2024-01-05

209.- El valor del tiempo.


 Cuando se aproxima el relevo del nuevo calendario, me recorre por dentro algo así como un escalofrío. Siento nostalgia de los días y los meses que se fueron para siempre y que no tendrán ya vuelta atrás. Volverán nuevas auroras y atardeceres, pero los que ya pasaron, no regresarán jamás, perdidos quedarán para siempre. Podré abrir otros surcos, pero aquellos que por pereza no roturé, en barbecho quedaron. No es ya solo la añoranza del tiempo desaprovechado, es también la incertidumbre del futuro preñado de esperanzas y de miedos, lo que me desasosiega. Siempre me he sentido fascinado por los misterios del tiempo en los que de alguna manera anda enredado nuestro proceloso existir, seguramente por ello, yo me tomo muy en serio todo lo relacionado con el tiempo, de modo que cuando llegan las fechas de final y comienzo de Año me gusta hacer balance, quedarme a solas y reflexionar sobre las deudas que tengo que saldar conmigo mismo.

Se trata de una terapia que desde tiempos inmemoriales vienen recomendado filósofos y maestros de todas las culturas, aunque hoy lo que se lleva es disfrutar del momento presente y dejarse de más historias. El pretérito pasado queda, es agua que ya no mueve molinos y el futuro es algo que todavía no ha llagado y puede que nunca llegue para mí; por tanto lo mejor es vivir despreocupados y desentendernos tanto del pasado como del futuro. Sutil falacia, sin duda, como lo era aquella argucia ideada por Epicuro para demostrar que la muerte no nos afecta para nada, ya que mientras estemos vivos ella no estará y cuando ella esté, nosotros ya nos habremos ido. La gente podrá pensar lo que quiera, pero el pasado está ahí, es la obra que vamos dejando hecha, en cierta manera es el que nos define lo que somos y el mañana  es un presente en forma proyecto que ya hemos comenzado a preparar y darle forma.  Diríamos que la distinción de pasado, presente y futuro está impregnada de subjetividad.  A eso parece conducirnos la teoría de la relatividad,  según  la cual, lo que para mí es presente es pasado para otro observador y habrá alguien para quien todavía no haya sucedido; todo dependería de las velocidades con las que cada observador se mueva. Como sucede en los coches conviene que nos sirvamos de un retrovisor para saber lo que tenemos  detrás, igual que  necesitamos la luna delantera para prevenir lo que nos espera.

El tiempo, sin duda es algo más que “el presentismo” al que nuestra cultura posmoderna pretende reducirlo. No reparamos en que el instante actual, lejos de ser algo estático, se resuelve en  puro dinamismo fugaz que, desde el momento que comienza a ser, ya es ido; por  consiguiente refractario  a la razón estática y paralizante, de aquí, que en opinión común entre los filósofos, el presente  no viene a ser otra cosa más que la suma de lo inmediatamente anterior y  lo posterior. En su trascendental obra “Ser y  tiempo” el famoso filósofo alemán Heidegger no pudo ser más explicito: La temporalidad, nos  viene a decir, es una unidad en la cual el pasado, el presente y el futuro no son momentos diferentes, sino que se encuentran como determinaciones esencialmente entrelazados. Así de fugitivo es el tiempo que no se deja atrapar por  nada ni por nadie, mucho más en la época  que nos ha tocado vivir  caracterizada por la velocidad y por las prisas. Todo trascurre raudo y veloz como un relámpago. Pasan las horas, pasan los días, pasan los meses, pasan los años y cuando nos hemos hecho mayores, echamos la vista atrás y nos vemos jugando en la calle a las canicas con los amigos de la infancia; de esto han pasado sesenta, setenta años y nos parce que fue ayer . Que razón tenían los cásicos al decir: “Tempus  fugit, tempus inexorabile volat”, aunque nosotros no seamos  plenamente conscientes de esta realidad

Cuando en estos días nos dispongamos a actualizar nuestras agendas, nos encontraremos  con que muchos de nuestros contactos ya no están con nosotros y con enorme tristeza nos vemos obligados a  descatalogarlos. Ya no podremos quedar con ellos para darnos un abrazo, ni volver a tomar un café juntos, ni comunicarnos con ellos podremos a través del  teléfono  o el correo, ni hacernos presentes a través del whatsapp,  ese tiempo ya pasó y tal vez nos lamentemos de que en su  momento no les dedicáramos alguna de las muchas horas desperdiciadas o no les reserváramos una centésima parte de nuestro tiempo malgastado.

