El día 1 de septiembre, celebrábamos el 57 aniversario de nuestra boda. Cuántos recuerdos agolpados, cuántas vivencias compartidas; un sinfín de experiencias que poco a poco hemos ido aprendiendo a ejecutar a cuatro manos y que han dejado marcadas nuestras vidas. Todo un torbellino de sensaciones merecedoras de ser meditadas en un lugar tranquilo y reposado, alejado de todos los ruidos y bullicios. Tres días después, el día 4 de madrugada, partíamos de Ávila, dando órdenes al GPS para que nos condujera a la abadía trapense de Sta. María de Viaceli en Cóbreces, comunidad de Cantabria. Pasadas cuatro horas y después de haber atravesado la meseta castellana y la cordillera Cantábrica, se nos hizo visible la impresionante abadía trapense, que se elevaba hasta lo alto para estar más cerca de Dios y se nos ofrecía majestuosa en medio de un paisaje agreste sobrecogedor, donde arriba el sol jugaba al escondite entre las nubes y abajo el suelo se cubría de un tapiz de un verde esplendoroso, acariciado por las olas del mar. En este lugar paradisiaco fuimos recibidos con toda cordialidad y cariño tanto por la Comunidad como por los residentes de la hospedería, compuesta por religiosos y seglares, todos ellos encantadores y alguno de ellos merecedores de un calificativo aún mejor. Quienes allí llegan, son recibidos con los brazos abiertos, sin que nadie les pregunte por su identidad o qué viene a buscar allí, ni tampoco qué piensa hacer durante el tiempo de permanencia en este sagrado recinto, tan solo se les pide puntualidad a los actos que piensen compartir con los demás.
Una
vez traspasados los umbrales y dentro ya del recinto conventual, se tiene una
extraña sensación de soledad y aislamiento, pero ¿no era eso lo que en realidad
veníamos buscando? Poco a poco fuimos familiarizándonos con un clima de
silencio y recogimiento, imprescindible para lograr la concentración interior.
Todo discurrió de forma bastante natural. Sin agobios y sin prisas, como si de una
película retrospectiva se tratara, hubo tiempo de pasar revista a nuestra
prolongada vida, en la que naturalmente ha habido de todo, ilusiones y
desengaños, triunfos y derrotas, logros y fracasos, alegrías y tristezas, que
han ido dejando cicatrices impresas en el alma.
El vivir muchos años, entre otras cosas, tiene como consecuencia dolorosa
el haber visto partir a las personas que quieres y tener que seguir adelante
sin su apoyo, pero también te trae la enorme satisfacción de ver crecer a los
hijos y a los nietos que te compensa de todo. En cualquier caso, éste era el
momento de dar gracias a Dios por todos los dones recibidos y sobre todo por
haber podido llegar los dos juntos hasta aquí, unidos por los mismos
sentimientos.
De siempre las sedes
monacales han sido tenidas como lugares tranquilos de residencia, alejados del mundanal
ruido, a los que el peregrino acudía, buscando un poco de paz interior. En
términos generales, el ser humano necesita de vez en cuando hacer un alto en el
camino y poder tener un reencuentro personal, eso que en nuestro tiempo produce
verdadero pavor, porque hay miedo de quedarse a solas consigo mismo, lo cual no
deja de ser un lamentable error, porque pocas experiencias tan reconfortantes
como la de tomar conciencia de lo que nos está pasando por dentro y dejar de
ser unos extraños a nosotros mismos. Después de haberse tomado un tiempo de
reflexión interior, uno se siente reconciliado consigo mismo, sabiendo que no
hay nada que no pueda ser enmendado y corregido, lo que sin duda te ayuda a caminar
más seguro por la vida, además de predisponerte a una mejor relación
interpersonal, una vez que has caído en la cuenta de que siendo transigente y
comprensivo con los demás, ellos lo serán también contigo. No hay duda de que a través de los muros de un
convento la vida se nos muestra en otra dimensión diferente
Santa María de
Viaceli es uno de estos recintos sagrados, donde el peregrino cansado puede
encontrar ese remanso de paz que necesita. Quien allí se acerque puede tener la
seguridad de que saldrá mejor persona de lo que entró, pero este monasterio de
trapenses no es solo un oasis de quietud y calma, es también una escuela de
aprendizaje espiritual, donde sus moradores nos hablan con el lenguaje
persuasivo del ejemplo. Se trata de una Comunidad reducida, integrada por
monjes en su mayoría bien entrados en años, que desde hace mucho tiempo lo
dejaron todo para vivir una vida de oración y de trabajo, en consonancia con la
espiritualidad benedictina, fielmente reflejada en el lema “Ora et labora”. emblema
de la vida monástica. Personas humildes, austeras y trabajadoras, de manos
encallecidas y gargantas que se han ido consumiendo en alabanza a Dios. Sus
vidas son poco conocidas por el mundo y por eso mismo se les trata con desdén,
como si fueran unos parásitos que consumen, pero no producen, viviendo de
erario público. Nada más lejos de la realidad. Saben ganarse el pan con el
sudor de su frente y ayudan a los demás a que también puedan hacerlo, en un
momento de crisis laboral como la que estamos atravesando. Lo cual quiere decir
que no solo hacen de “para-rayos” de la justicia divina, ante un mundo que se
ha olvidado de Dios, sino que hasta resultan rentables económicamente, como lo
demuestra su productiva fábrica de quesos, regentada por ellos mismos, de la
que nada diré por temor a que alguien pueda interpretarlo como propaganda.
