Resulta triste constatar que la escuela lleve
tanto tiempo en manos de los políticos. Es hora ya de que se la devolvamos a
quienes por razón de su cargo les corresponde enseñar y educar. Digo educar, sí
, porque ella es otra de las funciones de la escuela, aparte de la de instruir.
Estoy percibiendo, que cuando se habla de educación, el énfasis se pone en el
aprendizaje de contenidos, sin que apenas se diga nada del aspecto formativo,
cuando con toda seguridad, hoy más que nunca, de lo que estamos faltos es de
personas educadas, más aún que de sujetos instruidos. El cuestionamiento y la
consiguiente alarma social de las actitudes y hábitos de las jóvenes
generaciones de la litrona, el botellón y la movida, me dan la razón en lo que
estoy diciendo.
Si a nuestros alumnos no se les da el suministro espiritual, que a estas edades están necesitando, si no se fomenta en ellos el espíritu de superación
y de trabajo, si no se hace de ellos sujetos de valores: respetuosos y
disciplinados, compresivos y responsables , de poco van a servir los controles,
las reválidas y los exámenes.
Más que de hombres ilustrados, de lo que estamos necesitados es de hombres con
principios, íntegros y cabales. Ésta debiera ser una de los principales
preocupaciones para una Administración, que quiere tomar en serio las
exigencias de una educación responsable
Una educación verdaderamente liberadora ha de saber integrar estos dos aspectos
de que vengo hablando: instrucción de la mente y formación del ethos a través
de la voluntad. Ambas cosas han de ir juntas. No se puede renunciar a ninguna
de las dos, puesto que debemos de instruir cuando educamos y debemos educar
cuando instruimos.
En cuanto a lo primero, es obligado decir que, la instrucción hay que
entenderla no sólo como transmisión de conocimientos, sino también como
capacitación de unas mentes que están en fase de desarrollo. Trátase pues no
sólo de transmitir contenidos, también de ir conformando la mente de los
educandos con los correspondientes hábitos intelectuales para que, llegado el
momento, puedan valerse por sí mismos.
El aprendizaje de contenidos ha de estar cuidadosamente seleccionado, apostando
por la cultura de lo esencial, asunto este de particular interés, sobre todo
teniendo en cuenta, que hoy estamos viviendo unas tiempos en los que predomina
la cultura de lo banal y también porque existe el peligro de una manipulación
interesada que amenaza con distorsionar métodos contenidos y fines.
La transmisión de saberes ha de entenderse como algo bien distinto de la
manipulación o el adoctrinamiento partidista, basados en prejuicios y
arbitrariedades, como se ha venido denunciado ya en alguna de las autonomías
del territorio español. Lo que debe prevalecer, por encima de todo, es la
búsqueda desinteresada de la Verdad, que es la que debe alentar todo el proceso
del aprendizaje. Quien se disponga a enseñar debe estar convencido de que ésta
existe, que merece la pena esforzarse por encontrarla y transmitirla a los
demás. Instalarse en una postura interesada, que nos haga pensar que se puede
enseñar cualquier cosa, según las conveniencias y las circunstancias es
cuestionar ya de entrada el propio aprendizaje. A la Administración Central le
cabe ejercer un papel de arbitraje de enorme responsabilidad en este asunto.
Por otra parte lo que se enseñe no tiene porque tener necesariamente el
carácter de practicidad. Paradójicamente las conocimientos más esenciales,
humanamente hablando, son los menos prácticos, razón por la que no suscitan grandes
entusiasmos en nuestra sociedad. Es sintomático que lo primero que te preguntan
los alumnos, el primer día de clase es ¿ para qué me va a servir esto? Si el
profesor no tiene una respuesta convincente, muy posiblemente su asignatura
quedará excluida del interés del alumno. Esta obsesión por el conocimiento
práctico es algo característico de nuestra cultura y las escuelas deberían
hacer algo para que no fuera así.
El creciente deterioro del saber humanístico en nuestro sistema educativo sigue
siendo motivo de una justificada preocupación. Se ha optado por una enseñanza
masificada y ello ha traído como consecuencia la bajada espectacular de los
niveles, hasta el punto que nuestros alumnos son humanísticamente hablando casi
unos analfabetos. En esto ha tenido bastante que ver también la ampliación del
curriculum escolar, por cuanto que la incorporación de nuevas asignaturas, de
relativo interés, está incidiendo negativamente en el
aprovechamiento y asimilación de los saberes humanos fundamentales. Si el
horario escolar no permite abarcar toda la gama de conocimientos que hoy se
pueden ofertar, lo razonable sería, quedarnos con los que son más importantes .
