2024-02-06

214.-Frente común contra la política que envilece




La política es una de tantas actividades humanas pensada para que las personas y los pueblos puedan convivir en paz, justicia y prosperidad. Si de ella, en general, se tiene pésima opinión, no es porque en sí misma sea mala, sino por el mal uso que de ella se hace o porque se la ha sacado fuera de contexto, convirtiéndola en un fin en sí misma, cuando en realidad, es tan solo un instrumento, que podrá ser útil o perjudicial, dependiendo de cómo y quién lo utilice.

Desde los tiempos de Aristóteles el arte de hacer política ha estado indisolublemente vinculada a la ética, que es la que le prestaba consistencia y orientación necesarias para que no se perdiera por caminos extraviados. Tan importante, era la política para el filósofo griego, que a la hora de caracterizar al hombre no se le ocurrió otra cosa mejor que decir de él que era en esencia un “Zoon polítikón”, entiéndase un “animal social”, siendo las buenas costumbres las encargadas de domesticarle y humanizarle, pero pobre del mismo, si por las razones que fueran se apartaba del orden moral y de la justicia, porque entonces se convertiría en el más terrible y peligroso de los animales.

Este ordenamiento moral, presidido por el derecho natural, se mantuvo vigente en occidente hasta bien entrada la modernidad, en que el equilibrio entre ética y política se quebró y del teocentrismo se pasó al homocentrismo, dando origen a un nuevo modo de hacer “política” con minúscula, en que la construcción de la ciudad civil quedaba a expensas de la voluntad del hombre.  A partir de entonces la ética, al igual que la religión, fueron perdiendo protagonismo en le vida pública, hasta el punto de ser consideradas ambas una cuestión privada de cada cual, que es el punto en que ahora nos encontramos.

En la medida en que la política se ha ido emancipando  de todo tutelaje,  ha pasado a ser considerada  como  el único centro de referencia, donde se dirimen todos los asuntos concernientes de la vida pública de los ciudadanos, en tanto que la casta política se ha convertido en el semillero  de los nuevos  gurús de la humanidad, con capacidad de decidir  lo que es bueno y lo que es malo, lo que conviene  o lo que no conviene; más que ejemplaridad moral,  lo que  la gente espera de ellos  es eficacia  en la gestión de los asuntos públicos, según el principio liberal de que “el fin justifica los medios”,  de este modo, nada es de extrañar que  sea tenido en gran estima al gestor pragmáticamente eficiente, aunque luego resulte ser  un sinvergüenza. Todo muy triste, porque nos vemos abocados a preguntar:  Un estado que no tiene en gran estima, los principios morales, la ley y el derecho natural ¿en qué se diferencia de una panda de bandidos?

La situación de miseria espiritual a la que hemos llegado es a todas luces alarmante. No hace falta rebuscar mucho, el ejemplo más palpable lo tenemos en España, donde en escasamente 50 años nos hemos ido degradando mental, humana y espiritualmente, hasta extremos inimaginable.  Hemos apostatado de nuestras creencias religiosas, olvidado nuestras tradiciones más hondas, traicionado nuestros principios más firmes, hemos cambiado los valores auténticos por contravalores, hemos renegado de nuestros orígenes, hemos perdido el sentido de la trascendentalidad, en definitiva, hemos hipotecando todo nuestro capital humano hasta deshumanizarnos. “Quitad, nos decía Chesterton, lo sobrenatural y solo quedará lo que no es natural “.

Todo lo hemos sacrificado en aras de una política rastrera, que solo ha tenido en cuenta el bien útil, olvidándose por entero del bien honesto, ése que dignifica a las personas. Ya solo nos queda la política de cortos vuelos, ésa que los espíritus mediocres nos ofrecen cada día, para ir tapando agujeros como se puede, con tal de satisfacer sus ansias de poder; arribistas que llegaron donde llegaron no con la noble intención de servir a la política sino de servirse de ella para medrar, tanto ellos como su propio partido.  De todo esto es consciente la ciudadanía, que en general tiene bastante mala opinión de la política y de los políticos, como no podía ser de otra manera, pero por otra parte necesita agarrarse a ellos como a un clavo ardiendo. Es como si tuvieran que conformarse a arar con esos bueyes porque no hay otros. Difícil de explicar tanta resignación, que no deja de ser una triste paradoja, por parte de quienes se prestan a sufrir esa condena, porque tienen miedo a desengancharse y retirar su apoyo a unos detestables gestores, que no merecen su confianza.

