España ha cambiado y no precisamente a mejor. Diré
más, caminamos hacia el precipicio y lo peor de todo es que los españoles en su gran mayoría se
niegan a reconocerlo y así naturalmente va a ser muy difícil corregir el rumbo,
porque la primera condición para que el enfermo se cure es comenzar
reconociendo que sufre una enfermedad. Periodistas y políticos desde hace años
nos están vendiendo la milonga de que vivimos en el mejor de los mundo posibles
y decir esto será todo lo políticamente correcto que se quiera, pero no es
cierto, no es así. Nuestra Nación va perdiendo el pulso y camina tambaleante,
pero no tenemos el valor de reconocerlo.
La crisis económica reciente que aún
persiste, hay que tomarla como un toque
de atención, las dificultades que están teniendo los gobiernos en orden a
encontrar nuevas fuentes de ingresos para cuadrar los presupuestos, es otra
señal más de alarma que nos está avisando de que al limón ya no se le puede
exprimir más y que tampoco es buena idea
gastar más de lo que se produce, porque bien sabido es lo que pasa con
un pozo cuando se saca más de lo que
entra.
Muy distinta es sin duda la actual
situación que atraviesa España con aquella
otra vivida en los años 60 y 70, que nuestra generación bien conoce.
Nosotros vivimos en el marco de una
sociedad hecha de trabajo, ahorro y
sacrificio, en que se vivía honradamente, cada cual según sus posibilidades, y
que si se ganaba 30 nos las ingeniábamos para ahorrar 10 por si venían mal dadas.
Las familias vivían modestamente, pero nunca faltaba lo necesario y se podían llegar a final de mes holgadamente
sin ahogos. Prácticamente todos tenían
trabajo y hasta no pocos se podían permitir el lujo de elegir entre dos, tres o más ofertas. Había ricos y pobres esto no se
puede negar; pero lo que predominaba era la clase media, ilusionada con un
proyecto de vida que la mayoría de las veces acababa cristalizando en un status económico-social satisfactorio.
Peldaño a peldaño fuimos
construyendo entre todos una Nación próspera, que llegó a colocarse en puestos
de privilegio en el ranking mundial de economía. Se mecanizó el campo, se crearon empresas
como Renault o Seat, se construyeron pantanos, se levantaron hospitales como La
Paz, Universidades como la Complutense o la increíble Universidad Laboral de
Gijón etc. etc. Se dio un paso de
gigante en la industria, se modernizo el
turismo, las Arcas del Estado estaban saneadas, y la instrucción llegó a todos los
rincones de la geografía española, alcanzando niveles inimaginables, lo que se
dice una Nación en auge. En menos de 40
años España había pasado de unas estructuras
prácticamente medievales a una nación de corte moderno y mucho tuvimos que ver
nosotros en todo ello. Esto no nos lo pueden negar cuatro mindunguis de ahora, que creen haber
descubierto el mediterráneo. No nos lo pueden negar porque fuimos testigos directos de esta
realidad, pese a quien pese.
La generación de la posguerra , es decir la de nuestros padres y la nuestra,
fueron capaces de levantar a España y
realizar lo que se conoce como el milagro español . La herencia que
dejamos a quienes venían detrás era más
que estimable y de haber sido bien administrada hubiera dado para haber podido
dormir tranquilos durante mucho tiempo. Si esto no fue así, ha sido porque ha
habido mucho derroche , mucho gasto superfluo y mucho trinque. Para qué voy a
entrar en detalles si quienes me van a leer conocen esta historia mejor que
yo.
A la generación de la posguerra, que es
también la nuestra, le cupo el mérito de haber entendido que el esfuerzo, el
ahorro y el sacrificio eran pilares necesarios en todo proyecto de superación y
crecimiento, pero este convencimiento no supimos trasmitírselo a los herederos
que nacieron con la mesa puesta, gozaron de una situación privilegiada y fueron
educados para gastar y vivir a lo grande,
por aquello de que “no voy a consentir que mis hijos pasen por lo que yo pasé”.
En lugar de inculcarles que “hay que vivir con el sudor de la frente”, les
hicimos creer que es mejor “vivir con el sudor de el de enfrente”. En este
contexto nuestros hijos pronto se convirtieron en unos consumidores empedernidos,
incapaces de renunciar a nada y poco a
poco se fueron aficionando a las marcas
y productos caros.
