¿Qué pueden hacer muchos jóvenes matrimonios católicos ante la casi imposibilidad de cargarse de hijos y que tampoco están dotados del don de la continencia como diría S. Pablo? ¿Qué pueden hacer cuando se les cierran todas las puertas y no ven luz por ninguna parte? porque no creamos que el método Ogino está al alcance de cualquiera. Mermadas están sus posibilidades y nadie en las altas esferas parece dispuesto a echarles un cable. La respuesta quedó grabada hace años en el disco duro y ahí sigue, siempre la misma, siempre con la flecha apuntando a la “La Casti Connubii” o La Humanae Vitae” y de ahí no salimos; pero claro está con resoluciones de este tipo, no se solucionan los problemas reales de esos jóvenes esposos y esposas, ni siquiera quedan aliviados y es por ello por lo que en gran medida sucede lo que todos bien conocemos.
Seguro que los obispos saben que hay creyentes que viven su vida de matrimonio en discrepancia con la Iglesia, que existe un desajuste entre la teoría predicada por unos y la realidad de cada día vivida por los otros ¿Cómo no lo van a saber? Y saben también que se necesita con urgencia algún tipo de solución para que cese la sangría y para que no acaben desconectándose del todo tanto los padres como sus hijos. El no hacer nada puede traer como consecuencia que los templos vayan quedándose cada vez más vacíos, hasta que llegue el momento en que pueda decirse que en la Católica España sólo existen creyentes que no son practicantes.
La divergencia entre la teoría y la práctica volvemos a encontrarla en nuestra falta de compromiso con aquellos que más lo necesitan. Constantemente alguien se encarga de deleitar nuestros oídos con dulces palabras y bellos discursos sobre lo hermoso que es el compartir con los demás, lo sublime que es dar de comer al hambriento, vestir al desnudo y dar posada al peregrino; pero de ahí no pasamos. Nos quedamos en el predicar sin poner a contribución ese trigo que se necesita para remediar los males.
Vamos a ser sinceros, la exigencia evangélica de una solidaridad sin paliativos con los pobres, con los refugiados, con los más débiles, deja mucho que desear tanto a nivel particular como a nivel comunitario. La opción preferencial por los menesterosos y los desheredados de la tierra, que forma parte de nuestro esquema cristiano, es bastante tibia y acaba traduciéndose en demasiadas ocasiones en olvido y abandono. Tengo la impresión de que a todos se nos puede exigir bastante más. Es mucho lo que deberíamos hacer y no hacemos, por lo que debiéramos preguntarnos si los católicos, incluidos los obispos y cardenales, vivimos pobremente en correspondencia con la aspiración evangélica y en consonancia también con el ejemplo que nos dejaron Cristo y los Apóstoles. Paradójicamente aquí, en este asunto en el que no hay el menor peligro de excesos y radicalismos, es donde precisamente andamos más remisos y tenemos buen cuidado de no pasarnos ni un pelo.
El desajuste entre la teoría y la praxis, por lo que a política se refiere, merece capítulo aparte en la Iglesia Española de hoy. Siempre ha resultado complicado la armonización de la “civitas Dei” con la “civitas terrena”, cuestión ésta que en tiempos pasados dio origen a episodios sin cuento, poco ejemplares por cierto, que tuvieron como protagonista a la Santa Iglesia de Cristo; pero lo de ahora es otra cosa, ni siquiera sabemos dónde está una y donde está la otra y lo que tenemos es un confusionismo impresionante.
Es verdad que el poder temporal efectivo ya no corresponde a la Iglesia, pero sigue existiendo el peligro de plegarse a las exigencias de los poderosos y contemporizar con ellos. En nuestra historia reciente, los españoles hemos tenido ocasión de comprobar cómo a nivel político ha ido cambiando el rostro de la Iglesia y cómo se ha ido acomodando a los signos de los tiempos, hasta el punto de que lo que hace bien poco era blanco ha pasado a ser negro y viceversa. Se nos habla de una iglesia emancipada, liberada de miedos y de complejos. ¿Es esto así, o lo que ha sucedido simple y llanamente es que ha cambiado de amo? ¿De verdad la Iglesia Española hoy es tan independiente del Estado como se supone?
