Cuando se aproxima el relevo del nuevo calendario, me recorre por dentro algo así como un escalofrío. Siento nostalgia de los días y los meses que se fueron para siempre y que no tendrán ya vuelta atrás. Volverán nuevas auroras y atardeceres, pero los que ya pasaron, no regresarán jamás, perdidos quedarán para siempre. Podré abrir otros surcos, pero aquellos que por pereza no roturé, en barbecho quedaron. No es ya solo la añoranza del tiempo desaprovechado, es también la incertidumbre del futuro preñado de esperanzas y de miedos, lo que me desasosiega. Siempre me he sentido fascinado por los misterios del tiempo en los que de alguna manera anda enredado nuestro proceloso existir, seguramente por ello, yo me tomo muy en serio todo lo relacionado con el tiempo, de modo que cuando llegan las fechas de final y comienzo de Año me gusta hacer balance, quedarme a solas y reflexionar sobre las deudas que tengo que saldar conmigo mismo.
Se
trata de una terapia que desde tiempos inmemoriales vienen recomendado filósofos
y maestros de todas las culturas, aunque hoy lo que se lleva es disfrutar del
momento presente y dejarse de más historias. El pretérito pasado queda, es agua
que ya no mueve molinos y el futuro es algo que todavía no ha llagado y puede que
nunca llegue para mí; por tanto lo mejor es vivir despreocupados y
desentendernos tanto del pasado como del futuro. Sutil falacia, sin duda, como
lo era aquella argucia ideada por Epicuro para demostrar que la muerte no nos
afecta para nada, ya que mientras estemos vivos ella no estará y cuando ella
esté, nosotros ya nos habremos ido. La gente podrá pensar lo que quiera, pero
el pasado está ahí, es la obra que vamos dejando hecha, en cierta manera es el que
nos define lo que somos y el mañana es un
presente en forma proyecto que ya hemos comenzado a preparar y darle forma. Diríamos que la distinción de pasado, presente
y futuro está impregnada de subjetividad. A eso parece conducirnos la teoría de la relatividad, según la cual, lo que
para mí es presente es pasado para otro observador y habrá alguien para quien
todavía no haya sucedido; todo dependería de las velocidades con las que cada
observador se mueva. Como sucede en los coches conviene que nos sirvamos de
un retrovisor para saber lo que tenemos
detrás, igual que necesitamos la
luna delantera para prevenir lo que nos espera.
El
tiempo, sin duda es algo más que “el presentismo” al que nuestra cultura
posmoderna pretende reducirlo. No reparamos en que el instante actual, lejos de
ser algo estático, se resuelve en puro
dinamismo fugaz que, desde el momento que comienza a ser, ya es ido; por consiguiente refractario a la razón estática y paralizante, de aquí,
que en opinión común entre los filósofos, el presente no viene a ser otra cosa más que la suma de lo
inmediatamente anterior y lo posterior. En
su trascendental obra “Ser y tiempo” el famoso
filósofo alemán Heidegger no pudo ser más explicito: La temporalidad, nos
viene a decir, es una unidad en la cual
el pasado, el presente y el futuro no son momentos diferentes, sino que se
encuentran como determinaciones esencialmente entrelazados. Así de fugitivo es el tiempo
que no se deja atrapar por nada ni por nadie,
mucho más en la época que nos ha tocado
vivir caracterizada por la velocidad y
por las prisas. Todo trascurre raudo y veloz como un relámpago. Pasan las horas,
pasan los días, pasan los meses, pasan los años y cuando nos hemos hecho
mayores, echamos la vista atrás y nos vemos jugando en la calle a las canicas
con los amigos de la infancia; de esto han pasado sesenta, setenta años y nos
parce que fue ayer . Que razón tenían los cásicos al decir: “Tempus fugit, tempus inexorabile volat”, aunque
nosotros no seamos plenamente conscientes
de esta realidad
Cuando
en estos días nos dispongamos a actualizar nuestras agendas, nos encontraremos con que muchos de nuestros contactos ya no
están con nosotros y con enorme tristeza nos vemos obligados a descatalogarlos. Ya no podremos quedar con
ellos para darnos un abrazo, ni volver a tomar un café juntos, ni comunicarnos
con ellos podremos a través del teléfono
o el correo, ni hacernos presentes a
través del whatsapp, ese tiempo ya pasó
y tal vez nos lamentemos de que en su momento no les dedicáramos alguna de las
muchas horas desperdiciadas o no les reserváramos una centésima parte de
nuestro tiempo malgastado.
