2024-02-06

213.-El fruto amargo del consumismo deshumanizador

 


Pronto se cumplirá el cincuentenario de la publicación del emblemático libro “Ser o tener” donde Erich Fromm nos ofrece las claves para poder entender nuestra cultura posmoderna cimentada en la productividad. Según el antropólogo judío alemán esta confusión entre los términos ser y tener  viene ya de atrás, sin que hayamos sido capaces  por el momento de diferenciar lo útil de lo valioso,  se trata pues de una dicotomía que se ha ido agravando con el paso del tiempo y que ha servido para fabricarnos un mundo de puras representaciones, el cual no se corresponde con la realidad del ser, llegando al extremo de medir a las personas no tanto por lo que son  en sí mismas, sino por lo que tienen, cuando en realidad  la dignidad de las personas  se lleva dentro y nunca es algo que está fuera de ellas.

 

En contraste al periodo precedente de la preindustrialización, en que las gentes se afanaban por tener y poseer bienes para poder vivir, hoy lo que estamos viendo es exactamente lo contrario: la gente vive para poder tener y cuanto más mejor. El vuelco no ha podido ser más espectacular. Tal como lo entiende Fromm, la evolución de los últimos tiempos ha consistido fundamentalmente en pasar de un estado caracterizado por la dimensión del ser a otro estado diferente, orientado hacia la dimensión del tener, lo que nos obliga a vivir bajo el supuesto de que quien tiene capacidad de consumir lo es todo, en cambio quien carece de disponibilidad adquisitiva no es nadie y es como si no existiera. Del “homo Previsor” hemos pasado al “homo consumidor” que todo lo quiere probar y experimentar, un depredador compulsivo, que devora lo que encuentra a su paso y que el autor supo retratar con estas sugerentes palabras. “El hombre contemporáneo es ciertamente pasivo en gran parte de sus momentos de ocio. Es el consumidor eterno; se “traga” bebidas, alimentos, cigarrillos, conferencias, cuadros, libros, películas; consume todo, engulle todo. El mundo no es más que un enorme objeto para su apetito: una gran mamadera, una gran manzana, un pecho opulento. El hombre se ha convertido en lactante, eternamente expectante y eternamente frustrado”. En medio de una situación ya de por sí delicada, nos llega la noticia de que el consumo de estupefacientes, alcohol, pornografía etc. está alcanzando también a la población escolar.

 

Falta ahora saber, porqué razón en nuestro “mundo desarrollado” hemos pasado de la fase del “ser” a la del “tener” y de ésta a la de “consumir”. En realidad, todo tiene su origen en la segunda revolución industrial, por medio de la cual se consiguió una producción masiva de diversos productos, que saturaron los mercados y a los que era necesario dar salida. Es la época de la sobreabundancia característica del Primer Mundo, que llegó a fascinar y estimular de forma irresistible el apetito de la gente, que al verse con capacidad económica de adquirir unos productos a bajo coste, se lanzó a tumba abierta a consumir todo cuanto se le ofrecía, no tanto por necesidad cuanto por novedad.  Bien mirado, semejante locura consumista de los últimos años pude tener una explicación a nivel psicológico, no así a nivel moral, si tenemos en cuenta que media humanidad pasa necesidades extremas y está muriéndose de hambre y de sed.

 

Este inquietante fenómeno del consumismo es susceptible de ser analizado desde muchas perspectivas; nosotros vamos a hacerlo en consideración a dos puntos de vista: uno psicológico y otra propiamente antropológico-social.

En el ánimo de los impulsores del desarrollo industrial estaba el propósito de conquistar la felicidad para una humanidad que desesperadamente llevaba buscándola durante siglos. Todo ello respondía a un esquema lógico.  La productividad traería como consecuencia inmediata un bienestar material y éste se traduciría en felicidad para los hombres, al ver saciados sus ansias y deseos, lo que se dice un aparentemente bien trabado ecuacionismo entre bienestar social, consumismo y felicidad global, susceptible de ser analizado a la luz de la obra de Wiliam Davies titulado “La industria de la felicidad”.

