La democracia es uno de los términos ambiguos, donde
los haya, que suele ser definida como un
“sistema político que defiende la soberanía del pueblo y el derecho de
los ciudadanos a elegir y controlar a sus gobernantes”, lo
cual es preferible, sin duda, a que el
gobernante venga impuesto por vía
hereditaria, sin otros merecimientos a tener en cuenta más que los puramente genético-biológicos, lo que
hoy se interpreta como reliquias del pasado capaces de suscitar sentimientos nostálgicos infantiloides. Aún con
todo, para emitir un juicio de valor ajustado sobre la democracia hay que
precisar de que tipo de democracia estamos hablando. Porque no es lo mismo una
democracia respetuosa con los principios fundamentales, que una democracia que
se salta todo a la torera y se instala en un relativismo omnímodo. Si hablamos
de la primera, es decir de la democracia bajo tutela moral, no es extraño que
tanto autores paganos como Aristóteles o cristianos como Sto. Tomás, le concedan legitimidad en paridad
con otras formas de gobierno, sin que pueda decirse cual de todas ellas es la
mejor, juicio sobre el que sobreabunda Juan XXIII en su encíclica “ Pacem in
Terris” expresándose en los siguientes
términos: “No puede establecerse una norma
universal sobre cuál sea la forma mejor de gobierno, ni sobre los
sistemas más adecuados para el ejercicio de las funciones
públicas”. Desde el primitivo cristianismo la Iglesia Católica, no solo se
mostró tolerante con este tipo de democracia aplicada a la política, sino
que se sirvió de ella en asuntos de
gobernabilidad interna. Recuérdese que la designación de muchos de sus jerarcas
se produjo por aclamación popular, como fue el caso de Ambrosio, obispo de
Milán, de Agustín, obispo de Hipona y tantos otros, sin contar el reconocimiento
de los “santos súbitos” proclamados por el pueblo o el gran predicamento que
siempre tuvo dentro de la Iglesia el “sensus fidelium”.
Otra cosa bien distinta sucede con la democracia que
no reconoce un orden superior ni acepta la existencia de la ley natural, ni
valores morales absolutos que estén por
encima de la voluntad parlamentaria, entonces como no podía ser por menos el
juicio valorativo de la Iglesia es otro
bien distinto por lo que, a tal respecto y con toda razón, el teólogo José Mª Iraburu se ve obligado a decir que : “Hoy la Iglesia no
prefiere ciertamente una democracia liberal, agnóstica y relativista,
sustentada por una pluralidad de partidos alternantes, a cualquier otro régimen
de gobierno que se fundamente mejor en Dios, en el orden natural
y en las tradiciones propias de cada pueblo. Y hay que reconocer
que hoy la gran mayoría de las democracias en Occidente son
liberales, agnósticas y relativistas” (Católicos y política –VI. Doctrina
de la Iglesia. En Info-Católica 26.08.10). No
solo la Iglesia, el mismo Aristóteles y no digamos Platón, condicionan la
acción política a las virtudes éticas. Lo cual quiere decir que no es
suficiente una base exclusivamente legal para justificar una democracia, ya que
puede darse el caso de que las leyes parlamentarias divorciadas de la ética
sean inicuas, injustas y tan caprichosas que conducen irremisiblemente al más abyecto
totalitarismo, que es exactamente donde ahora nos encontramos, con lo cual
naturalmente un cristino no puede encontrarse satisfecho y menos hacer el caldo
gordo a un sistema así. Que hoy se está practicando en España algo muy parecido
al terrorismo de estado, lo atestigua la ley de Memoria Democrática y otras
canalladas inimaginables. como la perpetrada en el Valle de los Caídos, que no ha hecho más que comenzar.
Desgraciadamente nos hemos
ido acostumbrando al relativismo político y hemos acabado dando por buenas a
las democracias liberales masónicas, que tiene como único criterio de
discernimiento la aritmética parlamentaria, pero no es así como piensa la
Iglesia, depositaria de una tradición secular, que no ha dejado de advertirnos
incluso en los tiempos actuales que en todos los regímenes políticos puede
haber perversión y que existe un tipo de democracia que no puede ser asumida
desde la perspectiva cristiana, ni tampoco desde la perspectiva de un humanismo
enraizado en la propia naturaleza humana. Una democracia que se cree fin en sí
misma, que pospone la defensa de la dignidad de la persona, que legitima el
pluralismo en clave de relativismo moral, una democracia para la que no hay
verdades absolutas, sino solo opiniones, que se niega a admitir que existen principios
innegociables que están por encima de la voluntad popular, no es una democracia
recomendable. “Después de la caída del marxismo, dice Juan Pablo II
en su encíclica “Veritatis splendor”, existe hoy un riesgo no menos
grave: la alianza entre democracia y relativismo ético que quita a
la convivencia cualquier referencia moral segura”. Un sistema
político que se olvida de la moralidad y actúa de espaldas a la dignidad de la
persona, o no tiene en cuenta las exigencias del bien común, no merece ser tomado en consideración. No es suficiente
con que se cumplan las formalidades legales exigibles de legitimidad, es
necesario que se respeten las exigencias del orden moral. Así, en el catecismo
se puede leer: “la autoridad solo se ejerce legítimamente si busca el bien
común del grupo en cuestión y si para alcanzarlo emplea medios
moralmente lícitos”.
