Partimos de dos supuestos que damos por ciertos. Uno es que la religiosidad es uno de los componentes esenciales del hombre y el otro es que las aspiraciones religiosas hay que vivirlas desde la temporalidad, en dependencia de la situación cultural de la época que nos está tocando vivir. Ello quiere decir que las formas de vivir el cristianismo en los primeros tiempos, en la Edad Media, en la modernidad o en la posmodernidad, no son equiparables, ni pueden serlo por mucho que el mensaje del mismo trascienda las aspiraciones de este mundo.
Esto nos conduce a un estado de tensión permanente, que
obliga a constantes adaptaciones y cambios. Los posicionamientos nunca son
definitivos, no existe una y única forma de vivir la religión, sino que cada
época histórica ha tenido su forma peculiar de expresarse religiosamente y la
época que nos ha tocado vivir no podía ser una excepción. Hay quien considera
que la religión, sometida a un proceso de cambio no deja de ser un drama, en
cambio otros aciertan a ver en este mismo proceso una forma de depuración, que
nos permite ir acercándonos cada vez más a la plenitud del misterio religioso
que, aunque nunca quedará desvelado del todo, es muy cierto que vamos
aproximándonos cada vez más a él. Es evidente, sin la menor sombra de duda,
que el
trabajo de teólogos y exegetas y el magisterio de la Iglesia, a medida
que pasa el tiempo, nos ofrecen hoy una visión más auténtica y madura del
cristianismo de lo que fue en tiempos pasados, porque se cuenta con más
elementos de juicio y se dispone de una perspectiva más amplia y si esto es así estamos obligados por pura
coherencia a ir ajustando nuestros comportamientos y actitudes a la exigencias
de los tiempos.
La constante renovación del vivir religioso obliga a estar
en tensión permanente y mantenernos en disposición de apertura para ir
reinterpretando los valores religiosos en consonancia evangélica cada vez
mayor. Damos por sentado que las formas de lo sagrado, los sistemas de
interpretación, los esquemas y fórmulas en que intentamos aprisionarlos nunca
son perfectos. Las expresiones culturales, se van desgastando y tienen su
tiempo de caducidad, puede suceder que lo que tuvo su significado para una
generación no lo tenga ya para otra. Empeñarse en seguir aferrados al mismo
sistema de signos y representaciones, anclados en el pasado, puede traer en
algunos casos ambigüedades y equívocos. Nuestra capacidad de significación es
limitada y nunca agota la riqueza que se encierra en el absoluto religioso. Es
la propia fidelidad a la autenticidad religiosa la que obliga al creyente a
mantenerse abiertos a los cambios, pues una cosa es la formulación conceptual y
otra la realidad que se esconde detrás de ella, una cosa es la sustancialidad
de la fe y otra cosa es traducirla a las exigencias de la vida real, pues por
mucho que el cristiano viva de la fe que trasciende al mundo no deja de ser un
sujeto con los pies en el suelo, que tiene que desenvolverse en un mundo concreto
con unas exigencias, unos riesgos y unos compromisos muy específicos,
según las necesidades del momento. En todos los tiempos la religión ha estado
condenada a entenderse y entrar en diálogo con la cultura y esto, en los
tiempos que corren plagados de prejuicios, resulta especialmente difícil.
