En el año 2007 la Iglesia dejó
incorporada al santoral una festividad
litúrgica con la que se quiere honrar,
me imagino, la memoria de todos los
bienaventurados mártires caídos
por Dios y por España al grito de ¡Viva
Cristo Rey! en la sangrienta persecución
religiosa de los años 30, en la que fueron
brutalmente asesinados muchos
miles de católicos, por el mero hecho de serlo; hasta el mismo Madariaga se rinde a la evidencia para decir “ Nadie
que tenga buena fe y buena información puede negar los horrores de aquella
persecución durante años. Bastó únicamente el hecho de ser católico para merecer
la pena de muerte, infligida a menudo de las formas más atroces”
Después de tanto tiempo de estos
tristes acontecimientos, en la España del revanchismo y de los silencios
cómplices, ha quedado señalada una fecha para celebrar la gesta trascendental
llevada a cabo por un numeroso ejército de valerosos soldados de Cristo, que
con su celestial hazaña glorificaron la tierra de María, a la que tanto amaron.
La ley socialista de memoria histórica y el miedo reverencial a herir
susceptibilidades de las fuerzas políticas, ha llevado a maquillar y
tergiversar la verdad de este periodo histórico y a satanizar a la “Iglesia de
la Cruzada”, que mereció otro trato del que se le ha dispensado o cuando menos,
un cierto respeto, aunque solo sea porque muchos de sus miembros fueron
víctimas, sufriendo en sus carnes torturas espantosas, alcanzando incluso la
palma del martirio. En ocasiones hasta los mismos cristianos españoles dan la impresión de sentirse acomplejados de unos compatriotas
suyos, que asombraron al mundo, tal como
ponen de manifiesto estas palabras de Pio XII: “¿Cómo es posible que los
españoles hayan olvidado a sus mártires a quienes yo me encomiendo todos los
días?” o estas otras de Paul Claudel
cuando decía: “Con los ojos llenos de lágrimas te envío mi admiración y mi
amor ¡Y decían que estabas dormida, hermana España! sólo parecías dormir porque
de repente diste millares y millares de mártires.” En esta sangrienta
persecución se puede hablar de más de 10.000 mártires en
la que se vieron involucrados obispos, sacerdotes, clérigos, seminaristas,
religiosos, monjas, seglares, muchos
seglares honrados e inocentes, cristianos ejemplares de toda clase y condición;
lo que se dice, una masacre en toda regla, que pudo haber acabado en un
auténtico genocidio, de no haber mediado una reacción bautizada como “Cruzada”
que acabaría poniendo fin a esta matanza macabra.
En cuanto
al tema sobre quiénes fueron estos mártires y por qué entregaron su vida,
resulta ser un asunto bastante complejo y
para poder esclarecerlo se necesitaría de muchas páginas, dado el
colectivo tan numeroso y variado al que nos estamos refiriendo, lo que sí
considero oportuno es salir al paso de no pocas argucias, que para no caer en
lo políticamente incorrecto, se han movido y aún se siguen moviendo en el
terreno de la ambigüedad, de modo que
pareciera que no estamos hablando de personas normales y corrientes que
vivían en el mundo terrenal, sino que se trataba de espíritus puros
incontaminados, al margen de todo sentimiento político-social, apartidistas,
amorfos, químicamente neutrales, en un momento decisivo en que, tanto
Roma como la Iglesia Española en bloque, se habían pronunciado de forma clara
y explícita a favor del movimiento
nacional, con todo lo que ello representaba. ¿Cómo concebir a unos santos
indolentes, indiferentes, ajenos a lo que en su alrededor estaba pasando? ¿Cómo imaginar a unos mártires abúlicos,
apátridas cuando el patriotismo es un deber ineludible a todo cristiano, mucho
más en un momento en que España era un caos y se estaba poniendo en peligro su
fe? ¿Por qué esa obsesión en desligar al
mártir del héroe y del patriota, cuando sabemos que eso no fue así, ni pudo ser
así? Por supuesto que los mártires de la
Cruzada fueron hombres y mujeres pacíficos, que murieron por amor a Dios y a
imitación de Cristo lo hicieron sin odio, perdonando a sus verdugos, como no
podía ser de otra manera, aun así, no fueron tan ingenuos que no se dieran
cuenta que de una parte estaban los perseguidos y de otra los perseguidores,
con finalidades bien opuestas. ¿por qué
tan irresponsablemente se ha de ocultar su amor a la patria, cuando sabemos que
una de las características de los santos es estar adornados de todas las virtudes, incluida la del
patriotismo? ¿No estaremos maquillando la semblanza de estas vidas ejemplares
para que nadie se sienta molesto ni culpable de nada?
Parece haber motivos suficientes para pensar que
estos enamorados de Dios lo eran también de España, a la que veían, no como un
país, sino como a su patria a quien tenían la obligación de amar y defender. El
ejemplo lo tenemos en un personaje religiosamente relevante de la época, como
lo fue S. Rafael Arnaiz (El Hermano Rafael), uno de los más grandes místicos de
los tiempos modernos. Pues bien, este oblato trapense, aun viviendo aislado en
la Abadía de S. Isidro de Dueñas, no dejó de sentir la pasión por su querida
España. En 1936 fue llamado al frente y según él mismo nos contará en sus
cuadernos, sufrió un gran disgusto al ser declarado no apto para el servicio
militar, debido a la diabetes que padecía. Otro tanto puede decirse de la
carmelita Santa María Maravillas, quien pidió permiso a las autoridades
eclesiásticas para poder salir de la clausura, en su convento del cerro de los
Ángeles, en caso de ser atacado el Monumento al Sagrado Corazón de Jesús.
Los
mártires españoles del 1936, tanto los canonizados como los que nunca lo serán,
escribieron, sin duda, una de las páginas más gloriosas del cristianismo y con
su sangre, no solo testimoniaron su amor a Dios, sino que defendieron los
valores humanos que siempre caracterizaron a España y a la cultura occidental,
en un momento de la historia donde el “Odium Dei” amenazaba con invadir hasta
los más sagrados reductos.
Los “Mártires de Cristo Rey”
después de haber trabajado por una España decente, honrada y justa supieron ser
fieles a Jesucristo, llevando hasta las últimas consecuencias las exigencias de
su fe. Nuestros hermanos mártires de la Cruzada de 1936, entre los cuales se
encuentran muchos pastores y dignatarios de la Iglesia de entonces, no
entendieron de componendas, ni de contemporizaciones, sino que valientemente
entregaron su vida sin temer a la muerte. Amaron a Dios a la Iglesia a su
Patria y murieron perdonando a sus asesinos que no eran otros que los enemigos
de Dios, por eso su grito final fue ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España Católica! que todo buen cristiano y patriota debiera
entender como un grito de victoria y de esperanza, pues la gloria de los
mártires permanece para siempre y nadie se lo podrá arrebatar. Su amorosa
oblación será recordada por los siglos.