En este orden de cosas, especialmente sugerente se nos muestra Benedicto
XVI, en uno de sus muchos brillantes artículos, cuando todavía era el cardenal
Ratzinger. Rememoramos sus palabras: “La
sensación de que la democracia no es la forma correcta de libertad es bastante
común y se propaga cada vez más… ¿En qué medida son libres las elecciones? ¿En
qué medida son manipulados los resultados por la propaganda, es decir, por el
capital, por un pequeño número de individuos que domina la opinión pública? ¿No
existe una nueva oligarquía, que determina lo que es moderno y progresista, lo
que un hombre ilustrado debe pensar?...¿Quién podría dudar del
poder de ciertos intereses especiales, cuyas manos sucias están a la vista cada
vez con mayor frecuencia? Y en general, ¿es realmente el sistema de mayoría y
minoría realmente un sistema de libertad? ¿Y no son los grupos de intereses de todo
tipo manifiestamente más fuertes que el parlamento, órgano esencial de la
representación política? En este enmarañado juego de poderes surge el problema
de la ingobernabilidad en forma aún más amenazadora: el predominio de la
voluntad de ciertos individuos sobre otros obstaculiza la libertad de la
totalidad” (“Verdad y Libertad”. Arvo.net. Filosofía).
Palabras aún más duras del Cardenal Ratzinger, las encontramos escritas en
“Una mirada a Europa”. (Ediciones Rialp .1993), donde se dice: “Un
Estado agnóstico en relación con Dios, que establece el derecho sólo a partir de
la mayoría, tiende a reducirse desde su interior a una asociación delictiva...
donde Dios resulta excluido, rige el principio de las
organizaciones criminales, ya sea de forma descarnada o atenuada.
Esto comienza a hacerse visible allí donde el asesinato de seres
humanos inocentes –los no nacidos– se cubre con la apariencia del derecho, porque
éste tiene tras de sí la cobertura del interés de una mayoría”.
No hace falta ser un lince para ver
que dentro de la democracia, que pasa por ser un sistema de libertades, pueden
ocultarse formas sutiles de opresión y discriminación que es preciso denunciar.
Es tanta la fuerza y el poder del Estado democrático hoy día y tan poco
operativos los medios de control, que resulta difícil no caer en excesos y
arbitrariedades. Políticos, periodistas y poderes fácticos a la sombra, están
contribuyendo a que las garantías y libertades reales de las personas sean más
aparentes que reales. Sin duda alguna preocupa y mucho que la democracia sea
utilizada con fines partidistas y se convierta en una máquina de clientelismo
político. La dictadura de las mayorías se esta dejando sentir sobre las
minorías, que cuando menos merecen un respeto que no se les dispensa. Muchos
cristianos se sienten lacerados en sus sentimientos religiosos al ver cómo se
hace mofa de su religión o se justifican manifestaciones impías y espectáculos
blasfemos, mientras a ellos no se les permite rezar públicamente en la
calle. Muchos cristianos se sienten
perseguidos, aunque de forma enmascarada. “La cristofobia” y el “odium Dei” siguen
presentes como en otros tiempos de triste recuerdo y lo más grave de todo es
que aquí nadie se da por aludido, todo el mundo guarda silencio, solamente
interrumpido por el grito de “viva la democracia que nos hemos dado” que al
unísono propalan pseudointelectuales, periodistas, políticos y grupos de
influencia haciéndonos comulgar con ruedas de molino.
En medio de este maremagnum nada tiene de extraño que haya
cristianos que se muestren desorientados y se vean atrapados en una tela de
araña que, cuando menos, dificulta una visión trascendente de la realidad. Se
está necesitando que la Iglesia hable y ponga fin a un largo periodo de sequía
de documentos eclesiales, destinados a orientar políticamente a los los fieles,
o cuando menos les den a conocer el magisterio de la Iglesia a través de
“sylabus” de Pio IX y León XIII y
recuerden de vez en cuando a todos los
católicos que la condena eclesial del liberalismo masónico, emparentado con la
democracia relativista, sigue aún vigente. Ha llegado la hora de mojarse y
comenzar a llamar a las cosas por su nombre. Ruego a Dios para no llegar a la
situación de tener que decir que el origen de nuestra degeneración política no
fue solo obra de los malvados. sino también de quienes tenían la obligación de
hablar y no lo hicieron.