Hemos vivido lo
suficiente para ver como se lapidaba todo lo que nosotros habíamos ido amasando
con tanto esfuerzo. Con dolor estamos siendo testigos del vaciamiento de la hucha
de las pensiones, de como se ha disparado
de forma descomunal la deuda publica y
nos intranquiliza el amenazante déficit público, que pone en peligro el cobro
de unas modestas pensiones. Aún con todo a mí lo que más me duele es la falta
de gratitud y reconocimiento que la sociedad está teniendo con unos hombres y
mujeres que lo dieron todo y fueron los que sentaron las bases de la sociedad
del bienestar.
Las jóvenes generaciones no nos han agradecido
suficientemente lo que hicimos por ellos y ni siquiera lo valoran porque
piensan que lo nuestro fue solo trabajar, pero no supimos disfrutar de la vida
y esto a sus ojos no pasa de ser una estupidez. En esta época de la
posmodernidad donde el ideal es vivir y
disfrutar a tope el momento presente, eso del espíritu de laboriosidad y
renunciamiento queda para los pringaos, ni siquiera entienden nuestra presencia
en este mundo de la informática, que nos rebasa y en el que nos sentimos como
unos apátridas. No quisiera exagerar pero da la impresión de que solamente nos
soportan por razones de humanidad.
Aún más digno
de consideración es lo que nuestra
generación representó a nivel espiritual, moral y humano, en una España que fue
considerada por los grandes observadores
de este tiempo como la gran reserva de Occidente y razón había para ello . No me estoy inventando nada, ahí están
las hemerotecas y los documentos que
pueden dar fe de cuanto estoy diciendo, aunque este hecho ha sido
cuidadosamente ocultado y silenciado
por periodistas y políticos,
tanto de derechas como de izquierdas. Mil razones había sin duda, para
sentirnos orgullosos de esa España trabajadora y sacrificada que vivía en orden
y paz, alentada por sublimes
inquietudes y alimentada por valores
universales e intemporales.
Nuestra
generación tuvo el honor de vivir en esa
España decente y honrada, donde se rendía culto a la Patria y a la familia,
donde los mayores y las tradiciones eran
respetados, donde la lealtad y honestidad eran puntales básicos de la
convivencia; la libertad nada tenía que ver con el libertinaje, la disciplina y
la autoridad eran bases sólidas del trabajo y el aprendizaje. Pensando en el
mañana aprendimos a ser previsores, ejercitándonos en la virtud del ahorro y la
austeridad, que nos pusieron a salvo de
no pocas contingencias, pero sobre todo disponíamos de grandes dosis de
sentido común y de prudencia. Nosotros supimos
lo que es la grandeza de espíritu, nos dejamos contagiar por los
sentimientos nobles, por las aspiraciones sublimes y servimos como mejor pudimos a esos grandes
ideales por los que merecía la pena vivir, luchar e incluso morir. De nuestros
padres heredamos un capital moral valiosísimo, tesoros espirituales
preciosísimos, valores humanos y
trascendentes, que después no supimos o no pudimos trasmitir a los que venían
detrás. Esta ha sido y sigue siendo
nuestra deuda pendiente con la historia.
Hoy, lo sabemos todos, España no es espejo ni ejemplo
de nada ni de nadie, por mucho que la propaganda trate de hacernos comulgar con
ruedas de molino; por el contrario se ha convertido en un paraíso de corruptos,
embusteros, revanchistas y traidores. Paralelamente
a la transición política se ha ido produciendo una transición social, cultural,
religiosa y moral, que nos ha sumido en
la más profunda de las miserias. El pronóstico: “a España no la va a conocer ni la madre que la parió” del ínclito
A. Guerra, el hermanísimo, el del “to pa el pueblo” bien que se ha cumplido para regocijo de todos aquellos
que nunca tuvieron a España como Patria, sino como un país al que se le
robó el alma y para vergüenza de propios y extraños carece de un himno nacional
con letra propia.
En este cambio drástico que se ha producido en España, sin duda, mucho ha
tenido que ver la presión ejercida desde fuera de nuestras fronteras y por
supuesto la propaganda desde dentro por parte de periodistas y políticos de
todos los colores, dispuestos a romper con el pasado, fuera como fuera y costara lo que costara. Lo
que no tengo claro es si en este acoso y derribo algo hemos tenido que ver
también los de nuestra generación, bien sea por claudicación, por negligencia o
acomplejamiento.