 

Los hechos han puesto de manifiesto la falacia de tales hipótesis, dando motivo  al mismo Erich Fromm para afirmar que esta vinculación de la industrialización a la felicidad  no se ha cumplido, por el contrario, consumir más de lo que se precisa, lo que produce es un empalagoso hartazgo y más que liberación lo que crea es dependencia esclavizadora, prueba de ello está el hecho de que los niños de antes con una pelota de trapo y su imaginación creadora se sentían felices y contentos, mientras que los niños de ahora atiborrados de juguetes electrónicos se muestran insatisfechos y pasivamente tediosos.  A mayor redundancia, está el dato no menos significativo del aumento espectacular de suicidios en los países desarrollados, supuestamente motivados por la profunda insatisfacción y hastío de vivir.

 

La mercadotecnia ha ido creando artificialmente nuevas necesidades en el consumidor, para poder seguir vendiéndole unas mercancías que se hacen pasar como salvoconductos de la felicidad, cuando en realidad se trata de cosas totalmente superfluas, por ello en pleno furor consumista es obligado recordar que en cuestiones fundamentales, como las que nos   ocupa, la persona esencialmente es siempre más de lo que tiene o de lo que hace. Todo ello muy en consonancia con lo que ya sabíamos de que la Felicidad es un estado de ánimo que nada tiene que ver con una mercancía que se puede comprar o vender.  Su esencia no está en el tener sino en el ser, por lo que siempre podrás ser feliz con lo que eres, nunca con lo que tienes, según reza el conocido dicho popular: “No es feliz el que más tiene sino el que menos necesita”.

 

No nos engañemos, desde el horizonte del tener no se percibe ningún atisbo de felicidad, porque su morada está en el interior de cada persona y es allí donde podremos hallarla, estrechamente vinculada con la realización personal y con la entrega generosa de manos abiertas a los demás. Si esto es lo que cabe decir del consumismo desde el punto de vista psicológico, no menos contundentes son las afirmaciones que se pueden hacer desde la perspectiva antropológica-social.

 

Son muchos los que piensan que estamos asistiendo a la cosificación de las personas en aras a la Religión del Progreso; “Tanto vales cuanto tienes” ha pasado a ser el lema cultural de una sociedad hiperconsumista, donde todo se regula en razón del rendimiento y la productividad. En este tipo de sociedad, en donde el que más vale es quien más produce y consume, necesariamente tiene que haber exclusión y discriminación y esto exactamente es lo que está pasando. ¿Acaso en nuestra sociedad no está arraigada “la cultura del descarte”?

 

Ancianos, desempleados, migrantes, pobres, discapacitados, no tienen lugar en nuestra sociedad, rendida a un mercantilismo implacable, colectivos enteros que sufren el rigor del aislamiento social y si acaso en alguna ocasión se les tiene en consideración, es a la hora de votar.  Está claro que lo que actualmente se lleva en nuestra sociedad, agresiva y competitiva, es ser joven, bello, fuerte y vigoroso. Los modelos a imitar ya no son  las personas juiciosas, sabias y prudentes, sino los jóvenes dinámicos potenciales consumidores y productivos, en cambio los jubilados, al haber quedado desenganchados del mercado laboral, han dejado de pertenecer a  la cadena de productividad, que hoy se conoce como el estamento de fuerzas vivas,  convirtiéndose en sujetos pertenecientes a las clases pasivas, que es tanto como decir, individuos sin rostros, trastos viejos arrinconados, a los que se les niega la condición de seres humanos. La cruel marginación a la que están sometida la tercera edad y otros colectivos, viene a ser un signo evidente del fracaso de la cultura de la hiper - producción y del hiper - consumismo. Una sociedad que no acoge a sus mayores y no se preocupa de quienes más lo necesitan, está dando muestras de una palpable deshumanización.

Quedamos a la espera de que emerja una nueva mentalidad capaz de dimensionar convenientemente la realidad  y colocar cada uno de sus elementos integrantes en el lugar que le corresponde, pero esto solo sucederá, cuando  las cosas dejen de ser ídolos  y se conviertan en instrumentos al servicio del hombre, cuando seamos capaces de apreciar en su justa medida la singularidad  y el carácter irreductible del ser humano y llegue hasta nosotros el convencimiento  de que la dignidad de ser persona es más valiosa que un  millón de mundos.

 

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