Con motivo de la decisión tomada “motu proprio” por Sergio Sayas y Carlos García Adanero, en
la votación parlamentaria de la ley de la Reforma Laboral, vuelve otra vez a
la palestra la discusión sobre la legitimidad de la disciplina de voto,
impuesta por el régimen interno de los partidos políticos a sus representantes,
todo ello naturalmente muy en
consonancia con las prácticas de la democracia, que alardea de respetar la conciencia y voluntad libre de los
ciudadanos. En realidad, pura demagogia,
que pone en evidencia la contradicción interna del régimen de 1978. La
disciplina de voto nos lleva a recordar la
costumbre ignominiosa de tiempos pasados
del “ Cuyus regio
ejus religió”
según la cual, tal y como fuera la confesión religiosa
del príncipe así debería
ser la de todos los ciudadanos del territorio, de modo y manera que las
creencias religiosas de los súbditos tenían que ajustarse puntualmente a la de
los reyes, que eran los que marcaban la
pauta. Pues bien, esto que hoy escandaliza a las mentes democráticas no es tan
diferente a lo que se viene haciendo en el seno de los partidos, traducido
burdamente por el Sr Guerra, “El hermanísimo” con aquella frase que ha hecho
historia: “El que se mueva no sale en la foto”. Llegamos así a la conclusión de
que la democracia es posible gracias a las dictaduras férreas que se ejercen
desde el aparato. Se mire por donde se mire la situación resulta
esperpéntica. Los ciudadanos tenemos libertad de votar lo que creamos
conveniente pero esa libertad la perdemos en el preciso momento en que
pertenecemos a una formación política.
Comencemos
diciendo que el régimen emanado de la constitución de 1978 no tiene ni
medianamente claro dónde está la soberanía popular, si en los representantes
elegidos por sufragio universal o si por el contrario, ésta representada por
los partidos y formaciones políticas, convertidos en fábricas de conseguir
votos y con ellos llegar al poder.
La pregunta que
espera una respuesta es ésta: ¿Son los parlamentarios o son los partidos los
que representan la voluntad popular? Que
es tanto como preguntarse ¿A quién vota el ciudadanito de a pie? ¿vota a las
personas que van en las listas electorales o vota a los partidos que están
detrás? Un lío que no hay por donde cogerlo, pero como aquí vale todo pues no
pasa nada, por más chapuzas que se produzcan en el entorno político. ¿Qué más da?
Esto no es todo, en mi opinión lo que resulta más
degradante, por no decir una tomadura de pelo, es la falta de coherencia
interna que se pone de manifiesto en el hecho de que un sistema, supuestamente
democrático, este montado y sostenido por unos partidos que en manera alguna lo
son y que funcionan rígidamente a toque de corneta, con un líder a la cabeza,
que decide lo que hay que votar en cada momento ¿Cómo puede hablarse de una
democracia de partidos, sin partidos democráticos? ¿No es esto una
contradicción interna? Ya sé que, sin esta militarización, los partidos serían
la casa de “tócame roque”, pero ello no deja de ser un apaño para poder salir del paso.
Según la ocasión, unas veces se apela a
la disciplina de voto y otras veces se nos habla de la inviolable libertad
política ciudadana.
Desde otra perspectiva, el voto teledirigido, se nos presenta como una indignidad
degradante. Es como prostituirse a sí mismos por un plato de lentejas.
Necesariamente, a quien tenga un nivel mínimo de autoestima esto
de la disciplina de voto cuando menos debe sonarle mal, porque supone renegar
de sí mismo para hacer la voluntad del otro, que es quien le dice en cada
momento lo que tiene que votar. Esta
sería la razón por la que personas responsables y honradas se niegan a militar
en partido alguno. Lo normal es suponer
que cada parlamentario fuera dueño de su voto, sin otras
limitaciones que las que vienen impuestas por su propia conciencia.
No
podemos olvidar las implicaciones morales que conlleva el ejercicio
parlamentario. Éste debiera ser un
territorio al que nadie lícitamente pudiera traspasar. Cuando sabes que con tu
voto se va a decidir una reforma fiscal o laboral no puedes olvidarte de los
compromisos contraídos con los electores. Cuando se pone en juego la educación
de varias generaciones es obligado seguir la voz de la conciencia por encima de
todas las presiones, vengan de donde vinieren. Aprobar unos presupuestos con
los que no se está de acuerdo o mostrarse a favor de un sistema educativo, a
sabiendas que es malo, no deja de ser cuando menos de difícil justificación .