Nosotros, que veníamos de donde veníamos, con las
convicciones firmes de que existe un orden natural al que todos
estamos sometidos, con las seguridades también de que existen verdades y
principios morales intemporales que no pueden ser alterados. Nosotros que
creíamos que existía un imperativo moral categórico que está por encima de la
voluntad de los hombres, no debimos
conformarnos con este relativismo moral, que al final han conseguido
imponernos. En mi modesta opinión, creo que pudimos y debimos hacer algo
más a favor de las esencias, no solo de
lo que España representa como Nación de un pasado tan glorioso, sino también
por lo que se refiere a nuestra identidad generacional; pero el hecho fue que
callamos y dejamos hacer y con nuestro
silencio, incluso condescendencias, de alguna manera nos convertimos en
cómplices de lo tristemente sucedido
Soy consciente de que las nuevas exigencias culturales pedían cambios. Sé
perfectamente que la posmodernidad en la que estamos inmersos exige
acomodaciones y remodelaciones, lo que me resulta difícil de entender es que
hubiera que cambiarlo todo, cuando hubiera sido suficiente con rectificar algunas cosas. Se cometió el tremendo error de verter por el
sumidero el agua sucia del barreño sin advertir de que con ella iba el
bebé dentro. Hoy es fácil de advertir que entre los
escombros de esa España entrañable que nosotros construimos han quedado
sepultados patrimonios, bienes y pertenencias, que nosotros debimos
preservar. Si bien en honor a la verdad
he de decir que nuestra generación, en todo este tiempo de la transición, se
encontró con obstáculos difíciles de superar. Me referiré a dos de ellos porque
el espacio no da tiempo para más.
A partir de aquí nos encontramos con
una profunda escisión. Las categorías de
verdadero o falso, bueno o malo comienzan a perder vigencia y lo
que verdaderamente importaba es si se
estaba a favor del progresismo o del
conservadurismo, en definitiva si se estaba contra Franco o con Franco. Si lo
primero, entonces se te veía como persona honorable con un futuro prometedor,
en cambio si lo segundo, se te veía como sujeto repudiable, al que había que
atar corto. Si renegabas del espíritu del 18 de Julio se te abrían todas las puertas, pero pobre de
ti si te mostrabas receptivo y fiel a
este espíritu, porque entonces solo
quedaba que Dios se apiadara de ti. Si te mostrabas librepensador,
aconfesional, relativista, eras hombre de tu tiempo; en caso contrario eras
visto como un troglodita. Esta injustificada discriminación pesó mucho en el
ánimo de los hombres de nuestra generación, engendrando dudas en muchos de
ellos.
El otro gran obstáculo con el que nos topamos fue el
resquebrajamiento del principio de autoridad que nos impidió educar
convenientemente a nuestros hijos y
dificultó la trasmisión de valores en los que nosotros habíamos creído.
Seguramente cometimos el error de acomodarnos a la situación, mostrándonos
desmesuradamente condescendientes y
omnitolerantes porque temíamos que de no ser así corríamos el riesgo de romper
el dialogo con nuestros hijos, incluso que
podían llegar a marcharse de casa y
perderlos para siempre. El resultado en muchos casos fue, que les
dejásemos crecer sin esas vitaminas morales tan necesarias en periodo de
formación
Hoy, con la perspectiva que da el paso del tiempo y
después de haber tenido que cosechar el fruto amargo de la desestabilización
familiar, la materialización de la
sociedad y la desintegración de nuestra sagrada Nación, solo nos queda poner un poco de juicio en
tanto desvarío que ha llegado a alcanzar cotas esperpénticas con la ideología
de género y con la memoria histórica que sin duda están poniendo en serio peligro la pacífica convivencia entre
ciudadanos y arruinando la concordia y
reconciliación que nosotros ya habíamos alcanzado perdonando y olvidando.
En este momento trascendente de nuestra historia, en
el que tanto nos jugamos, los hombres de nuestra generación tenemos que hacernos
presentes con el bagaje cultural, ético y humano que recibimos como herencia.
Basta ya de tibiezas, después de haber
constatado que nuestras aspiraciones siguen siendo legítimas. La
historia nos concede otra oportunidad para ser leales con nosotros mismos y no
debemos desperdiciarla. Recordemos las
severas palabras de Dante Alighieri: “Los lugares más oscuros del
infierno están reservados para aquellos que mantienen neutralidad en tiempos de
crisis moral”. No todo está perdido ni mucho menos. La última palabra la tiene
la Verdad en la que nosotros seguimos
creyendo