2022-10-10

189.-El fenómeno religioso en los tiempos que corren.

 


Partimos de dos supuestos que damos por ciertos. Uno es que la religiosidad es uno de los componentes esenciales del hombre y el otro es que las aspiraciones religiosas hay que vivirlas desde la temporalidad, en dependencia de la situación cultural de la época que nos está tocando vivir. Ello quiere decir que las formas de vivir el cristianismo en los primeros tiempos, en la Edad Media, en la modernidad o en la posmodernidad, no son equiparables, ni pueden serlo por mucho que el mensaje del mismo trascienda las aspiraciones de este mundo.

Esto nos conduce a un estado de tensión permanente, que obliga a constantes adaptaciones y cambios. Los posicionamientos nunca son definitivos, no existe una y única forma de vivir la religión, sino que cada época histórica ha tenido su forma peculiar de expresarse religiosamente y la época que nos ha tocado vivir no podía ser una excepción. Hay quien considera que la religión, sometida a un proceso de cambio no deja de ser un drama, en cambio otros aciertan a ver en este mismo proceso una forma de depuración, que nos permite ir acercándonos cada vez más a la plenitud del misterio religioso que, aunque nunca quedará desvelado del todo, es muy cierto que vamos aproximándonos cada vez más a él. Es evidente, sin la menor sombra de duda, que  el  trabajo de teólogos y exegetas y el magisterio de la Iglesia, a medida que pasa el tiempo, nos ofrecen hoy una visión más auténtica y madura del cristianismo de lo que fue en tiempos pasados, porque se cuenta con más elementos de juicio y se dispone de una perspectiva más amplia  y si esto es así estamos obligados por pura coherencia a ir ajustando nuestros comportamientos y actitudes a la exigencias de los tiempos.

La constante renovación del vivir religioso obliga a estar en tensión permanente y mantenernos en disposición de apertura para ir reinterpretando los valores religiosos en consonancia evangélica cada vez mayor. Damos por sentado que las formas de lo sagrado, los sistemas de interpretación, los esquemas y fórmulas en que intentamos aprisionarlos nunca son perfectos. Las expresiones culturales, se van desgastando y tienen su tiempo de caducidad, puede suceder que lo que tuvo su significado para una generación no lo tenga ya para otra. Empeñarse en seguir aferrados al mismo sistema de signos y representaciones, anclados en el pasado, puede traer en algunos casos ambigüedades y equívocos. Nuestra capacidad de significación es limitada y nunca agota la riqueza que se encierra en el absoluto religioso. Es la propia fidelidad a la autenticidad religiosa la que obliga al creyente a mantenerse abiertos a los cambios, pues una cosa es la formulación conceptual y otra la realidad que se esconde detrás de ella, una cosa es la sustancialidad de la fe y otra cosa es traducirla a las exigencias de la vida real, pues por mucho que el cristiano viva de la fe que trasciende al mundo no deja de ser un sujeto con los pies en el suelo, que tiene que desenvolverse en un mundo  concreto  con unas exigencias, unos riesgos y unos compromisos muy específicos, según las necesidades del momento. En todos los tiempos la religión ha estado condenada a entenderse y entrar en diálogo con la cultura y esto, en los tiempos que corren plagados de prejuicios, resulta especialmente difícil.

