Preguntarnos por el hombre lleva
consigo muchas implicaciones que merecen ser abordadas con veneración y
respeto, incluso también con la esperanza de que siga teniendo vigencia sin
término, aquella frase pronunciada ya hace siglos por Terencio: “Hombre
soy y nada de lo humano me puede dejar indiferente”.
En nuestro presente cultural, rico
en lo técnico y pobre en lo humano es oportuno recordar que cuestiones como
ésta debieran de ser tomadas más en serio, hoy como siempre, el hombre es uno
de esos temas actuales, porque no tienen fecha de caducidad. La posmodernidad
nos ha dejado un poso de recelo e indiferencia que ha acabado afectando a
aspectos esenciales de nuestra existencia. Una vez perdidas y olvidadas las
referencias fundamentales lo que nos ha quedado ha sido un estado de de humana
indigencia que es donde ahora mismo nos encontramos.
El hombre contemporáneo al perder
todas sus seguridades y ver cómo todo se derrumbaba a su alrededor tuvo que
agarrarse a algo y lo que hizo fue engancharse a un plan de vida, que responde
a un esquema muy simple, pero muy práctico, cuyas bases son la economía,
la ciencia y la tecnología y así vamos tirando, como podemos.
La razón técnico-científica ha sido
la alternativa que nos ha llevado a una situación de desarrollo envidiable en
la que ahora nos encontramos. El progreso ha alcanzado tasas de producción y de
consumo hasta ahora desconocidas.
Se ha elevado el nivel de vida y con
él ha llegado un estado de bienestar, que ha hecho que nos olvidemos de todo lo
demás. Nuestra única preocupación ha quedado reducida a vivir la vida a tope,
gozar y disfrutar lo más posible del momento presente. Es lo que se ha dado en
llamar la cultura del Carpe diem.
Nada de cuestiones trascendentes en
torno al sentido de la vida, nada de preguntas enojosas sobre nuestra
existencia, nada de responsabilidades y humanas exigencias, que para lo único
que pueden servir es para aguarnos la fiesta.
Venimos asistiendo sin inmutarnos a
un proceso generalizado de crisis, crisis cultural, educativa, moral,
religiosa, familiar, crisis de humanismo, crisis de pensamiento y nada nos ha
inquietado. No nos ha importado lo más mínimo quedarnos vacíos por dentro,
siempre y cuando las neveras estuvieran repletas. Nuestros compromisos no están
del lado de las cuestiones profundas y fundamentales de la humana existencia,
nuestras aspiraciones van más a ras de tierra, enmarcadas en un hedonismo
materialista.
Si hemos de ser sinceros, habremos
de reconocer que en nuestra sociedad los valores humanos cuentan menos que los
económicos y lo que la gente cree es que “Entre la honestidad y el dinero lo
segundo es lo primero”. Puede que suene un poco fuerte, pero es bastante
cierto, que nuestro sueldo representa lo que en realidad valemos.
“La sociedad tecnológica, dice
Gabriel Marcel, dispensa al individuo un tratamiento similar al de una máquina.
La vida se desprende así de su misma significación, de toda su profundidad.”
En esta sociedad de la
sobreabundancia en que nos encontramos el hombre contemporáneo ha sabido estar
a la altura de las circunstancias, convirtiéndose en consumidor ejemplar, que
devora todo lo que pilla a su paso. Al hombre contemporáneo Eric Fromm le
dedica estas ambles palabras. “Es el consumidor eterno; se traga
bebidas, alimentos, cigarrillos… Consume todo, engulle todo. El mundo no es más
que un enorme objeto para su apetito, una gran mamadera, una gran manzana, un
pecho opulento”.
Este consumista compulsivo ha
elevado el bienestar a la categoría de ideología y ha hecho del disfrute de la
vida su particular religión, nuestro mundo se ha puesto de lado de la razón
técnica-científica, olvidándose de la razón filosófica de la que pasa
olímpicamente, como si se tratara de algo para extraterrestre. Triste es
reconocerlo para quienes amamos a la filosofía; pero es así.
Lo que nuestro mundo piensa es que
tenemos que dejarnos de filosofías e ir al grano que no es otra cosa que tratar
de hacer realidad el sueño americano. Sucede no obstante que los problemas han
comenzado a amontonarse sobre la mesa, ahora que la razón técnico- científica
en la que el hombre depositó su confianza, comienza a dar muestras de
agotamiento.
La compleja problemática humana está
poniendo cada vez más al descubierto los contrastes y las limitaciones del
cienticismo salvaje. Por debajo de la aparente bonanza van apareciendo los
síntomas angustiosos de quien no sabe para que vive. No sin razón se dice que
las depresiones, bastante generalizadas por cierto, las obsesiones y miedos
neuróticos, son las enfermedades propias de las sociedades opulentas. Tenemos
miedo a quedarnos a solas y en silencio, tenemos miedo a enfrentarnos con
nosotros mismos, por eso buscamos desesperadamente perdernos entre el ruido, el
bullicio y las preocupaciones.
El desarrollo técnico-científico, no
puede responder a todas las exigencias humanas. Por debajo de su rostro más
amable afloran ya una serie de contradicciones. Desde hace tiempo se viene
detectando que la excesiva tecnificación ha derivado en deshumanización. Los
avances técnico-científicos han sido fuente de vida y de bienestar; pero
también lo están siendo de destrucción y muerte.
La cultura de la muerte se ha hecho
presente en millones de “nascituri”, víctimas inocentes a los que se les está
negando su derecho a la vida. Los avances en el campo de la biogenética no se
corresponden con el avance moral, hasta el punto de que están apareciendo
hechos aberrantes a los que se les da el visto bueno, por el mero hecho de que
la ciencia y la técnica los ha hecho posibles.
El contraste Norte-Sur vergonzante y
escandaloso es un fenómeno típico de la era post-industrial. La palabra paz
está en nuestros labios; pero vivimos en guerras y violencias de todo tipo.
Aquí habría que decir con Salustio: “poco vale aquella ciencia que no
sabe hacer virtuoso al que la profesa”.Hablamos de reconstruir el mundo
pero en realidad nos lo estamos cargando
Parece cada vez más evidente que
nuestra actual cultura necesita ser fecundada con otro tipo de saberes, como
puede ser el saber filosófico y teológico.
Ha llegado ya el momento de ser
fieles a nuestra condición humana recuperando nobles aspiraciones, que nunca
debimos perder, hay que volver a dar un sentido profundo a nuestra existencia
humana, hay que ir pensando en el alumbramiento de un nuevo hombre menos
egoísta y más solidario.
Entre todos tenemos que hacer
posible que llegue ese día en el que el sueño americano sea sustituido por el
sueño de un nuevo humanismo forjado en la justicia y el amor universales.
Un humanismo abierto también a la
trascendencia porque si no es así es imposible la esperanza. No es cosa de
cuatro meapilas que van diciendo por ahí, que el hombre sin Dios es pura nada,
un absurdo, un sinsentido, una pasión inútil, pues el mismo existencialismo
ateo portador del estandarte filosófico en los últimos años así se vio obligado
a reconocerlo.
Está claro pues, que el
cientificismo por si sólo no nos va a salvar, porque es incapaz de dar
respuesta a nuestros problemas humanos; pero no desesperemos, pues como bien
decía Hegel, en clara alusión a la filosofía “La lechuza de minerva sólo
emprende su vuelo al anochecer.”