Ante tanto desconcierto, la realidad es que el poder de los políticos sigue aumentando y es cada vez mayor.  En ocasiones ese poder resulta inconmensurable, hasta el punto de que en sus manos está el futuro de los pueblos, de las naciones, incluso el futuro de la humanidad entera, por lo que produce escalofrío pensar que detrás de ese gobernante plenipotenciario pueda esconderse un hombre inmoral y sin escrúpulos.  No quisiéramos pecar de alarmismos, pero la situación que se nos avecina no es nada halagüeña. Estamos siendo testigos de esas señales premonitorias, que preceden a los grandes cataclismos. K. W. Deutsch, el famoso politólogo checoslovaco, no se cansó de repetir hasta su muerte que: “Si se destruye la civilización y se da muerte a la mayor parte de la humanidad dentro de los próximos 30 ó 50 años, ello no ocurrirá por las plagas o la peste, nos matará la política. La política se nos ha convertido literalmente en una cuestión de vida o muerte”.

Frente a tantos nubarrones que aparecen en el horizonte, lo más esperanzador es pensar que todavía estamos a tiempo de enderezar el rumbo. La regeneración moral, de la que se viene hablando en los últimos años, es posible. Esta es la consoladora noticia. Todo lo que necesitamos es tomar conciencia de que  para resurgir de las cenizas  y emprender el vuelo como el Ave Fénix, lo que tenemos que hacer es superar cuanto antes el estado de relativismo en que estamos postrados y comenzar a creer con firme convicción, que tanto la Verdad  como el Bien existen y que si nos empeñamos en buscarlos acabaremos por encontrarlos, para hacer de ellos el baluarte de un estado de paz, de justicia, de libertad y de progreso, que es lo que el mundo está necesitando.

En un momento, como el presente de supremacía estatal, en que la política lo es todo o casi todo para la vida de los ciudadanos y de los pueblos, nada tan urgente como recuperar las estructuras solidas de un ordenamiento cívico-espiritual, que llegó en su día a ser  santo y seña de muchas generaciones apasionadas por los más nobles ideales. Necesitamos también de agentes políticos de altura, armados de sabiduría y de virtud, personas preparadas, carismáticas y honestas, generosas y con capacidad de servicio a los demás. Gentes así las ha habido en todas las épocas y necesitamos creer que este tipo de personas existen también entre nosotros, aunque sea preciso buscarlas con candil. Lo que está fallando es el actual sistema selectivo de las mismas, tan ajeno a la recomendable meritocracia.  Sé que no es fácil superar desde dentro las miserias de la política de los tiempos presentes, pero no nos queda otra. Después de todo, siempre se ha dicho que “la política es el arte de hacer posible lo que parece imposible.” La historia nos tiene acostumbrados a cambios sorprendentes, por eso entra dentro de lo posible, que lo que hoy es inimaginable deje de serlo mañana. El ritmo de los acontecimientos puede verse alterado de modo natural o forzado y ello, tal vez traiga como consecuencia un cambio de actitud y de mentalidad en la sociedad. Nadie puede estar seguro de que esto no vaya a suceder un día.

 


213.-El fruto amargo del consumismo deshumanizador

 


Pronto se cumplirá el cincuentenario de la publicación del emblemático libro “Ser o tener” donde Erich Fromm nos ofrece las claves para poder entender nuestra cultura posmoderna cimentada en la productividad. Según el antropólogo judío alemán esta confusión entre los términos ser y tener  viene ya de atrás, sin que hayamos sido capaces  por el momento de diferenciar lo útil de lo valioso,  se trata pues de una dicotomía que se ha ido agravando con el paso del tiempo y que ha servido para fabricarnos un mundo de puras representaciones, el cual no se corresponde con la realidad del ser, llegando al extremo de medir a las personas no tanto por lo que son  en sí mismas, sino por lo que tienen, cuando en realidad  la dignidad de las personas  se lleva dentro y nunca es algo que está fuera de ellas.

