Se está tomando conciencia a nivel general de la importancia
de la educación. Tratar de mejorar el sistema educativo, asunto del que se está
hablando y se seguirá hablando durante mucho tiempo, supone afrontar la
educación en su dimensión humana y transcendente. La educación no es sólo la
transmisión de unos saberes, es también la formación integral de la persona.
Una educación verdaderamente liberadora ha de saber integrar
estos dos aspectos de la personalidad humana: instrucción de la mente y la
formación del ethos a través de la voluntad; ambas cosas han de ir juntas, no
se puede renunciar a ninguna de las dos, puesto que debemos de instruir cuando
educamos y debemos educar cuando instruimos.
En cuanto a lo primero, es obligado decir que, la
instrucción implica a su vez, no sólo transmisión de conocimientos, sino
también capacitación de unas mentes que están en fase de desarrollo. Trátase
pues no sólo de transmitir contenidos, también de ir conformando la mente de
los educandos con los correspondientes hábitos intelectuales, para que llegado
el momento puedan valerse por sí mismos. El aprendizaje de contenidos ha de
estar debidamente seleccionado, apostando por la cultura de lo esencial, asunto
este de particular interés, sobre todo teniendo en cuenta, que hoy estamos
viviendo unas tiempos en los que predomina la cultura de lo banal y también
porque existe el peligro de una manipulación interesada que amenaza con
distorsionar métodos contenidos y fines.
La transmisión de saberes ha de ser algo bien distinto de la
manipulación y el adoctrinamiento partidista, basados en prejuicios y
arbitrariedades. Lo que debe prevalecer por encima de todo es la búsqueda
desinteresada de la Verdad, que es la que debe alentar todo el proceso del
aprendizaje. Quien se disponga a enseñar debe estar convencido que ésta existe
y que merece la pena esforzarse por encontrarla y transmitirla a los demás.
Instalarse en una postura interesada, que nos haga pensar que se puede enseñar
cualquier cosa, según las conveniencias y las circunstancias, es cuestionar ya
de entrada el propio aprendizaje.
Por otra parte lo que se enseña no tiene porque tener
necesariamente el carácter de practicidad. Paradójicamente las conocimientos más
esenciales, humanamente hablando, son los menos prácticos, por lo que apenas
interesan a la gente. Es sintomático que lo primero que te preguntan los
alumnos, el primer día de clases es ¿para qué me va a servir esto? Si el
profesor no tiene una respuesta convincente , muy posiblemente su asignatura
quedará excluida del interés del alumno. Esta obsesión por el conocimiento
práctico es algo característico de nuestra cultura y las escuelas deberían
hacer algo para que desapareciera.
El creciente deterioro del saber humanístico en nuestro
sistema educativo sigue siendo motivo de una justificada preocupación. Se ha
optado por una enseñanza masificada que ha traído como consecuencia la bajada
espectacular de los niveles, hasta el punto que, nuestros alumnos son,
humanísticamente hablando, casi unos analfabetos. En esto ha tenido bastante
que ver también la ampliación del curriculum escolar, por cuanto que la
incorporación de nuevas asignaturas de relativo interés incide negativa en el
aprovechamiento y asimilación de los saberes humanos fundamentales. Si el
horario escolar no permite abarcar toda la gama de conocimientos, que hoy se
pueden ofertar, lo razonable sigue siendo quedarnos con los que son más
importantes. Es cuestión de dar con la adecuada selección de los saberes que
hay que transmitir a nuestros alumnos. Todos los saberes son buenos pero si no
podemos abarcarlos todos, quedémonos con los mejores.
El otro aspecto que interesa resaltar en la educación, es la
formación del carácter de las personas. La escuela pública no debe dejar al
margen esta cuestión, también a ella le corresponde comprometerse en la tarea
de la formación moral de nuestros escolares, mucho más en un tiempo, como el
nuestro de tanta desorientación, en el que hasta se llega a confundir lo útil
con lo honesto. Una vez perdidos los principios morales absolutos de valor
universal nos hemos quedado sin asideros donde podernos agarrar.
