Hace tiempo que vivimos inmersos en una crisis generalizada de humanismo, en que se han ido perdiendo todas las referencias. Hay crisis en la familia, en la escuela, en lo político, en los social; especialmente preocupante es la crisis moral y religiosa. Los cristianos tenemos que preguntarnos ¿por qué no hemos sido capaces de hacer presente a Dios en este mundo nuestro? ¿por qué muchos hermanos nuestros han tenido que buscar consuelo en falsas promesas de liberación lejos del buen Dios? ¿por qué la fe que decimos profesar está resultando ser tan ineficaz y estéril? Nuestra parte de responsabilidad tendremos ciertamente los que nos consideramos cristianos. No le faltaba razón a Martin Luther King cuando decía: “No me preocupa el grito de los violentos, de los corruptos, de los deshonestos, de los sin ética. Lo que más me preocupa es el silencio de los buenos.”
Naturalmente que la función
de la Iglesia es la de servir a los hombres, por tanto, los cristianos tenemos
un sagrado compromiso con la sociedad que nos ha tocado vivir, pero ello no
quiere decir que hemos de contemporizar con el espíritu del mundo. Las pretensiones habidas en los últimos tiempos, de adaptar
el cristianismo al pensamiento laicista, pueden acabar por desnaturalizar el
mensaje evangélico, haciendo que la palabra de Dios pierda su sentido genuino y
es que no es nada fácil compaginar la intemporalidad de la verdad revelada por
un Dios Inmutable, con una determinada cultura rebosante de relativismo,
inserta en la historicidad. En tono elogioso se dice de los cristianos de hoy
que somos contemporizadores, que hemos aprendido a convivir con los demás
haciendo de nuestra religión una cuestión privada; si esto fuera así, tal como
se dice, no dejaría de ser una desgracia. ¡Qué pena que el mensaje que nos
entregó Jesucristo para incendiar al mundo lo escondiéramos convirtiéndolo en
un secreto del corazón, que solo cada cual conoce! ¡Qué pena guardar para uno
sólo lo que fue dado para compartir! ¿Qué Biblia leen quienes niegan la dimensión pública de la fe?
Frente a la deshumanización rampante, no podemos
mostrarnos complacientes sino reaccionarios, poniendo nuestra mirada en
Jesucristo Resucitado, fundamento de una nueva humanidad. Decimos que nuestro mundo no está experimentando
el gozo de creer en Jesucristo y de ello hemos de responder quienes nos
consideramos cristianos acomodaticios, que nos hemos dejado contagiar por la
mundanidad, ese maldito virus que nos está impidiendo ser testigos de su amor y
de su paz. Caminamos entre angustias y tristezas, nuestros son los miedos y las
dudas, seguimos vacilantes, sin que estemos convencidos totalmente que solo en
Él está nuestra esperanza. Los cristinos vivimos y nos comportamos como el
resto de los mortales, por eso nuestro mensaje no ha calado hondo en la
sociedad, ni tampoco nuestro compromiso es valiente y decidido. ¿Acaso en
nuestras vidas, en nuestras actitudes, en nuestros rostros, pueden ver
reflejado los demás el gozo y la alegría de Cristo Resucitado?