 

En contraste al periodo precedente de la preindustrialización, en que las gentes se afanaban por tener y poseer bienes para poder vivir, hoy lo que estamos viendo es exactamente lo contrario: la gente vive para poder tener y cuanto más mejor. El vuelco no ha podido ser más espectacular. Tal como lo entiende Fromm, la evolución de los últimos tiempos ha consistido fundamentalmente en pasar de un estado caracterizado por la dimensión del ser a otro estado diferente, orientado hacia la dimensión del tener, lo que nos obliga a vivir bajo el supuesto de que quien tiene capacidad de consumir lo es todo, en cambio quien carece de disponibilidad adquisitiva no es nadie y es como si no existiera. Del “homo Previsor” hemos pasado al “homo consumidor” que todo lo quiere probar y experimentar, un depredador compulsivo, que devora lo que encuentra a su paso y que el autor supo retratar con estas sugerentes palabras. “El hombre contemporáneo es ciertamente pasivo en gran parte de sus momentos de ocio. Es el consumidor eterno; se “traga” bebidas, alimentos, cigarrillos, conferencias, cuadros, libros, películas; consume todo, engulle todo. El mundo no es más que un enorme objeto para su apetito: una gran mamadera, una gran manzana, un pecho opulento. El hombre se ha convertido en lactante, eternamente expectante y eternamente frustrado”. En medio de una situación ya de por sí delicada, nos llega la noticia de que el consumo de estupefacientes, alcohol, pornografía etc. está alcanzando también a la población escolar.

 

Falta ahora saber, porqué razón en nuestro “mundo desarrollado” hemos pasado de la fase del “ser” a la del “tener” y de ésta a la de “consumir”. En realidad, todo tiene su origen en la segunda revolución industrial, por medio de la cual se consiguió una producción masiva de diversos productos, que saturaron los mercados y a los que era necesario dar salida. Es la época de la sobreabundancia característica del Primer Mundo, que llegó a fascinar y estimular de forma irresistible el apetito de la gente, que al verse con capacidad económica de adquirir unos productos a bajo coste, se lanzó a tumba abierta a consumir todo cuanto se le ofrecía, no tanto por necesidad cuanto por novedad.  Bien mirado, semejante locura consumista de los últimos años pude tener una explicación a nivel psicológico, no así a nivel moral, si tenemos en cuenta que media humanidad pasa necesidades extremas y está muriéndose de hambre y de sed.

 

Este inquietante fenómeno del consumismo es susceptible de ser analizado desde muchas perspectivas; nosotros vamos a hacerlo en consideración a dos puntos de vista: uno psicológico y otra propiamente antropológico-social.

En el ánimo de los impulsores del desarrollo industrial estaba el propósito de conquistar la felicidad para una humanidad que desesperadamente llevaba buscándola durante siglos. Todo ello respondía a un esquema lógico.  La productividad traería como consecuencia inmediata un bienestar material y éste se traduciría en felicidad para los hombres, al ver saciados sus ansias y deseos, lo que se dice un aparentemente bien trabado ecuacionismo entre bienestar social, consumismo y felicidad global, susceptible de ser analizado a la luz de la obra de Wiliam Davies titulado “La industria de la felicidad”.

 

Los hechos han puesto de manifiesto la falacia de tales hipótesis, dando motivo  al mismo Erich Fromm para afirmar que esta vinculación de la industrialización a la felicidad  no se ha cumplido, por el contrario, consumir más de lo que se precisa, lo que produce es un empalagoso hartazgo y más que liberación lo que crea es dependencia esclavizadora, prueba de ello está el hecho de que los niños de antes con una pelota de trapo y su imaginación creadora se sentían felices y contentos, mientras que los niños de ahora atiborrados de juguetes electrónicos se muestran insatisfechos y pasivamente tediosos.  A mayor redundancia, está el dato no menos significativo del aumento espectacular de suicidios en los países desarrollados, supuestamente motivados por la profunda insatisfacción y hastío de vivir.