 La cultura del ocio tan en boga hoy día, está dando lugar a malos entendidos.  Una cosa es hacer lo que se quiere hacer, sin imposiciones de ninguna clase y otra muy distinta es instalarse en la modorra y dedicarse a no hacer nada. Hay personas cuya máxima aspiración   es jubilarse para estar ociosos e ir dejando pasar el tiempo sin pena ni gloria, sumidos en un insoportable aburrimiento, ajenos a que están dilapidando el más preciado tesoro que un ser humano pueda poseer. Siempre que tengo ocasión, saco a colación lo bueno que sería que la administración se tomara en serio, educar a los trabajadores para cuando llegue el momento de la jubilación se sintieran útiles e igualmente resultaría recomendable enseñar a envejecer a las personas mayores. Es de todo punto necesario ayudar a unos y a otros a tomar conciencia de que el tiempo es mucho más valioso que el oro fino, su valor es tan elevado que no hay dinero en el mundo para alargar ni siquiera un minuto la vida que haya tocado a su fin. Bien podemos decir que cuando se acaba el tiempo todo lo demás nos sobra, por eso la práctica de “matar el tiempo”  a mi me parece una transgresión desnaturalizada, merecedora de estar incluida en la lista de los pecados capitales junto con la  envidia o la pereza.

Una vez que llegamos a la conclusión  de que el tiempo es un elemento indispensable en nuestra vida y que  sin él, todo lo demás sobra,  es cuando estamos en disposición de entender a aquellos hombres y mujeres, cuya aspiración máxima fue disponer del tiempo suficiente para rematar su obra. Qué no hubiera dado  Mozart por un mes más de vida para acabar su “Requiem”  o  Gaudí para dejar totalmente delineado su proyecto de la Sagrada Familia.  Esta pasión por el tiempo fue la que mantuvo en vilo al prodigioso novelista, Nikos Kazantzakis,  un avaro del tiempo, quien siendo ya mayor  se debatía en la angustia de pensar que su final podía llegar antes de rematar su obra  y se expresaba de esta manera:   "El Tiempo ha llegado a ser para mi el bien supremo. Cuando veo a los hombres pasearse, vagar o malgastar el tiempo en discusiones vanas, me dan deseos  de ira una esquina a tender la mano como un mendigo: Dadme una limosna, buenas personas, dadme un poco de tiempo que perdéis, una hora , dos horas, lo que podáis."   Avaro del tiempo fue también Gregorio Marañón a quien le gustaba llamarse “trapero del tiempo” aconsejando encarecidamente a los demás,  que lo fueran también,  para que ni un minuto siquiera fuera a parar a esa gigantesca montaña  de tiempo  desperdiciado  por los humanos, El doctor Marañón estaba convencido de que era de todo punto necesario aprender a  estirar  cada hora del día y ser  cuidadosamente celosos para no dejar escapar ningún girón de nuestro tiempo. “El día no tiene horas tiene minutos, decía. “Es preciso aprovechar las piltrafas del tiempo, con las cuales se pueden llenar mil necesidades”. Acertadísimo  y oportuno es el consejo de este eminente doctor, porque en ello está la clave para lograr una vida plenamente satisfecha, de  modo que al final, cuando todo haya pasado y a la espera de que baje el telón, cada cual pueda decir con Paul Claudel:  “ ¡Acabé mi jornada! He sembrado el trigo y lo he recogido y de este pan que he hecho han comulgado mis hijos o mis amigos. Ahora he acabado. ¡ Vivo en el quicio de la muerte y una alegría inexplicable me embriaga!”         



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