Si en algo estamos todos de acuerdo es que la fe y los valores cristianos son la base de la civilización occidental. Renunciar a ellos sería traicionar a nuestros mayores y echar por la borda su rica herencia, que tantos sacrificios y heroísmos les costó. No olvidemos que la claudicación puede presentarse de muchas formas y una de ellas es la de no hacer nada para evitar que otro tipo de credos nos invada. No deja de sorprenderme por ello lo sucedido en Jumilla (España), convertido en centro de una polémica que tiene divididos a la ciudadanía y a la Iglesia Católica, al habérseles negado la autorización para la celebración de la festividad musulmana del Cordero.
Por una parte
están los que, por imperativos de la libertad religiosa, se muestran favorables
a ceder las instalaciones deportivas e incluso ceder edificios eclesiásticos
para la celebración de dicha festividad, mientras que, por otra parte, están quienes piensan que no se puede
permitir a los musulmanes lo que se niega a lo cristianos en su propia ciudad,
en clara alusión al hecho reiterado de que los cristianos de casa no se sienten
amparados por esa misma libertad religiosa, para rezar el rosario y manifestar
sus convicciones religiosas frente a las clínicas abortivas. No entienden por
qué para unos sí existe libertad religiosa y para otros no. ¿Lo entiende
alguien?
Como católico
que soy, me muestro a favor de la paz y concordia universal entre todas las
religiones y los pueblos, pero soy de la opinión de que, antes de intervenir en
la casa de los demás, necesitamos poner orden en nuestra propia casa. Entiendo
que, dentro de la Iglesia Católica haya puntos de vistas diferentes, creo que
es bueno el que se pueda hablar libremente sobre todo lo opinable. El dialogo
es siempre enriquecedor, pero lo es mucho más entre mentes no cegadas por la
visceralidad y, sobre todo, cuando está presente la caridad. Seguramente que un
diálogo menos radicalizado y más fraterno ayudaría a encontrar ese punto de
equilibrio, que permita remar conjuntamente en la misma dirección, pues en esta
noche oscura que estamos atravesando no sobramos nadie, todos somos necesarios.
En medio de esta enconada polémica, que tiene
como telón de fondo la migración, un nuevo caso de violencia ha venido a
exacerbar aún más los ánimos. Un Joven magrebí acaba de prender fuego a la
iglesia de Santiago Apóstol en Albuñol (Granada), después de reventar a
martillazos imágenes religiosas, entre las que se encontraban tallas de la
Virgen y de Cristo. Espero que, si a un vecino de este pueblo se le ocurre
decir que no le gusta que alguien de fuera venga a devastar su patrimonio, no
sea tildado de islamófobo o de cosas peores, por algún grupo católico
pro-islamista.
Naturalmente que el caso de Jumilla, que tanto revuelo ha
ocasionado, no pasa de ser algo
meramente anecdótico, pero bien pudiera ser el iceberg de un asunto de mayor
trascendencia, que apunta al diálogo interreligioso, en el que están
involucradas tanto autoridades civiles como eclesiásticas y en el que, en mi opinión, se debería tener
muy en cuenta el peligroso avance territorial y social que está experimentando el islamismo,
considerado no solo como un conjunto de creencias, valores y forma de vida, sino
como un tipo de civilización con aspiraciones políticas, poco respetuosa por
cierto, con el pluralismo y menos aún con la libertad religiosa, tal como es
sabido de todos. Sé que al decir esto algunos me tildarán de exagerado, pero hí
están los datos. En Francia, los musulmanes representan entre el 8 y el 12 % de
la población total. Si las previsiones de natalidad se cumplen, los hijos de
nuestros nietos podrían asistir a un cambio demográfico espectacular, que
permita hablar de una Francia musulmanizada. Triste presagio. La hermana mayor
de la Iglesia, después de haber renegado de sus raíces cristianas, podría caer
en manos de una civilización presidida por el fanatismo. El Gobierno Francés se
muestra preocupado y en uno de sus informes pone de manifiesto que, el ascenso
del grupo de los Hermanos Musulmanes, al infiltrarse en asociaciones culturales
o de otra índole, amenaza la cohesión nacional. Los servicios de inteligencia
descubrieron que este grupo había logrado imponer su agenda al conjunto de los
musulmanes en Francia y que tenía como fin último instaurar la ley islámica.
Según palabras del líder egipcio, hay que islamizar la sociedad, no por medio
de la violencia sino mediante la infiltración en todos los estamentos sociales,
escuelas, universidades, agrupaciones comunitarias. Es evidente que la ‘sharia’
(ley islámica) es incompatible con la civilización de occidente.