 

La mercadotecnia ha ido creando artificialmente nuevas necesidades en el consumidor, para poder seguir vendiéndole unas mercancías que se hacen pasar como salvoconductos de la felicidad, cuando en realidad se trata de cosas totalmente superfluas, por ello en pleno furor consumista es obligado recordar que en cuestiones fundamentales, como las que nos   ocupa, la persona esencialmente es siempre más de lo que tiene o de lo que hace. Todo ello muy en consonancia con lo que ya sabíamos de que la Felicidad es un estado de ánimo que nada tiene que ver con una mercancía que se puede comprar o vender.  Su esencia no está en el tener sino en el ser, por lo que siempre podrás ser feliz con lo que eres, nunca con lo que tienes, según reza el conocido dicho popular: “No es feliz el que más tiene sino el que menos necesita”.

 

No nos engañemos, desde el horizonte del tener no se percibe ningún atisbo de felicidad, porque su morada está en el interior de cada persona y es allí donde podremos hallarla, estrechamente vinculada con la realización personal y con la entrega generosa de manos abiertas a los demás. Si esto es lo que cabe decir del consumismo desde el punto de vista psicológico, no menos contundentes son las afirmaciones que se pueden hacer desde la perspectiva antropológica-social.

 

Son muchos los que piensan que estamos asistiendo a la cosificación de las personas en aras a la Religión del Progreso; “Tanto vales cuanto tienes” ha pasado a ser el lema cultural de una sociedad hiperconsumista, donde todo se regula en razón del rendimiento y la productividad. En este tipo de sociedad, en donde el que más vale es quien más produce y consume, necesariamente tiene que haber exclusión y discriminación y esto exactamente es lo que está pasando. ¿Acaso en nuestra sociedad no está arraigada “la cultura del descarte”?

 

Ancianos, desempleados, migrantes, pobres, discapacitados, no tienen lugar en nuestra sociedad, rendida a un mercantilismo implacable, colectivos enteros que sufren el rigor del aislamiento social y si acaso en alguna ocasión se les tiene en consideración, es a la hora de votar.  Está claro que lo que actualmente se lleva en nuestra sociedad, agresiva y competitiva, es ser joven, bello, fuerte y vigoroso. Los modelos a imitar ya no son  las personas juiciosas, sabias y prudentes, sino los jóvenes dinámicos potenciales consumidores y productivos, en cambio los jubilados, al haber quedado desenganchados del mercado laboral, han dejado de pertenecer a  la cadena de productividad, que hoy se conoce como el estamento de fuerzas vivas,  convirtiéndose en sujetos pertenecientes a las clases pasivas, que es tanto como decir, individuos sin rostros, trastos viejos arrinconados, a los que se les niega la condición de seres humanos. La cruel marginación a la que están sometida la tercera edad y otros colectivos, viene a ser un signo evidente del fracaso de la cultura de la hiper - producción y del hiper - consumismo. Una sociedad que no acoge a sus mayores y no se preocupa de quienes más lo necesitan, está dando muestras de una palpable deshumanización.

Quedamos a la espera de que emerja una nueva mentalidad capaz de dimensionar convenientemente la realidad  y colocar cada uno de sus elementos integrantes en el lugar que le corresponde, pero esto solo sucederá, cuando  las cosas dejen de ser ídolos  y se conviertan en instrumentos al servicio del hombre, cuando seamos capaces de apreciar en su justa medida la singularidad  y el carácter irreductible del ser humano y llegue hasta nosotros el convencimiento  de que la dignidad de ser persona es más valiosa que un  millón de mundos.

 

230.-Conclusiones extraíbles de la catástrofe en Valencia.

  La Dana ya se alejó, dejando a su paso un reguero de muerte y desolación. Fue una larga noche de tinieblas, en que la realidad superó con ...