Nadie pone en duda de que atravesamos una profunda crisis
religiosa y que las cosas se están poniendo cada vez peor; caminamos hacia un
occidente descristianizado y ello debiera hacernos pensar. Con la religión está
pasando algo parecido que con la moral y lo mismo que nos hemos fabricado una
ética sin preceptos nos hemos fabricado también una religión sin Dios, donde lo
bueno, lo santo y lo sagrado, ha quedado devaluado. El fenómeno religioso de la
posmodernidad es muy complejo y para desentrañarle conviene comenzar distinguiendo
entre religión y religiosidad. Muchos
hombres y mujeres se han
desentendido de la religión
institucionalizada, pero sigue viva en
ellos la religiosidad. Mientras las grandes religiones monoteístas pierden
adeptos, irrumpen movimientos y sectas que son la expresión de una religiosidad
salvaje. El consumismo religioso al que estamos asistiendo es variopinto y se
ajusta a las ofertas del mercado consumista al uso. Las listas de
pseudoreligiones aparecidas en los últimos tiempos son innumerables. Se puede
hablar de Testigos de Jehova, Mormones, Meditación Trascendental, La Iglesia
Moo, La Iglesia del Palmar de Troya, Iglesia Gnóstica, Harry Christmas,
Adventistas, Septimo día, Satanismos,
etc. etc., hasta el fútbol es para algunos sociólogos una especie de
religión, con sus rituales, ídolos, parafernalia y celebraciones dominicales
y gracias a él se mantiene viva la
ilusión de muchas vidas, que viven por él y para él y les ayuda a ir soportando las penas y trabajos de cada día. En una palabra, se está dejando de creer en
Dios pero se creen toda clase de fetichismos, brujos y adivinos, haciendo
buenas las palabras de Chesterton cuando decía “Desde que los hombres han
dejado de creer en Dios, no es que no crean en nada. Ahora creen en todo”. Lo que
hoy está pasando es muy fácil de resumir; al tiempo que se está dejando de
creer en la religión, avalada por siglos de tradición y trasmitida de padres a
hijos, emergen por aquí y por allá movimientos religiosos esotéricos de toda
índole, que ponen de manifiesto que el hombre no puede vivir sin religión,
porque esencialmente es un sujeto religado, en definitiva, un “homo
religiosus”.
Este fenómeno aparentemente contradictorio que estamos
viviendo, no puede sino interpelarnos a los cristianos, que debiéramos comenzar
a preguntarnos ¿Por qué la gente ha dejado de creer en Jesucristo? Por supuesto
que no ha sido porque la religión que él fundara carezca de atractivos,
objetivamente hablando. Entonces ¿cuáles son los motivos de la creciente
descristianización? Seguramente que
nuestro cristianismo no ha sido lo suficientemente auténtico como para mover y
convencer a quienes tenían los ojos puestos en nosotros,
seguramente no hemos sabido estar a la altura de la circunstancias, prestando
ayuda a los más necesitados, dejando que
se pudrieran en su desesperación,
seguramente que no hemos sido lo
suficientemente acogedores y sin darnos cuenta, hemos contribuido a que se salieran los que estaban dentro
de la Iglesia y a los que
estaban llamando a sus puertas
no se les ha escuchado. Nos hemos
desentendido de muchas familias, matrimonios jóvenes y marginados, dejándoles
solos en su tragedia y al verse acorralados entre la espada y la pared, han
optado por relacionarse directamente con Dios.Tenemos que ser conscientes de
que la cultura actual de nuestro mundo nos ha traído situaciones nuevas, que es
necesario afrontar y a las que hay que dar algún tipo de respuesta y ojalá que
esta no llegue demasiado tarde. En definitiva, vivimos tiempos exigentes en los
que se hace necesario que los pastores estén cerca a su rebaño o como a
Francisco le gusta decir, andamos necesitados de “pastores con olor a oveja”.
La religión, si verdaderamente merece ese nombre, ha de ser
capaz de ofrecer al mundo moderno ese suplemento de alma que, como decía
Bergson, permita salir del ciénago de la confusión, como ya sucediera en otras
épocas históricas. No nos va a servir una religiosidad salvaje, pero
tampoco una rutinaria carente de savia,
sino una religiosidad responsable y comprometida con el evangelio, que irrumpa
con fuerza en la vida de los hombres de nuestro tiempo. Una religión que, con
palabras de León Felipe: “Sepa ser en la vida romero/… romero, que cruza por
caminos nuevos/ … para que nunca recemos como el sacristán los rezos”. Una
religión, diría yo, siempre fiel a sí misma, pero en tensión constante, sin
triunfalismos, como la de quien se levanta cada mañana pensando que no todo
está hecho, ni mucho menos, sino que hay
que renovarse por dentro cada día que pasa.