro, pues con vivir el día a día
es ya suficiente.
Si importante es vivir la
vida a tope, lo es tanto o más, dejar en paz a los demás, permitiéndoles
disponer alegremente de su propia vida y esto por pura razón de conveniencia
personal, tal como corresponde al individualismo egoísta, característico de los
hombres de nuestro tiempo. Para que nadie me moleste a mí, tengo yo que comenzar
por no molestar a nadie. No metiéndome yo en la vida de los demás, tengo asegurado
que los otros tampoco se entrometan en mis asuntos y “acaben haciéndome la
pascua”. De este modo tan práctico y expeditivo la convivencia queda garantizada. Sin
duda que otra consigna de vida como por ejemplo: “Vive y ayuda a vivir a los
demás” hubiera resultado ser más altruista y solidaria, pero ya implicaría un
serio compromiso y esto no va con los nuevos tiempos.
Está
claro que la nuestra es la época del pensamiento débil, con carencias
metafísicas, sin bases sólidas, que puedan servir como puntos de referencia, y
sin creencias religiosas arraigadas; como
dice Gille Lipovetski, de :“ Todos los grandes valores y finalidades que organizaron las épocas pasadas
se encuentran progresivamente vaciadas
de sustancias “. Como consecuencia
de esta desertización han desaparecido los principios universales, las
profundas convicciones, y el hombre se ha visto empobrecido, quedando reducido
a su dimensión puramente biológica, que solo le permite aspirar a un tipo de bienestar
materialista, canalla y ramplón, consistente en la satisfacción de los
instintos más elementales y primitivos. Lo curioso del caso es que aquí casi nadie
siente ningún tipo de nostalgia por todo lo perdido, ni parece echar de menos
todo lo que le falta. Digamos que nuestro mundo se siente a gusto y complacido
tal como nos lo recuerda el citado autor:
“Dios ha muerto, las grandes finalidades se apagan, pero a nadie le
importa un bledo, esta es la alegre novedad.“
Así es, el hombre de hoy no tiene
ningún cargo de conciencia y se siente
gozosamente resignado con lo que tiene,
sin ningún tipo de nostalgia por
haber tenido que renunciar a los sueños
del espíritu.
Al final
“vivir la vida” a salto de mata sin más,
puede resultar ser un ejercicio sin mayores
complicaciones, pero también sin otras compensaciones que no sean las de
ir tirando como buenamente se pueda, hasta que el cuerpo aguante. Es como el
pasajero que emprende un viaje sin destino sin saber “por qué” ni “para qué”
con el solo propósito de ir disfrutando de cuanto encuentra en el camino, pero
sabiendo muy bien que después de la última curva no va a vislumbrar meta alguna
que suponga un dichoso colofón a su aventura. Nada de esto parece preocupar a los
hombres y mujeres de nuestro tiempo quienes al ver llegar el final de su
periplo, se dan por satisfechos de poder decir serenamente que nadie sino ellos
mismos fueron los dueño de su propio destino y en el momento en que todo haya
pasado, solo aspiran a que “la tierra les sea leve”