Nadie pone en duda de que atravesamos una profunda crisis religiosa y que las cosas se están poniendo cada vez peor; caminamos hacia un occidente descristianizado y ello debiera hacernos pensar. Con la religión está pasando algo parecido que con la moral y lo mismo que nos hemos fabricado una ética sin preceptos nos hemos fabricado también una religión sin Dios, donde lo bueno, lo santo y lo sagrado, ha quedado devaluado. El fenómeno religioso de la posmodernidad es muy complejo y para desentrañarle conviene comenzar distinguiendo entre religión y religiosidad.  Muchos hombres y mujeres se han  desentendido  de la religión institucionalizada, pero sigue viva  en ellos la religiosidad. Mientras las grandes religiones monoteístas pierden adeptos, irrumpen movimientos y sectas que son la expresión de una religiosidad salvaje. El consumismo religioso al que estamos asistiendo es variopinto y se ajusta a las ofertas del mercado consumista al uso. Las listas de pseudoreligiones aparecidas en los últimos tiempos son innumerables. Se puede hablar de Testigos de Jehova, Mormones, Meditación Trascendental, La Iglesia Moo, La Iglesia del Palmar de Troya, Iglesia Gnóstica, Harry Christmas, Adventistas, Septimo día,  Satanismos, etc. etc., hasta  el fútbol  es para algunos sociólogos una especie de religión, con sus rituales, ídolos, parafernalia y celebraciones dominicales y  gracias a él se mantiene viva la ilusión de muchas vidas, que viven por él y para él  y les ayuda a ir  soportando las penas  y trabajos de cada día.  En una palabra, se está dejando de creer en Dios pero se creen toda clase de fetichismos, brujos y adivinos, haciendo buenas las palabras de Chesterton cuando decía “Desde que los hombres han dejado de creer en Dios, no es que no crean en nada. Ahora creen en todo”. Lo que hoy está pasando es muy fácil de resumir; al tiempo que se está dejando de creer en la religión, avalada por siglos de tradición y trasmitida de padres a hijos, emergen por aquí y por allá movimientos religiosos esotéricos de toda índole, que ponen de manifiesto que el hombre no puede vivir sin religión, porque esencialmente es un sujeto religado, en definitiva, un “homo religiosus”.

Este fenómeno aparentemente contradictorio que estamos viviendo, no puede sino interpelarnos a los cristianos, que debiéramos comenzar a preguntarnos ¿Por qué la gente ha dejado de creer en Jesucristo? Por supuesto que no ha sido porque la religión que él fundara carezca de atractivos, objetivamente hablando. Entonces ¿cuáles son los motivos de la creciente descristianización? Seguramente  que nuestro cristianismo no ha sido lo suficientemente auténtico como para mover y convencer  a  quienes tenían los ojos puestos en nosotros, seguramente no hemos sabido estar a la altura de la circunstancias, prestando ayuda  a los más necesitados, dejando que se pudrieran en su desesperación,  seguramente que  no hemos sido lo suficientemente acogedores y sin darnos cuenta, hemos contribuido  a que se salieran los que estaban  dentro  de la Iglesia  y  a los que  estaban llamando  a sus puertas no  se les ha escuchado. Nos hemos desentendido de muchas familias, matrimonios jóvenes y marginados, dejándoles solos en su tragedia y al verse acorralados entre la espada y la pared, han optado por relacionarse directamente con Dios.Tenemos que ser conscientes de que la cultura actual de nuestro mundo nos ha traído situaciones nuevas, que es necesario afrontar y a las que hay que dar algún tipo de respuesta y ojalá que esta no llegue demasiado tarde. En definitiva, vivimos tiempos exigentes en los que se hace necesario que los pastores estén cerca a su rebaño o como a Francisco le gusta decir, andamos necesitados de “pastores con olor a oveja”.

La religión, si verdaderamente merece ese nombre, ha de ser capaz de ofrecer al mundo moderno ese suplemento de alma que, como decía Bergson, permita salir del ciénago de la confusión, como ya sucediera en otras épocas históricas. No nos va a servir una religiosidad salvaje, pero tampoco  una rutinaria carente de savia, sino una religiosidad responsable y comprometida con el evangelio, que irrumpa con fuerza en la vida de los hombres de nuestro tiempo. Una religión que, con palabras de León Felipe: “Sepa ser en la vida romero/… romero, que cruza por caminos nuevos/ … para que nunca recemos como el sacristán los rezos”. Una religión, diría yo, siempre fiel a sí misma, pero en tensión constante, sin triunfalismos, como la de quien se levanta cada mañana pensando que no todo está  hecho, ni mucho menos, sino que hay que renovarse por dentro cada día que pasa.



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