La cultura del ocio tan en boga hoy día, está
dando lugar a malos entendidos. Una cosa
es hacer lo que se quiere hacer, sin imposiciones de ninguna clase y otra muy
distinta es instalarse en la modorra y dedicarse a no hacer nada. Hay personas
cuya máxima aspiración es jubilarse para estar ociosos e ir dejando
pasar el tiempo sin pena ni gloria, sumidos en un insoportable aburrimiento,
ajenos a que están dilapidando el más preciado tesoro que un ser humano pueda
poseer. Siempre que tengo ocasión, saco a colación lo bueno que sería que la administración
se tomara en serio, educar a los trabajadores para cuando llegue el momento de
la jubilación se sintieran útiles e igualmente resultaría recomendable enseñar
a envejecer a las personas mayores. Es de todo punto necesario ayudar a unos y
a otros a tomar conciencia de que el tiempo es mucho más valioso que el oro
fino, su valor es tan elevado que no hay dinero en el mundo para alargar ni siquiera
un minuto la vida que haya tocado a su fin. Bien podemos decir que cuando se
acaba el tiempo todo lo demás nos sobra, por eso la práctica de “matar el
tiempo” a mi me parece una transgresión
desnaturalizada, merecedora de estar incluida en la lista de los pecados
capitales junto con la envidia o la
pereza.
Una
vez que llegamos a la conclusión de que
el tiempo es un elemento indispensable en nuestra vida y que sin él, todo lo demás sobra, es cuando estamos en disposición de entender a
aquellos hombres y mujeres, cuya aspiración máxima fue disponer del tiempo
suficiente para rematar su obra. Qué no hubiera dado Mozart por un mes más de vida para acabar su “Requiem”
o
Gaudí para dejar totalmente delineado su proyecto de la Sagrada Familia. Esta pasión por el tiempo fue la que mantuvo
en vilo al prodigioso novelista, Nikos Kazantzakis, un avaro del tiempo, quien siendo ya mayor se debatía en la angustia de pensar que su
final podía llegar antes de rematar su obra y se expresaba de esta manera: "El Tiempo ha llegado a ser para mi el bien supremo. Cuando veo a los hombres pasearse, vagar o malgastar el tiempo en discusiones vanas, me dan deseos de ira una esquina a tender la mano como un mendigo: Dadme una limosna, buenas personas, dadme un poco de tiempo que perdéis, una hora , dos horas, lo que podáis." Avaro del tiempo fue también Gregorio Marañón
a quien le gustaba llamarse “trapero del tiempo” aconsejando encarecidamente a
los demás, que lo fueran también, para que ni un minuto siquiera fuera a parar a
esa gigantesca montaña de tiempo desperdiciado por los humanos, El doctor Marañón estaba
convencido de que era de todo punto necesario
aprender a estirar cada hora del día y ser cuidadosamente celosos para no dejar escapar
ningún girón de nuestro tiempo. “El día no tiene horas tiene minutos, decía. “Es
preciso aprovechar las piltrafas del tiempo, con las cuales se pueden llenar
mil necesidades”. Acertadísimo y oportuno es el consejo de este eminente
doctor, porque en ello está la clave para lograr una vida plenamente satisfecha,
de modo que al final, cuando todo haya
pasado y a la espera de que baje el telón, cada cual pueda decir con Paul
Claudel: “ ¡Acabé mi jornada! He
sembrado el trigo y lo he recogido y de este pan que he hecho han comulgado mis
hijos o mis amigos. Ahora he acabado. ¡ Vivo en el quicio de la muerte y una
alegría inexplicable me embriaga!”