La política es una de tantas actividades humanas pensada para que las
personas y los pueblos puedan convivir en paz, justicia y prosperidad. Si de
ella, en general, se tiene pésima opinión, no es porque en sí misma sea mala,
sino por el mal uso que de ella se hace o porque se la ha sacado fuera de contexto, convirtiéndola en
un fin en sí misma, cuando en realidad, es tan solo un instrumento, que podrá
ser útil o perjudicial, dependiendo de cómo y quién lo utilice.
Desde los
tiempos de Aristóteles el arte de hacer política ha estado indisolublemente vinculada
a la ética, que es la que le prestaba consistencia y orientación necesarias
para que no se perdiera por caminos extraviados. Tan importante, era la
política para el filósofo griego, que a la hora de caracterizar al hombre no se
le ocurrió otra cosa mejor que decir de él que era en esencia un “Zoon polítikón”,
entiéndase un “animal social”, siendo las buenas costumbres las encargadas de
domesticarle y humanizarle, pero pobre del mismo, si por las razones que fueran
se apartaba del orden moral y de la justicia, porque entonces se convertiría en
el más terrible y peligroso de los animales.
Este ordenamiento
moral, presidido por el derecho natural, se mantuvo vigente en occidente hasta
bien entrada la modernidad, en que el equilibrio entre ética y política se
quebró y del teocentrismo se pasó al homocentrismo, dando origen a un nuevo
modo de hacer “política” con minúscula, en que la construcción de la ciudad civil
quedaba a expensas de la voluntad del hombre.
A partir de entonces la ética, al igual que la religión, fueron
perdiendo protagonismo en le vida pública, hasta el punto de ser consideradas
ambas una cuestión privada de cada cual, que es el punto en que ahora nos
encontramos.
En la medida
en que la política se ha ido emancipando
de todo tutelaje, ha pasado a ser
considerada como el único centro de referencia, donde se
dirimen todos los asuntos concernientes de la vida pública de los ciudadanos,
en tanto que la casta política se ha convertido en el semillero de los nuevos
gurús de la humanidad, con capacidad de decidir lo que es bueno y lo que es malo, lo que
conviene o lo que no conviene; más que
ejemplaridad moral, lo que la gente espera de ellos es eficacia
en la gestión de los asuntos públicos, según el principio liberal de que
“el fin justifica los medios”, de este modo,
nada es de extrañar que sea tenido en
gran estima al gestor pragmáticamente eficiente, aunque luego resulte ser un sinvergüenza. Todo muy triste, porque nos
vemos abocados a preguntar: Un estado
que no tiene en gran estima, los principios morales, la ley y el derecho
natural ¿en qué se diferencia de una panda de bandidos?
La situación de miseria espiritual a la que hemos llegado es a todas luces
alarmante. No hace falta rebuscar mucho, el ejemplo más palpable lo tenemos en
España, donde en escasamente 50 años nos hemos ido degradando mental, humana y
espiritualmente, hasta extremos inimaginable. Hemos apostatado de nuestras creencias
religiosas, olvidado nuestras tradiciones más hondas, traicionado nuestros
principios más firmes, hemos cambiado los valores auténticos por contravalores,
hemos renegado de nuestros orígenes, hemos perdido el sentido de la
trascendentalidad, en definitiva, hemos hipotecando todo nuestro capital humano
hasta deshumanizarnos. “Quitad, nos decía Chesterton, lo sobrenatural y solo
quedará lo que no es natural “.
Todo lo hemos sacrificado en aras de una política rastrera, que solo ha
tenido en cuenta el bien útil, olvidándose por entero del bien honesto, ése que
dignifica a las personas. Ya solo nos queda la política de cortos vuelos, ésa
que los espíritus mediocres nos ofrecen cada día, para ir tapando agujeros como
se puede, con tal de satisfacer sus ansias de poder; arribistas que llegaron
donde llegaron no con la noble intención de servir a la política sino de
servirse de ella para medrar, tanto ellos como su propio partido. De todo esto es consciente la ciudadanía, que
en general tiene bastante mala opinión de la política y de los políticos, como
no podía ser de otra manera, pero por otra parte necesita agarrarse a ellos
como a un clavo ardiendo. Es como si tuvieran que conformarse a arar con esos
bueyes porque no hay otros. Difícil de explicar tanta resignación, que no deja
de ser una triste paradoja, por parte de quienes se prestan a sufrir esa
condena, porque tienen miedo a desengancharse y retirar su apoyo a unos detestables
gestores, que no merecen su confianza.
Ante tanto desconcierto, la realidad es que el poder de los políticos sigue
aumentando y es cada vez mayor. En
ocasiones ese poder resulta inconmensurable, hasta el punto de que en sus manos
está el futuro de los pueblos, de las naciones, incluso el futuro de la
humanidad entera, por lo que produce escalofrío pensar que detrás de ese gobernante
plenipotenciario pueda esconderse un hombre inmoral y sin escrúpulos. No quisiéramos pecar de alarmismos, pero la
situación que se nos avecina no es nada halagüeña. Estamos siendo testigos de
esas señales premonitorias, que preceden a los grandes cataclismos. K. W.
Deutsch, el famoso politólogo checoslovaco, no se cansó de repetir hasta su
muerte que: “Si se
destruye la civilización y se da muerte a la mayor parte de la humanidad dentro
de los próximos 30 ó 50 años, ello no ocurrirá por las plagas o la peste, nos
matará la política. La política se nos ha convertido literalmente en una
cuestión de vida o muerte”.
Frente a tantos nubarrones que aparecen en el horizonte, lo más
esperanzador es pensar que todavía estamos a tiempo de enderezar el rumbo. La
regeneración moral, de la que se viene hablando en los últimos años, es
posible. Esta es la consoladora noticia. Todo lo que necesitamos es tomar
conciencia de que para resurgir de las
cenizas y emprender el vuelo como el Ave
Fénix, lo que tenemos que hacer es superar cuanto antes el estado de
relativismo en que estamos postrados y comenzar a creer con firme convicción, que
tanto la Verdad como el Bien existen y
que si nos empeñamos en buscarlos acabaremos por encontrarlos, para hacer de
ellos el baluarte de un estado de paz, de justicia, de libertad y de progreso,
que es lo que el mundo está necesitando.
En un momento, como el presente de supremacía estatal, en que la política lo es todo o casi
todo para la vida de los ciudadanos y de los pueblos, nada tan urgente como
recuperar las estructuras solidas de un ordenamiento cívico-espiritual, que llegó
en su día a ser santo y seña de muchas
generaciones apasionadas por los más nobles ideales. Necesitamos también de
agentes políticos de altura, armados de sabiduría y de
virtud, personas preparadas, carismáticas y honestas, generosas y con capacidad
de servicio a los demás. Gentes así las ha habido en todas las épocas y necesitamos
creer que este tipo de personas existen también entre nosotros, aunque sea
preciso buscarlas con candil. Lo que está fallando es el actual sistema
selectivo de las mismas, tan ajeno a la recomendable meritocracia. Sé que no es fácil superar desde dentro las
miserias de la política de los tiempos presentes, pero no nos queda otra. Después
de todo, siempre se ha dicho que “la política es el arte de hacer posible lo
que parece imposible.” La historia nos tiene acostumbrados a cambios
sorprendentes, por eso entra dentro de lo posible, que lo que hoy es
inimaginable deje de serlo mañana. El ritmo de los acontecimientos puede verse
alterado de modo natural o forzado y ello, tal vez traiga como consecuencia un
cambio de actitud y de mentalidad en la sociedad. Nadie puede estar seguro de
que esto no vaya a suceder un día.