Estamos ante un misterio entrañable y sobrecogedor. Habiendo llegado la hora de partir, Jesús encuentra la forma de permanecer con los suyos por siempre y para siempre. “Me voy al Padre, pero yo siempre estaré a vuestro lado y nunca os dejaré solos”. No son palabras retóricas, son la expresión exacta de un hecho real, que se traduce en la presencia física de Jesús de Nazaret, repartida a través de todos los sagrarios del mundo, que vienen a ser como pequeños oasis de paz, donde Él nos espera pacientemente para confortarnos y lavar las heridas que a cada paso nos va dejando la vida. Yo no conozco mejor terapia para los corazones quebrantados y abatidos que descansar un tiempo, relajados y sin prisas, junto a Jesús Sacramentado.
Hay
que ir al sagrario reposadamente y tratar de encontrar allí el silencio de
Dios. Si alguien sabía perfectamente que
tendríamos necesidad de ser reconfortados y consolados era precisamente Él, que
vivió nuestras mismas experiencias y participó de la misma complicada aventura
que es vivir la humana existencia, pero no fue solamente esto; la naturaleza
humana de Cristo participó de nuestros mismos sentimientos y lógicamente era
muy sensible a una despedida tan drástica. El había cogido un gusto sobrehumano
a nuestra tierra y a vivir entre los hijos de los hombres. Habíamos llegado a
ser sus amigos del alma y le costaba mucho desprenderse de lo que tanto quería.
Las obras de Dios son perfectas y siempre tienen continuidad en el espacio y en
el tiempo; quiso ser amigo para siempre permaneciendo para seguir disfrutando
de nuestra compañía, aún a sabiendas de que le íbamos a abandonar y dejar en el
olvido. Desgraciadamente ésta es una de las tristes características de nuestra
sociedad, juntamente con el olvido de Dios. Te has quedado en nuestra misma
casa y nosotros no queremos saber nada de ti.
La respuesta que los hombres estamos dando a este misterio
de amor, aun siendo manifiestamente insatisfactoria, no empaña para nada su
grandeza. Una vez al año el pueblo
cristiano sale a la calle para celebrar la presencia real de Jesucristo Sacramentado,
pero el resto de los días lo tenemos olvidado. Nada tan triste como traspasar los umbrales de
las puertas de las iglesias, a cualquier hora del día y encontrarlas desiertas,
encontrarlas vacías. Ésta es la sangrante realidad de la que no somos lo suficientemente
conscientes, por ello permítaseme traer aquí y ahora, un emocionado recuerdo
del apóstol de los sagrarios abandonados, D. Manuel González, que fue obispo,
primero de Málaga y después de Palencia, recientemente canonizado, el 16 de octubre
de 2016, por el Papa Francisco. Este hombre campechano y sencillo, fue lo que
se dice un enamorado de Cristo Sacramentado, que ya desde pequeño acostumbró a
iluminar su fe con la tenue luz de la lamparilla del sagrario. Desde los 10
añitos era componente del grupo de los “seises” de la catedral de Sevilla, su
ciudad natal, que cantando y bailando acompañaban al Santísimo en la festividad
del Corpus Christi”. Destinado a un pueblecito como sacerdote, pudo constatar el
abandono en que yacía el sagrario y ello le marcaría para siempre dotando, a
partir de entonces, de un especial carisma su labor ministerial, que podíamos
resumir en dos palabras: abandono y compañía.
Tan cerca sentía a Cristo Eucarístico que no necesitaba de la fe para
creer en su presencia real.
D. Manuel nos enseñó que
el programa del sagrario, donde Jesús permanece con nosotros, puede ser un ideal de vida: Estar, acompañar a Cristo, es en cierta manera
ser de Cristo. Tener los ojos puestos en
el sagrario es tener la mirada puesta en ese punto rojo que nos trasporta al
misterio trinitario. El Jesús del evangelio es el mismo que el Jesús del
sagrario, clamaba D. Manuel. Los biógrafos han dicho de él: “que fue orante
evangélico ante la eucaristía y orante eucarístico ante el Evangelio”.
¡Que gozo interior sentiríamos por dentro si la fe viva en
Jesús Sacramentado invadiera y llenara nuestra alma!
“Corazón divino,
¡Qué dulzura dan
de tu sangre el vino
de tu Carne el Pan!
Éste es el consejo
que daba D. Manuel al catequista, si quiere educar en cristiano: “Llévelos
al sagrario, por todos los caminos que sepa y todas las veces que pueda, hasta
conseguir que el Jesús del sagrario se venga a vivir a su clase”.
El obispo de los sagrarios abandonados quiso, aun después de
muerto, seguir sirviendo a su “AMO”, que así es como le llamaba a Cristo
Sacramentado, por lo que dejo dispuesto que, en la Capilla del Santísimo de la
Catedral de Palencia, donde está instalado su sepulcro, pudieran leerse estas inspiradas
palabras. “Pido ser enterado junto a un Sagrario, para que mis huesos,
después de muerto,- como mi lengua y mi pluma en vida-, estén siempre diciendo
a los que pasen, ¡Ahí está Jesús! ¡Ahí
está!, ¡No lo dejéis abandonado!”