Mucho me temo que, tanto creyentes como los
que no lo son, confunden estas dos realidades. Este malentendido lleva a unos a mezclar lo
transcendente e inmutable con lo temporal e histórico y a los otros a arremeter
contra la esencia del cristianismo, cuando en realidad sus alegatos no afectan
al cristianismo en sí sino a la forma de vivirlo, cual es el caso de Feuerbach
o Marx. Al respecto Soren Kierkegaard se
muestra muy explícito, al decir que es falso que Feuerbach atacara al
cristianismo, a quien verdaderamente ataca es a los cristianos y otro tanto cabe
decir de autores inspirados en él, como pudieran ser Schopenhauer, Nietzsche,
Barth o Bultmann.
El
cristianismo está por encima de toda consideración humana. Se centra en el Hijo de Dios Encarnado, que se
manifiesta a los hombres y les salva. Esto hace que el cristianismo, en cuanto
religión, no se sustente sobre unas bases conceptuales, sino que gire
en torno una persona. Guardini llega hasta decir que: “Jesús no es
solo portador de un mensaje que exige una decisión, sino que es Él mismo quien
provoca la decisión, una decisión impuesta a todo hombre, que penetra todas las
vinculaciones terrenas y que no hay poder que pueda ni contrastar ni detener” (La
esencia del cristianismo, Cristiandad, Madrid 1984, p. 47). Al contrario
de lo que sucede en otras religiones Jesús no es un profeta de Dios, sino que
conjuntamente con él Padre habla en nombre propio.
Todo comienza y acaba en Jesucristo. Él es principio y fin, alfa y omega. “Yo soy
el camino, la verdad y vida, nadie va al padre sino por mí” ((Jn. 14, 6).
A través de su persona y de su palabra ha quedado revelado el Reino de Dios y
su justicia. Él lo es todo para todos y no puede haber otro tipo de referencia,
como tampoco puede haber cambio ni alteración alguna en su mensaje. Jesucristo fue, es y será, siempre
el mismo; el ayer, el hoy y el mañana no existen para Él y
quien trate de seguirlo habrá de hacerlo de forma incondicional. De aquí que al
cristianismo se le defina como una religión que tiene como esencia la adhesión
a Jesucristo, entendida como fe en su palabra, confianza en su promesa,
cumplimiento de sus preceptos, interiorización de sus valores, pero sobre todo
como adopción y entrega, como un abandono sin reservas, como un SÍ
incondicional. Para decirlo en pocas
palabras, el cristianismo es adhesión a Jesucristo que se
traduce por la unidad en el amor.
El cristianismo surge a partir de
la muerte y resurrección de Cristo, ahora bien, ese ir tomando conciencia cada
vez más clara del mensaje y las enseñanzas de Jesús es otra cosa bien distinta
y habrá de ser labor de muchos siglos, hasta que llegue la Parusía. La
Cristiandad, entendida como comunidad de creyentes o iglesia militante, va
íntimamente unida a la historia temporal de los pueblos y naciones, con su
cultura, aspiraciones, desarrollo, modas. A lo largo de la historia los hombres
y mujeres del pueblo de Dios han sido peregrinos en un mundo cambiante,
viéndose obligados a explorar caminos nuevos, según los signos de los tiempos. Las turbulencias han sido constantes, las
dudas y vacilaciones compañeras inseparables de viaje. A veces se ha acertado, pero también se han
cometido errores y desatinos. Los hombres y mujeres, que caminan hacia la
Jerusalén Celeste, no son espíritus puros incontaminados sino simplemente
humanos, con todas sus limitaciones e imperfecciones, en medio de un mundo
hostil, donde tienen que ir abriéndose camino según los signos de los tiempos y
los dictados de las legítimas opciones personales. La cristiandad es pues una
aventura humana, con una historia detrás que ha ido cambiando con el paso de
los tiempos. Hubo épocas de clara aspiración mística y otras de aspiración ascética
y guerrera. El seguimiento a Cristo fue entendido de forma diferente por los
eremitas del desierto, los cristianos medievales, o como lo hizo el hombre
renacentista. Se entiende perfectamente que los primeros cristianos, para
evitar ser seducido por el mundo, pusieran en práctica “La fuga del mundo”; tal
no deja de ser una opción válida, como también lo es la de quienes quieren vivir
en medio del mundo para servirle, participando de sus preocupaciones e inquietudes,
corriendo el riesgo de ensuciarse con el polvo del camino. De donde se deduce que hay caminos diferentes
para alcanzar la misma meta, que no es otra que el mismo Jesucristo, quien dota
de sentido a todos los esfuerzos humanos. Cabe por tanto decir que lo
importante es ser fiel a la vocación que Él nos hace en las diferentes formas
en que ésta pueda manifestarse, aún a sabiendas de que, por muy espirituales
que queramos ser, no podremos sustraernos por entero a la mundanidad. Nuestro compromiso con el mundo forma parte de
nuestro compromiso con Dios; “estar en el mundo sin ser del mundo” es
una de las grandes paradojas cristianas, que nos obliga a vivir en constante
tensión, siempre en guardia, lejos de cualquier tipo de triunfalismos que nos
induzcan a bajar la guardia.