Después de haber pasado unos días inolvidables,
con los sentidos bien abiertos, cerca de estas personas excepcionales, sabias y
experimentadas en cuestiones espirituales, lo que puedo decir, es que les quedo
muy agradecido. De vidas así, abnegadas y entregadas a Dios como las suyas, se
desprende un mensaje nítido que espero no olvidar mientras viva y que puede
reducirse a dos palabras. “ Unicum necesarium” que es lo que explica que la Europa cristiana a lo largo de
los siglos se fuera llenando de recintos sagrados como el de la abadía de Santa María de Viaceli y fueran muchos los hombres y mujeres los que
tomaban opción de encerrarse entre sus muros. Hoy los tiempos han ido cambiando
y lo que se celebra es la alegría de vivir y de consumir mucho, cuanto más
mejor, siendo muchos los señuelos por los que nos sentimos atraídos, que nos
impiden tener una vida tranquila. Están siendo bombardeados por un cúmulo de
estimulaciones imposibles de satisfacer en su conjunto, lo que nos convierte en
sujetos profundamente insatisfechos, La vida se ha vuelto demasiado exigente y
son muchas teclas las que hay que pulsar para satisfacer tantos deseos
incontrolados, que aparecen súbitamente como las setas. Digamos que la
dispersión hacia el exterior, de la que el hombre actual está siendo víctima,
nos impide alcanzar un estado de quietud y calma. Con esto no estoy diciendo
que todo el mundo tenga que recluirse en los muros de un convento, porque ello no es necesario, ni siquiera
conveniente. A lo más, yo me conformaría, con que la gente dejara de ver a los
monjes como a bichos raros y comenzaran a respetar y valorar su opción como se
merece, aunque en manera alguna estuvieran dispuestos a compartirla.
No quisiera acabar estas breves reflexiones
sin hacer referencia a la gloriosa gesta protagonizada recientemente, nada menos
que por 16 monjes pertenecientes a la
comunidad de Viaceli en Cóbreces, todo
un valeroso ejército de religiosos encabezados por el P. Pio Heredia Zubía, que
junto a sus compañeros de religión alcanzarían
la palma del martirio en Diciembre de 1936, a los
que posteriormente habrían de agregarse 3
religiosos más. Unos fueron acribillados a balazos al borde de la
carretera, a otros les quebrantaron los huesos arrastrándolos por escabrosos
caminos, hubo en fin quienes fueron arrojados en altamar, después de haberles
cosido la boca con alambre, para que de sus labios no saliera plegaria ni
alabanza a Dios. Todo esto y mucho más estuvieron dispuestos a padecer por amor
a Cristo estos hombres, cuya vida ya se la habían entregado a Dios por entero
Es fácil imaginar, la emoción que se siente al
recordar en vivo a estos mártires de nuestro tiempo, que parecen estar
presentes todavía alentando a la comunidad, a la que hasta hace muy poco tiempo
pertenecieron. A uno le embarga la sensación de estar pisando el mismo suelo por
donde ellos tantas veces pasaron, ocupar los mismos sitiales que ellos dejaron
libres, repetir los mismos himnos y estrofas que ellos salmodiaron, proyectar
la mirada sobre la imponente imagen de Cristo Crucificado que preside el
sagrado recinto de la capilla, en otros tiempos la sala capitular. En una
palabra, es como estar en comunión con unos amigos fuertes de Dios, que el día
3 de octubre de 2015 fueron elevados a los altares en un acto solemnísimo, celebrado
en la catedral de Santander. A partir
de entonces, cada 4 de diciembre, la abadía de Santa María de Viaceli abre sus puertas de par en par para ver
regresar a casa a sus hijos predilectos y todos juntos celebrar tan fausto
acontecimiento.