Ser hoy testigos de Jesucristo comporta dos tipos
de exigencias, a tener en cuenta. En primer lugar, hay que tener presente que se
trata de un compromiso que compete a todos los bautizados por igual. Pasaron ya
aquellos tiempos en los que la evangelización era considerada como un
ministerio específico de los sacerdotes y personas consagradas. El apostolado ha dejado de ser una
vocación excepcional y ha pasado a ser un ministerio ajustado a todos los
bautizados comprometidos, dispuestos a trabajar para hacer de su mundo un lugar
de encuentro con Dios. Ya nadie duda que los laicos están llamados a
ejercer esta sagrada función y puede que sean ellos los que hayan de asumir un
papel preponderante. Los cristianos
laicos, hombres como los demás, que nos bañamos en el mismo mar tumultuoso,
atrapados por la agitación y las prisas, hemos de convertirnos en mensajeros dispuestos
a vivir en la intimidad de Dios, sin salirnos del mundo. No parece que al
laico cristiano le quede otra alternativa que no sea la de aceptar
valientemente el riesgo que conlleva el testimoniar a Cristo fuera de la
sacristía, en las mil formas posibles de cooperación humana, como pueden ser la
cultura y el arte, el trabajo o la política, bien sea en el seno de la sociedad
o de la familia. Las grandes cuestiones trascendentales, hoy olvidadas, rebasan
el ámbito de las sacristías, por eso hay que salir a la calle para hacer
presente a Dios en medio del gentío, por eso se piensa con razón que ha llegado
la hora de los laicos.
Los cristianos
de a pie, sembradores de esperanzas humanas, dispuestos a trabajar por una
sociedad más justa y más humana, abiertos al mundo y a la historia, no pueden
olvidar que su misión en el mundo ha de estar estrechamente unida a la de ser anunciadores
del Reino de Cristo. La festividad de la Ascensión, nos viene a recordar que es Él quien nos ha hecho depositarios de
su luz, con el encargo expreso de iluminar con ella la noche oscura de nuestro
tiempo. “Id por todo el mundo a predicar el evangelio” ésta es la interpelación
que se hace a todo bautizado que cree en su evangelio. ¿Qué otra cosa podría
significar el ser cristiano? En la identidad de ser cristiano va implícita la
condición de ser testigo, algo que solo puede ser posible a través de la
fidelidad y el compromiso y con ello estamos aludiendo a lo que consideramos la
segunda exigencia en el testimoniar cristiano de los tiempos presentes, que
puede quedar resumida con el término de “autenticidad”. Los hombres de hoy han
dejado de ser esas criaturas ingenuas, que creían inocentemente todo lo que se
les decía. Se han vuelto más críticos y se atienen no tanto a las razones cuanto
a los hechos, según el dicho popular: “Obras son amores y no buenas razones”,
lo que quiere decir que el testimonio de quienes hablan, comienza a ser creíble
cuando el ejemplo va por delante. Ya no es suficiente con una buena
argumentación, hay que testimoniar eso que se dice a través de una vida
coherente. Queda bien claro que una cosa es ser propagandista y otra bien
distinta es ser testigo. Es cuestión de autenticidad y si ésta no queda
reflejada, difícilmente podamos dar testimonio de nada. Bienvenidos sean los
doctos maestros de la teología, pero lo que hoy se necesitan son sobre todo santos
de cuerpo entero. Claramente lo hemos podido ver con ejemplos de personas a las
que todo el punto admira y respeta.
Cristo
Resucitado nos ha pedido que seamos sus testigos en un mundo descreído,
necesita que seamos lengua que ponga voz a sus enseñanzas, manos para esparcir
a los cuatro vientos las semillas de fe, pies para llevar la antorcha de su luz
a todos los rincones de la tierra, corazones para dar testimonio de amor a
manos llenas. Ser testigo de la fe que de Cristo hemos recibido es un mandato
que nos viene de lo alto, un reto y un compromiso que los cristianos hemos de
asumir gozosamente “Todo nuestro ser, dice Carlos Foucauld, debe
gritar el evangelio, … todos nuestros actos, toda nuestra vida, deben gritar
que nosotros somos de Jesús, deben presentar la imagen de la vida evangélica.
Todo nuestro ser debe ser una predicación, un reflejo de Jesús, un perfume de
Jesús, algo que grita a Jesús, que hace ver a Jesús, que brilla como la imagen de
Jesús.” Es Dios quien nos ha dado la fe
y una vez que la tenemos, no es para esconderla bajo el celemín, sino para
vivir de ella y mostrarla al mundo sin complejos y sin falsas acomodaciones.