Los más de 2000 años de singladura cristiana, en
cuanto historia humana que es, ha tenido sus altibajos, con sus luces y sus
sombras, con sus aciertos y errores. A pesar de todo, el rostro divino se nos
ha ido revelando progresivamente con el paso del tiempo. Hoy podemos decir que
tenemos una idea más aproximada de lo que entraña el misterio de Dios y de su
relación con los hombres y en cuanto al balance del impacto que la cristiandad
ha tenido en la la civilización, nadie puede dudar de que éste ha sido
claramente positivo y constructivo. Dificultades de interpretación en muchos
asuntos sigue habiéndolas y abundan las controversias internas en torno a temas
conflictivos, porque los cristianos somos un pueblo en marcha, que para avanzar
necesitamos seguir explorando. En la mesa de los despachos hay temas pendientes,
esperando un estudio serio y concienzudo, tales como el celibato sacerdotal, la
función ministerial de las mujeres, o dotar de sentido a la sinodalidad
eclesial, que están pidiendo una respuesta urgente.
Por otra parte,
y sin que ello signifique dar crédito a la crítica corrosiva y tóxica de los
enemigos del cristianismo, hay que ser conscientes de que en el pasado hubo
ciertos errores y es bueno reconocerlos, porque es la única forma de enderezar
lo torcido. Como fruto de la
intolerancia y los fanatismos radicalizados, surgieron la inquisición, o persecuciones
y guerras encarnizadas que podían haberse evitado. Error fue el aburguesamiento
del cristianismo, en épocas donde la Iglesia parecía estar más de parte de los
ricos que de los pobres. En cuestiones políticas, tampoco puede decirse que fuera
un gran acierto el cesaropapismo ejercido durante un prolongado periodo de la
cristiandad, sobre todo si tenemos en cuenta las palabras de Jesucristo “Dad
al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Ahora bien, con detectar
los errores del pasado no está todo hecho. Es necesario acertar con la terapia
sin pasarse de rosca, porque bien pudiera suceder que, debido a la inercia de
la ley pendular, cayéramos en el extremo contrario y de la intolerancia nos
viéramos trasportados al permisivismo contemporizador que traga por todo, que
del dogmatismo radicalizado pasáramos al relativismo, o del cesaropapismo al
laicismo de estado.
Obligado es decir que, tanto ayer como hoy, el
pecado más grave de la cristiandad ha sido y sigue siendo la falta de
autenticidad. El mal ejemplo de la hipocresía podía estar en el origen tanto de los males de tiempos pasados, como de los tiempos
presentes. Según la “Gaudium et Spes” (9) “En
la génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en
cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición
inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa,
moral y social, han velado, más bien que revelado, el genuino rostro de Dios y
de la religión.” La falta de autenticidad puede ir unida a la falta de
compromiso con el mundo, que vendría a ser un de las características de los
tiempos modernos. Los cristianos de hoy
hemos aprendido a contemporizar y convertir nuestra religiosidad en una cuestión
privada, para no tener que enfrentarnos a los demás, olvidando así, no solo las
palabras de Jesucristo que nos exhortan a ser "luz del mundo y sal de la tierra", sino que también hemos ido
relegando su dimensión social y el resultado ha sido la pérdida progresiva del
carácter corporativista y comunitario vinculado al concepto de cristiandad,
que debiera seguir siendo una comunidad
religiosa de cristianos en el mundo, animados por la fuerza del espíritu,
unidos por una sola fe y un solo bautismo, portadores de las mismas
aspiraciones e idénticos sentimientos
con una misión social que cumplir.