Pronto se cumplirá el cincuentenario de la publicación del emblemático libro “Ser o tener” donde Erich Fromm nos ofrece las claves para poder entender nuestra cultura posmoderna cimentada en la productividad. Según el antropólogo judío alemán esta confusión entre los términos ser y tener viene ya de atrás, sin que hayamos sido capaces por el momento de diferenciar lo útil de lo valioso, se trata pues de una dicotomía que se ha ido agravando con el paso del tiempo y que ha servido para fabricarnos un mundo de puras representaciones, el cual no se corresponde con la realidad del ser, llegando al extremo de medir a las personas no tanto por lo que son en sí mismas, sino por lo que tienen, cuando en realidad la dignidad de las personas se lleva dentro y nunca es algo que está fuera de ellas.
En
contraste al periodo precedente de la preindustrialización, en que las gentes
se afanaban por tener y poseer bienes para poder vivir, hoy lo que estamos
viendo es exactamente lo contrario: la gente vive para poder tener y cuanto más
mejor. El vuelco no ha podido ser más espectacular. Tal como lo entiende Fromm,
la evolución de los últimos tiempos ha consistido fundamentalmente en pasar de
un estado caracterizado por la dimensión del ser a otro estado diferente,
orientado hacia la dimensión del tener, lo que nos obliga a vivir bajo el
supuesto de que quien tiene capacidad de consumir lo es todo, en cambio quien
carece de disponibilidad adquisitiva no es nadie y es como si no existiera. Del “homo Previsor”
hemos pasado al “homo consumidor” que todo lo quiere probar y
experimentar, un depredador compulsivo, que devora lo que encuentra a su paso y
que el autor supo retratar con estas sugerentes palabras. “El hombre contemporáneo es ciertamente pasivo en
gran parte de sus momentos de ocio. Es el consumidor eterno; se “traga” bebidas,
alimentos, cigarrillos, conferencias, cuadros, libros, películas; consume todo,
engulle todo. El mundo no es más que un enorme objeto para su apetito: una gran
mamadera, una gran manzana, un pecho opulento. El hombre se ha convertido en
lactante, eternamente expectante y eternamente frustrado”. En medio de una situación ya de por sí delicada, nos llega la noticia
de que el consumo de estupefacientes, alcohol, pornografía etc. está alcanzando
también a la población escolar.
Falta ahora saber, porqué razón en nuestro
“mundo desarrollado” hemos pasado de la fase del “ser” a la del “tener” y de ésta
a la de “consumir”. En realidad, todo tiene su origen en la segunda revolución
industrial, por medio de la cual se consiguió una producción masiva de diversos
productos, que saturaron los mercados y a los que era necesario dar salida. Es
la época de la sobreabundancia característica del Primer Mundo, que llegó a
fascinar y estimular de forma irresistible el apetito de la gente, que al verse
con capacidad económica de adquirir unos productos a bajo coste, se lanzó a
tumba abierta a consumir todo cuanto se le ofrecía, no tanto por necesidad
cuanto por novedad. Bien mirado, semejante
locura consumista de los últimos años pude tener una explicación a nivel
psicológico, no así a nivel moral, si tenemos en cuenta que media humanidad
pasa necesidades extremas y está muriéndose de hambre y de sed.
Este inquietante fenómeno del consumismo es
susceptible de ser analizado desde muchas perspectivas; nosotros vamos a
hacerlo en consideración a dos puntos de vista: uno psicológico y otra
propiamente antropológico-social.
En el ánimo de los impulsores del desarrollo
industrial estaba el propósito de conquistar la felicidad para una humanidad que
desesperadamente llevaba buscándola durante siglos. Todo ello respondía a un
esquema lógico. La productividad traería
como consecuencia inmediata un bienestar material y éste se traduciría en
felicidad para los hombres, al ver saciados sus ansias y deseos, lo que se dice
un aparentemente bien trabado ecuacionismo entre bienestar
social, consumismo y felicidad global, susceptible de ser analizado a la luz de la obra
de Wiliam Davies titulado “La industria de la felicidad”.