La jerarquía española, envalentonada y consciente de que nada a favor de corriente, defiende fervorosamente el régimen del 78, que dígase lo que se quiera está a años luz del ideal cristiano, incluso a veces da la impresión de que aventaja en celo a la mismísima casta política. A ésta, por ejemplo, nunca se le hubiera ocurrido imponer como obligación acudir a las urnas; en cambio la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal habla de que el votar es un deber ciudadano y yo pregunto ¿Tomar esta decisión no es competencia del poder civil? ¿Es bueno que en asuntos como éste se violente la conciencia personal de cada cual?
Desgraciadamente hay más. La Permanente de la Conferencia Episcopal, que tan dura se muestra con el abstencionismo, debiera recordar que el Presidente de la Conferencia Episcopal, Mons. Antonio Mª Rouco Varela, allá por el año 2005, con motivo del Referendum a la Constitución Europea, sacó una nota en la que daba como legítima la abstención. Sic. Y recientemente, el cardenal Mons. R. Blazquez, actual Presidente de la Conferencia Española, en una entrevista publicada en el Semanario “Vida Nueva”, con motivo del lío que se formó en la envestidura del Sr Rajoy, se despachaba diciendo que "una abstención es una forma preciosa de colaboración". ¿En qué quedamos? Ya sólo nos faltaba para rematar la faena que los parlamentarios se metieran a moralizadores y trataran de orientar la conciencia de los católicos españoles.
¿Y qué decir de los políticos católicos en España? Aquí sí que el desconcierto es monumental. A nivel teórico mantienen intacto el discurso cristiano, como no podía ser de otra manera, lo que sucede es que su praxis política no hay por dónde agarrarla. ¿Qué aportación están haciendo a favor del derecho de todas las personas a una existencia digna? ¿Cuál es su defensa de la vida? Cualquier otro político, del signo que sea, actúa lógicamente de acuerdo con sus principios y convicciones, sin complejos de que la gente le pueda identificar con lo que es y con lo que representa. Por el contrario, el político católico que conocemos, trata de ocultar su condición de tal y no le importa demasiado que la gestión que él hace se corresponda o no con sus creencias. Parece como que tuviera dos personalidades distintas la privada y la pública, que se van superponiendo según la ocasión. En la Iglesia le podemos ver como un piadoso creyente, en el parlamento en cambio se nos muestra como un político pragmático, más interesado por los votos que por los valores cristianos. Ésta es una forma muy particular de entender la coherencia, pienso yo.
Disipar toda sospecha sobre la falta de congruencia entre lo que se cree y lo que se práctica, resulta ser hoy algo completamente imprescindible, por lo que convendría ser muy cuidadoso al respecto para no dar lugar a malentendidos. Especialmente convendría serlo en todo aquello que se relaciona con el respeto a la vida. El magisterio de la Iglesia Católica en esta cuestión es muy explícito y estricto, tanto que el Cardenal Ratzinger, Prefecto que fue de la Congragación para la Doctrina de la Fe, pudo decir en su día que: “Un católico sería culpable de cooperación formal en el mal y tan indigno para presentarse a la Sagrada Comunión, si deliberadamente votara a favor de un candidato, precisamente por la postura permisiva del candidato respecto del aborto”. Exigente es también con el “Malminorismo”, al defender que “nunca está permitido hacer el mal para obtener el bien” (Cat. 1789). Doctrinas éstas que naturalmente hay que saber interpretar dentro del contexto que corresponde.
Yo no me voy a meter a valorar la rectitud moral de los obispos españoles, que por las circunstancias concurrentes que fueren, tragan por tener que votar a un partido pro-abortista o lo aconsejen. No seré yo quien juzgue a nadie y menos a los obispos, Dios me libre. Lo que sí me gustaría decir es que en esta delicada cuestión, como en tantas otras, bueno sería aclarar diligente y convenientemente todo lo que preciso fuere, para curarse en salud, por aquello de que “la mujer del Cesar no sólo debe ser honrada sino parecerlo”.