Es cuestión de dar con la adecuada selección de los saberes que hay que
transmitir a nuestros alumnos. Todos los saberes son buenos; pero si no podemos
abarcarlos todos , quedémonos con los mejores.
El otro aspecto que nos interesa resaltar en la educación, es la formación del
carácter de las personas. La escuela pública no debe dejar al margen esta
cuestión, también a ella le corresponde comprometerse en la tarea de la
formación moral de nuestros escolares, mucho más en un tiempo como el nuestro,
de una desorientación tal que, se ha llegado a confundir lo útil con lo
honesto.
Una vez perdidos los principios morales absolutos de valor universal, nos hemos
quedado sin asideros donde podernos agarrar. Ante esta situación cabe preguntar
¿ que tendremos que hacer, para sacar a nuestros jóvenes del vacío moral en que
se encuentran? Se me ocurre pensar, que lo primero que se necesita es que
quienes hayan de orientarles, tengan ellos mismos las ideas claras, que
dispongan de criterios válidos de discernimiento moral, con un sistema de
valores bien definido y bien jerarquizado; pero me temo que esto es mucho
pedir.
El pluralismo y la diversidad ha hecho que las normas universales de
comportamiento dejen paso al procedimiento del pacto. Hoy se funciona no por
principios sino por consensos. La recta razón , intérprete de la naturaleza ha
sido sustituida por la razón dialógica, vía consenso; pero aún así, sigue
siendo cierto que el fundamento de la legitimación moral no siempre se
encuentra en el consenso, sino que por encima del mismo está la obligatoriedad
del deber moral. No es el consenso por sí sólo el que engendra el deber moral,
sino que es el deber moral el que pide y exige a todos un asentimiento
universal.
Incluso dando por supuesta una correcta formación de la conciencia moral de
nuestros alumnos, la cosa no debería quedar aquí , se necesita dar un paso
adelante y tratar de ir a la conquista de los valores, de las actitudes y
hábitos operativos del bien. Algo por supuesto nada fácil; pero de todo punto
necesario en unas vidas en periodo de formación y desarrollo físico y
espiritual. Es el momento de aprender a hacer no lo que se quiere sino lo que
se debe, pues eso es exactamente lo que significa ser libres, ser dueños de sí
mismo. Cuando hablamos de la necesidad de educar voluntades estamos hablando de
disciplina y sacrificio en el continuo ejercicio de nuestras acciones, que nos
van disponiendo a la adquisición de los hábitos que a su vez acabará
conformando el modo de ser, el ethos y la personalidad de los educandos.
Esta educación moral de la que estoy hablando, es difícil concebirla si no es
integrándola en la esfera de lo religioso. Nada menos que Kohlbert reconoce que
la moralidad prepara y aún reclama la creencia religiosa. Al fin y al cabo el
sentido que demos a la vida es la que acabará orientando nuestro
comportamiento; ahora bien la pregunta sobre el sentido de la vida sólo tiene
respuesta en la religión.
Una educación sin una referencia al sentido transcendente de la vida es
empobrecedora. El vacío de Dios, en el contexto de una educación laica no puede
ser llenado con nada y supone una esencial limitación del hombre. Nadie ha
podido demostrar jamás que la educación laica sea más conveniente que la
educación cristiana, ni que prepara mejor para el ejercicio de la ciudadanía.
Por contra justo es reconocer que el cristianismo está imbuido de humanismo y
que ayuda al hombre a ser más hombre y mejor ciudadano. Sus aspiraciones de
fraternidad universal, amor, perdón y demás características del humanismo
cristiano son las que más nos ayudarían en estos momentos a salir de la crisis
de deshumanización que estamos padeciendo. La presencia del humanismo cristiano
en las escuelas garantiza el respeto a la dignidad humana y cuando digo esto me
estoy refiriendo tanto a la escuela estatal como a la que no lo es. Me pregunto
si en los próximos años tendrá la escuela publica un mayor respeto por el orden
existencial transcendente. Yo no sé... pero cuando pienso en esto , me viene a
la memoria esa célebre frase atribuida a Malraux y me respondo a mí mismo: El
futuro de la escuela ha de ser religioso o no será.
No lo creo; pero si estas reflexiones fueran leídas por los responsables
directos de nuestro sistema educativo preocupados, según dicen, de la opinión
que puedan tener los docentes sobre este asunto, que sepan que expresan el
sentir de uno de ellos.