Los hechos han puesto de manifiesto la
falacia de tales hipótesis, dando motivo
al mismo Erich Fromm para afirmar que esta vinculación de la industrialización
a la felicidad no se ha cumplido, por el
contrario, consumir más de lo que se precisa, lo que produce es un empalagoso
hartazgo y más que liberación lo que crea es dependencia esclavizadora, prueba
de ello está el hecho de que los niños de antes con una pelota de trapo y su
imaginación creadora se sentían felices y contentos, mientras que los niños
de ahora atiborrados de juguetes electrónicos se muestran insatisfechos y
pasivamente tediosos. A mayor
redundancia, está el dato no menos significativo del aumento espectacular de
suicidios en los países desarrollados, supuestamente motivados por la profunda
insatisfacción y hastío de vivir.
La mercadotecnia ha ido creando artificialmente nuevas
necesidades en el consumidor, para poder seguir vendiéndole unas mercancías que
se hacen pasar como salvoconductos de la felicidad, cuando en realidad se trata
de cosas totalmente superfluas, por ello en pleno furor consumista es obligado recordar que en cuestiones
fundamentales, como las que nos ocupa, la persona esencialmente
es siempre más de lo que tiene o de lo que hace. Todo ello muy en consonancia con lo que ya sabíamos de que la Felicidad
es un estado de ánimo que nada tiene que ver con una mercancía que se puede
comprar o vender. Su esencia no está en
el tener sino en el ser, por lo que siempre podrás ser feliz con lo que eres,
nunca con lo que tienes, según reza el conocido dicho popular: “No es feliz
el que más tiene sino el que menos necesita”.
No nos engañemos, desde el horizonte del tener no se percibe ningún atisbo de felicidad, porque
su morada está en el interior de cada persona y es allí donde podremos hallarla,
estrechamente vinculada con la realización personal y con la entrega generosa
de manos abiertas a los demás. Si esto es lo que cabe decir
del consumismo desde el punto de vista psicológico, no menos contundentes son
las afirmaciones que se pueden hacer desde la perspectiva antropológica-social.
Son muchos los que piensan que estamos
asistiendo a la cosificación de las personas en aras a la Religión del Progreso;
“Tanto vales
cuanto tienes” ha pasado a ser el lema cultural de una
sociedad hiperconsumista, donde todo se regula en razón del rendimiento y la productividad.
En este tipo de sociedad, en donde el que más vale es quien más produce y consume, necesariamente tiene que haber
exclusión y discriminación y esto exactamente es lo que está pasando. ¿Acaso en
nuestra sociedad no está arraigada “la cultura del descarte”?
Ancianos,
desempleados, migrantes, pobres, discapacitados, no tienen lugar en nuestra
sociedad, rendida a un
mercantilismo implacable, colectivos enteros que sufren el rigor del
aislamiento social y si acaso en alguna ocasión se les tiene en consideración, es
a la hora de votar. Está claro que lo
que actualmente se lleva en nuestra
sociedad, agresiva y competitiva, es ser joven, bello, fuerte y
vigoroso. Los modelos
a imitar ya no son las personas
juiciosas, sabias y prudentes, sino los jóvenes dinámicos potenciales consumidores
y productivos, en cambio los jubilados, al haber quedado desenganchados del mercado laboral, han dejado de pertenecer a la cadena de productividad, que hoy se conoce
como el estamento de fuerzas vivas, convirtiéndose en sujetos pertenecientes a las
clases pasivas, que es tanto como decir, individuos sin rostros, trastos viejos
arrinconados, a los que se les niega la condición de seres humanos. La cruel
marginación a la que están sometida la
tercera edad y otros colectivos, viene a ser un signo evidente del fracaso de
la cultura de la hiper - producción y del hiper - consumismo. Una sociedad que
no acoge a sus mayores y no se preocupa de quienes más lo necesitan, está dando
muestras de una palpable deshumanización.
Quedamos a la
espera de que emerja una nueva mentalidad capaz de dimensionar convenientemente
la realidad y colocar cada uno de sus
elementos integrantes en el lugar que le corresponde, pero esto solo sucederá, cuando
las cosas dejen de ser ídolos y se
conviertan en instrumentos al servicio del hombre, cuando seamos capaces de
apreciar en su justa medida la singularidad y el carácter irreductible del ser humano y llegue hasta nosotros el
convencimiento de que la dignidad de ser
persona es más valiosa que un millón de
mundos.