2022-02-06

35.- Un servidor público ha de comenzar por ser honesto consigo mismo



 


 Con motivo   de la decisión tomada “motu proprio” por Sergio Sayas y Carlos García Adanero, en la votación parlamentaria de la ley de  la Reforma Laboral, vuelve otra vez a la palestra la discusión sobre la legitimidad de la disciplina de voto, impuesta por el régimen interno de los partidos políticos a sus representantes, todo ello naturalmente  muy en consonancia con las prácticas de la democracia, que alardea de respetar la  conciencia y voluntad libre de los ciudadanos.  En realidad, pura demagogia, que pone en evidencia la contradicción interna del régimen de 1978.   La disciplina de voto  nos lleva a recordar la costumbre ignominiosa de  tiempos pasados  del “ Cuyus regio  ejus religió” según la cual, tal y como fuera la confesión religiosa del príncipe así  debería ser la de todos los ciudadanos del territorio, de modo y manera que las creencias religiosas de los súbditos tenían que ajustarse puntualmente a la de los reyes,  que eran los que marcaban la pauta. Pues bien, esto que hoy escandaliza a las mentes democráticas no es tan diferente a lo que se viene haciendo en el seno de los partidos, traducido burdamente por el Sr Guerra, “El hermanísimo” con aquella frase que ha hecho historia: “El que se mueva no sale en la foto”. Llegamos así a la conclusión de que la democracia es posible gracias a las dictaduras férreas que se ejercen desde  el aparato.  Se mire por donde se mire la situación resulta esperpéntica. Los ciudadanos tenemos libertad de votar lo que creamos conveniente pero esa libertad la perdemos en el preciso momento en que pertenecemos a una formación política.   

 Comencemos diciendo que el régimen emanado de la constitución de 1978 no tiene ni medianamente claro dónde está la soberanía popular, si en los representantes elegidos por sufragio universal o si por el contrario, ésta representada por los partidos y formaciones políticas, convertidos en fábricas de conseguir votos y con ellos llegar al poder. 

 La pregunta que espera una respuesta es ésta: ¿Son los parlamentarios o son los partidos los que representan la voluntad popular?  Que es tanto como preguntarse ¿A quién vota el ciudadanito de a pie? ¿vota a las personas que van en las listas electorales o vota a los partidos que están detrás? Un lío que no hay por donde cogerlo, pero como aquí vale todo pues no pasa nada, por más chapuzas que se produzcan en el entorno político. ¿Qué más da?

Esto no es todo, en mi opinión lo que resulta más degradante, por no decir una tomadura de pelo, es la falta de coherencia interna que se pone de manifiesto en el hecho de que un sistema, supuestamente democrático, este montado y sostenido por unos partidos que en manera alguna lo son y que funcionan rígidamente a toque de corneta, con un líder a la cabeza, que decide lo que hay que votar en cada momento ¿Cómo puede hablarse de una democracia de partidos, sin partidos democráticos? ¿No es esto una contradicción interna? Ya sé que, sin esta militarización, los partidos serían la casa de “tócame roque”, pero ello no  deja de ser un apaño para poder salir del paso.  Según la ocasión, unas veces se apela a la disciplina de voto y otras veces se nos habla de la inviolable libertad política ciudadana.   

Desde otra perspectiva, el voto teledirigido,  se nos presenta como una indignidad degradante. Es como prostituirse a sí mismos por un plato de lentejas. Necesariamente, a quien tenga un nivel mínimo de autoestima   esto de la disciplina de voto cuando menos debe sonarle mal, porque supone renegar de sí mismo para hacer la voluntad del otro, que es quien le dice en cada momento lo que tiene que votar.  Esta sería la razón por la que personas responsables y honradas se niegan a militar en partido alguno.  Lo normal es suponer que cada parlamentario fuera dueño de su voto, sin otras limitaciones que las que vienen impuestas por su propia conciencia.

No podemos olvidar las implicaciones morales que conlleva el ejercicio parlamentario. Éste  debiera ser un territorio al que nadie lícitamente pudiera traspasar. Cuando sabes que con tu voto se va a decidir una reforma fiscal o laboral no puedes olvidarte de los compromisos contraídos con los electores. Cuando se pone en juego la educación de varias generaciones  es obligado  seguir la voz de la conciencia por encima de todas las presiones, vengan de donde vinieren. Aprobar unos presupuestos con los que no se está de acuerdo o mostrarse a favor de un sistema educativo, a sabiendas que es malo, no deja de ser  cuando menos de difícil justificación .  

En el caso de que los parlamentarios pertenezcan a alguna confesión religiosa la “no libertad de voto” se complica aún más, por más que se quiera hacer valer “la objeción de conciencia”. En  todo caso, no hay más que dos salidas: o se acepta lo que han decidido los órganos del partido, o se renuncia al acta. Así las cosas, tristemente hay que reconocer que a un cristiano le quedan pocas  salidas  vocacionales en el mundo de la política, o bien opta por la parlamentarismo y  se olvida de sus convicciones cristianas o  decide ser creyente y entonces su carrera política será bastante breve. A estas contradicciones internas habría que unir otras muchas que están haciendo que muchos ciudadanos no quieran hacer el caldo gordo a los partidos y se nieguen a participar en este circo. A lo mejor con lo dicho es suficiente para que entendamos porque no tenemos buenos políticos y sobre todo no  debiera sorprendernos que los ciudadanos de a pie tengan buenas razones morales para dejar de acudir a las urnas, aunque nunca faltará  por ahí algún grupo o  institución que sin el menor respeto a la conciencia ciudadana salga con la patochada de que es un deber ir a votar por aquello de que apremia el bien común , como si  no hubiera abstencionistas  convencidos de  que con su comportamiento  están ayudando a la consecución de una sociedad mejor

127.- Unos días de convivencia con los monjes trapenses de la abadía de Sta. Mª de Viaceli

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