Ante esta situación cabe preguntar ¿qué tendremos que hacer
para sacar a nuestros jóvenes del vacío moral en que se encuentran? Se me
ocurre pensar, que lo primero que se necesita es que quienes hayan de
orientarles, tengan ellos mismos las ideas claras, que dispongan de criterios
válidos de discernimiento moral, con un sistema de valores bien definido y bien
jerarquizado; pero me temo que esto es mucho pedir.
El pluralismo y la diversidad ha hecho que las normas
universales de comportamiento dejen paso a la vía del consenso. Hoy se funciona
no por principios sino por pactos. La recta razón , intérprete de la
naturaleza, ha sido sustituida por la razón dialógica , vía consenso; pero
sigue siendo cierto que el fundamento de la legitimación moral no siempre se
encuentra en el consenso, sino que por encima del mismo está la obligatoriedad
del deber moral. No es el consenso por sí sólo el que engendra el deber moral,
sino que es el deber moral el que pide y exige a todos un consenso universal.
Incluso dando por supuesta una correcta formación de la
conciencia moral de nuestros alumnos, la cosa no debería quedar aquí , se
necesita dar un paso adelante y tratar de ir a la conquista de los valores, de
las actitudes y hábitos operativos del bien, algo por supuesto nada fácil; pero
de todo punto necesario en unas vidas en periodo de formación y desarrollo
físico y espiritual. Es el momento de aprender a hacer no lo que se quiere sino
lo que se debe , pues eso es exactamente lo que significa ser libres, ser
dueños de sí mismo. Cuando hablamos de la necesidad de educar voluntades
estamos hablando de disciplina y sacrificio en el continuo ejercicio de
nuestras acciones, que nos van disponiendo a la adquisición de los hábitos, lo
cuales acabará finalmente conformando el modo de ser , el ethos y la
personalidad de los educandos. Si a nuestros alumnos no se les da el alimento
espiritual, que en estos momentos están necesitando, si no se fomenta en ellos
el espíritu de superación y de trabajo, si no se hace de ellos sujetos de
valores: respetuosos y disciplinados, compresivos y responsables, de poco van a
servir los controles, las reválidas y los exámenes.
Más que de hombres ilustrados, de lo que estamos necesitados
es de hombres con principios, íntegros y cabales. Ésta debiera ser una de los
principales preocupaciones para una Administración, que quiere tomar en serio
las exigencias de una educación responsable.
Esta educación moral de la que estoy hablando, es difícil
concebirla si no es integrándola en la esfera de lo religioso. Nada menos que
Kohlbert reconoce que la moralidad prepara y aún reclama la creencia religiosa.
Al fin y al cabo el sentido que demos a la vida es la que acabará orientando
nuestro comportamiento; ahora bien la pregunta sobre el sentido de la vida sólo
tiene respuesta en la religión.
Una educación sin una referencia al sentido transcendente de
la vida es empobrecedora. El vacío de Dios en el contexto de una educación
laica, no puede ser llenado con nada y supone una esencial limitación del
hombre. Nadie ha podido demostrar jamás que la educación laica sea más
conveniente que la educación cristiana, ni que prepara mejor para el ejercicio
de la ciudadanía. Por contra justo es reconocer que el cristianismo está
imbuido de humanismo y que ayuda al hombre a ser más hombre y mejor ciudadano.
Sus aspiraciones de fraternidad universal, amor, perdón y
demás rasgos del humanismo cristiano son los que mejor nos podrían ayudar en
estos momentos a salir de la crisis de deshumanización que estamos padeciendo.
La presencia del humanismo cristiano en las escuelas, garantiza el respeto a la
dignidad humana y cuando digo esto, me estoy refiriendo tanto a la escuela
estatal como a la que no lo es. Me pregunto si en los próximos años tendrá la
escuela publica un mayor respeto por el orden existencial transcendente, si no
es así la sociedad del mañana lo echará en falta, pues está claro que de la
escuela de hoy dependerá la sociedad del mañana.