Visitando las tumbas de los muertos, cosa frecuente en estos días, uno reflexiona y piensa que la vida, en la mayoría de los casos, va pasando sin haber sacado gran provecho de ella. Gorge Bucay, advertía con razón que en las lápidas de nuestros cementerios quedan inscritos los años vividos: 70 , 80 o 90 , pero de esos años por regla general tan sólo han sido aprovechados 2, 3, como mucho 5, porque en lugar de dedicarlos a hacer algo grande según nuestras capacidades, nos limitamos a matar el tiempo, dejarle pasar sin pena ni gloria, sin la menor conciencia de que cada minuto que Dios nos regala en cualquiera de los casos vale más que el oro, pues como dijera S. Agustín “Cualquier gota de tiempo es un gran tesoro”.
De una forma o de otra, todos somos conscientes de que el tiempo pasa y que nosotros vamos pasando con él. La temporalidad es una dimensión inserta en la entraña de nuestro existir y a la que los humanos estamos sometidos, pero ¿qué es la temporalidad? Esta pregunta nos introduce de lleno en una de las cuestiones trascendentales sobre la que los hombres llevan mucho tiempo reflexionando, sin que hasta el momento se haya dado una respuesta universalmente satisfactoria. Para nuestro propósito es suficiente con decir que la temporalidad va asociada íntimamente a la transitoriedad y por ende a la contingencia existencial del ser humano. La temporalidad forma parte del hombre y de su cultura, en virtud de la cual vamos consiguiendo metas, pero también es cierto que todo lo que hemos conseguido, todo lo que hemos sido, lo que hemos hecho, lo que hemos vivido, va quedando atrás.
El sentido y alcance que demos a los conceptos de transitoriedad y contingencia va a ser fundamental a la hora de interpretar lo que está pasando en nuestro mundo, donde conviven dos tipos de cultura: una la posmoderna de inspiración antropocéntrica y la otra milenaria de inspiración cristiana. Una es de corte inmanentista y la otra de corte trascendente.
Se trata de dos cosmogonías diferentes o si se quiere dos formas distintas de entender la vida. Como todo el mundo sabe los hombres de nuestro tiempo han sido educados en “el presentismo inmanentista” según el cual no existe nada más que el momento presente. El pretérito es cosa del pasado y como dice el refrán “aguas pasadas no mueven molinos”, por lo que mejor es olvidarnos de él; tampoco el futuro preocupa porque es algo incierto que todavía no ha llegado. Quedémonos pues con lo seguro que es el momento presente, porque no tenemos otra cosa y hay que tratar de disfrutarlo. “A vivir que son dos días” es frase que no nos quitamos de la boca. Hay que vivir la vida muy de prisa, antes de que se nos derrita entre las manos como un helado, hay que apresurarse a saborearlo y experimentarlo todo con voracidad consumista, sabedores que nuestro tiempo acaba pronto y a la vuelta de la esquina nos espera el sepulturero.
Muy distinta es la interpretación cristiana de la transitoriedad y de la muerte. Para el cristianismo la muerte no es el final de nada sino el comienzo de todo. La muerte es parte de una vida que comienza y se desarrolla a través del devenir temporal para desembocar en la eternidad. Nacemos para morir, es cierto, por este trance doloroso todos hemos de que pasar. De la muerte no se libra nadie, pues es el precio que hay que pagar por el hermoso regalo de la vida, pero ella, la muerte no es el final de nuestra biografía, porque cuando morimos lo hacemos para vivir eternamente una vida en plenitud y esto es tremendamente consolador en un mundo que parece haber perdido toda esperanza de futuro.
Como bien dice Martín Descalzo “Morir solo es morir, morir se acaba” como se acaba todo en este mundo. La muerte no es más que parte del devenir humano, que nos conduce a una barrera fronteriza, la cual es preciso cruzar para encontrarnos con la luz después de tanta oscuridad o si se quiere la muerte no es más que un sueño que tiene su despertar en Dios. Cómo me gustaría que nuestro mundo entendiera que la muerte no es la muerte, sino el comienzo de la vida. Cuando esto suceda nuestra existencia podrá recobrar el sentido perdido y nos haremos más humanos.
El cristianismo no solo nos permite mantener viva la esperanza de futuro, también nos anima a vivir con confianza las realidades del presente No se es necesario hipotecar las alegrías y goces humanos, no se nos pide renegar de la vida, ni tampoco renunciar a ser felices aquí donde ahora nos encontramos. Quien haya entendido correctamente el cristianismo sabe muy bien que Dios nos quiere felices desde el momento que nacemos. Lo que sucede es que dar con la clave de una vida feliz es un ejercicio complicado y difícil que raramente se consigue. Para lograrlo, sin duda, lo primero que deberíamos saber es que la felicidad no se encuentra fuera sino dentro de nosotros mismos, no consiste en la posesión o disfrute de algo, sino que es un estado interno de complacencia que surge cuando el alma se siente en complicidad con Dios y poseído por Él . “Buscad el reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura” (Mateo 6,33).
Desgraciadamente los propios cristianos en ocasiones hemos sido los primeros en no haber entendido la “Buena Nueva” evangélica, al presentar un cristianismo arisco y a veces incluso hasta dolorista. Sin darnos cuenta y por supuesto sin que fuera nuestra intención, hemos dotado de munición a los franco tiradores, que como Nietzsche han visto en nosotros no más que unos predicadores de la muerte y no unos enamorados de la vida, portadores de un optimismo desbordante del que nuestro mundo tanto necesita .
Ahora que nuestro mundo se muestra tristemente desesperanzado, ha perdido la inocencia y se ha quedado sin respuesta cuando tiene que enterrar a un muerto, es el momento de recordar que el cristianismo es el único humanismo auténtico que nos asegura algo sorprendentemente maravilloso cual es, que se puede ser feliz en medio de este valle de lágrimas y seguir siéndolo en otra dimensión distinta, en donde los relojes de la historia están parados y el tiempo ya no cuenta.