No hace falta
ir a Francia, basta con analizar, lo que sucede en España. Mientras aquí se
cierran o venden edificios religiosos e iglesias, el islamismo está cubriendo
los huecos dejados por el catolicismo.
De la primera mezquita en 1980 hemos pasado a más de 1500 mezquitas y
lugares de culto, lo cual no deja de ser preocupante, teniendo en cuenta que la
mezquita no es simplemente un lugar de oración, es mucho más, es un lugar de
adoctrinamiento, donde se inicia a los niños en el radicalismo y se les prepara
para que puedan mostrarse refractarios a toda influencia procedente de otras
fuentes. El poeta turco Ziya Gökalp, lo supo expresar muy bien en breves
palabras: “Las mezquitas serán nuestras casernas, los minaretes nuestras
bayonetas. ”Hace falta estar ciegos para no ver que, mientras en occidente el catolicismo está en
retroceso, el islam, en cambio ha experimentado una expansión demográfica y
social, inimaginable hace tan solo unas
décadas.
Para avanzar en sus pretensiones expansionistas, al islamismo no le
hace falta hoy recurrir a la Guerra Santa, como en aquellos tiempos de
Covadonga, Poitiers, Lepanto o Viena; es suficiente con la apatía y la
indiferencia, con la pasividad y ese “dejar que sean otros los que llevan la voz cantante”
todo ello disfrazado de tolerancia. Hay
que reconocer que el problema al que nos enfrentamos no solamente es político
sino también religioso. Nuestra fogosidad religiosa no es tan ardiente como la
de nuestros antepasados y nuestra voluntad de compromiso cristiano menos firme
y decidida. Bien pudiera ser que, en nombre de una libertad religiosa
malentendida, estuviéramos abriendo las puertas a un modelo de sociedad que poco
tuviera que ver con el humanismo cristiano. El tiempo de reaccionar ha llegado
y mañana podía ser ya demasiado tarde.
La libertad religiosa, de la que tanto se viene hablando, es un
tema que hay analizar al margen de toda ideología, ya que no conviene mezclar
lo político con lo religioso y mucho menos entenderla al margen de la fidelidad
al evangelio. Por supuesto que la caridad cristiana ha de ser practicada con
todos, por supuesto que hay que tener los brazos abiertos para acoger al
peregrino, pero hay que hacerlo como Dios manda y lo mismo sucede con la
libertad religiosa, que nunca debiera ser utilizada como excusa para justificar
nuestra falta de compromiso y fidelidad al evangelio de Jesucristo. En ningún
caso la libertad religiosa ha de ser entendida como una patente de corso que da
derecho a todo. Los emigrantes, al igual que los nativos, han de acomodarse a
las pautas de comportamiento vigentes en el país de acogida, siendo respetuosos
con sus costumbres y tradiciones y nunca tratar de imponer su ley, convivir en
paz con el resto de la ciudadanía y no ser motivo de discordia.
El concilio Vaticano II nos dejó páginas esclarecedoras, que nos
hablan de la libertad religiosa como antídoto a un autoritarismo implacable,
que llevó el terror a los espíritus en
tiempos de la inquisición. Es una forma
de decirnos que el cristianismo tiene en cuenta la dignidad humana y respeta su
libertad, por esta razón el mensaje evangélico no se impone por la fuerza o la
violencia sino que, tan solo se propone, para que sea aceptado voluntariamente
por aquel que lo desee, pero aquí no acaba la cosa, para comprender en todo su
integridad el alcance de esta cuestión, hay que tener en cuenta la tradición y
el magisterio de la Iglesia ejercido a
través de los pontificados que van de
Pio IX a Pio XII, según el cual todo católico ha de ser sobre todo respetuoso con los derechos de Dios,
que es tanto como decir que Él y solo Él es dueño y Señor de la historia humana,
a quien se le debe todo honor y toda gloria y ha de saber también que
Jesucristo es el Rey del universo ante el cual todo rodilla se dobla. El deber, tanto individual como social, de rendir culto a
Dios está fuera de toda duda. Solo quien reconozca en su corazón
que hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, puede ser considerado
católico. Más aún, no es suficiente con creer esto y guardárselo para sí mismo,
es preciso comunicárselo a los demás, incluso a los musulmanes que han venido a
nuestros países a convivir con nosotros, porque los cristianos estamos llamados
a ser la luz del mundo y no a esconderla bajo el celemín. Eso y no
otra cosa es la evangelización.