Dos años llevamos ya conviviendo con la pandemia del covid-19 sin que sepamos todavía cual va a ser su alcance definitivo, tanto a nivel personal como social. Se dice que esta calamidad ha venido para quedarse, por lo que posiblemente de una forma u otra pudiera acompañarnos por tiempo indefinido. Como buenamente podamos, iremos tirando de paciencia, lo que sucede es que las reservas se van agotando y figuraos la que nos espera todavía. Estamos hechos un lío, tristes, apenados y totalmente desconcertados, pero lo peor que pudiera pasarnos es caer en el abatimiento y la desesperanza. En ocasiones como ésta es preciso sacar a relucir nuestro instinto natural de supervivencia y de superación, con el convencimiento de que no hay desgracia ni situación tan adversa que cien años dure y además que no existe desgracia alguna de la que no se pueda extraer alguna lección provechosa para la vida; es más, a veces las grandes conversiones a nivel personal y la profundas trasformaciones sociales, han tenido como origen acontecimientos trágicos y ahí está la historia para demostrarlo.
“No hay mal que por bien no venga” reza un
dicho popular lleno de sabiduría, que viene muy bien para la ocasión. Todo es
cuestión de que sepamos interpretar los signos de los tiempos, lo cual sin duda
va a exigirnos un cambio drástico de actitud mental ante la vida. En este sentido no sería mala noticia el
pronóstico que se viene barajando de que a partir de ahora ya nada volverá a
ser lo mismo. A ver si cuando menos, la pandemia nos sirve para reconocer
nuestros errores y encauzar nuestro rumbo. ¡Ojalá sea éste el momento de
transformarnos por dentro! y es aquí precisamente donde yo quería llegar.
De siempre, las adversidades nos
han ayudado a descubrir las verdades esenciales que teníamos olvidadas. Llevamos
demasiado tiempo inmersos en una existencia falseada e inauténtica, orgullosos
de nuestra autosuficiencia, haciéndonos pasar por lo que no somos y creyéndonos
libres, cuando en realidad andamos bastante deficitarios, al menos por lo que a
la libertad interior se refiere. A poco que nos lo propusiéramos, la pandemia
podría ayudarnos a salir de nuestros presuntuosos prejuicios, devolviéndonos al
mundo de la realidad y obligándonos a ver las cosas tal y como son y no como
nosotros quisiéramos que fueran. El
mundo occidental no puede seguir por más tiempo creyéndose sus propias mentiras
y escondiendo la cabeza como el avestruz. De una vez por todas ha de hacer
examen de conciencia sincero, que le lleve a reconocer que vivimos sumidos en
la miseria espiritual, que somos víctimas de un vaciamiento aniquilador que
amenazaba ruina por todas las partes , ha de reconocer humildemente que el grosero materialismo nihilista, la
voluptuosidad y la molicie, no pueden
seguir por más tiempo marcando el destino de la humanidad, porque esto sí que
acabaría siendo una Catástrofe demoledora con mayúscula.
Experiencias como la que estamos viviendo ha
habido muchas a lo largo de los tiempos y han servido para que los hombres y
mujeres despertaran y abrieran los ojos. No podemos seguir por más tiempo buscando
la felicidad por la ruta de la exteriorización, porque ésta no se encuentra
fuera, sino dentro de nosotros mismos y es allí donde podemos encontrarla. Pero
el caso es que nunca como actualmente nos habíamos sentido tan
lejos de nosotros mismos y tan volcados
hacia el exterior.
Nunca tan
cosificados, tan insustanciales y tan despreocupados por los grandes
interrogantes humanos que hacen referencia a nuestro origen y destino, hasta el
punto de haber perdido la conciencia reflexiva de interioridad, que es la que
nos distingue del resto de los seres vivos y nos permite ser personas. Tan
volcados nos sentíamos hacia el exterior,
tan condicionados por lo que sucedía puertas afuera, que habíamos elevado a la
categoría de normalidad el hecho de que
nuestros afanes, expectativas y
apetencias giraran exclusivamente en torno al mundo circundante, hasta que llegó
la pandemia a nuestras vidas y con ella vinieron las dudas y vacilaciones,
hasta el punto de que ese estado de
normalidad frente a la naturaleza, se ha quebrado y lo que ahora tenemos es desorientación y mucho miedo. Esta quiebra de
la exterioridad de la que hablo, bien quisiera yo que representara el primer
paso en orden a adentrarnos en la interioridad de nosotros mismos, de la que
tan necesitados estamos.
De siempre,
el encuentro con uno mismo ha sido, una de las aspiraciones humanas en orden a la
propia liberación y sería de desear que así fuera en el futuro. Volver la
mirada hacia nosotros mismos es condición indispensable para convertirnos en
seres conscientes responsables y libres. Para poder ser cada vez más hombre, más humano,
mejor persona, es indispensable conocerse por dentro; de igual modo que para
poder ser más libre es necesario ser dueño de uno mismo, pero para que esto
suceda y el hombre pueda conocer el
mundo de su intimidad, es preciso tomar distancia con el exterior recogerse en
sí mismo y mantenerse unido en el abrazo de su propio ser. Convertir al hombre en centro de nuestras
preocupaciones es precisamente el punto de donde se tendría que partir si
aspiramos a conseguir un día ese mundo mejor del que todos hablamos. Posiblemente estoy utilizando un lenguaje tan
inusitado que la mayoría de la gente ni siquiera entiende y ello precisamente
bien podría ser el gran drama de nuestra sociedad.
Este tiempo
de confinamiento al que nos tiene sometidos la indeseada pandemia del
coronavirus, debiera servirnos para extraer de ella algo positivo, por lo menos
para caer en la cuenta del estado de raquitismo espiritual, penuria moral y
denigrante deshumanización, en que llevamos viviendo muchos años. No es el
momento de pasar revista y hacer un análisis minucioso, baste con recordar
algún indicador que nos remite a la situación en que nos encontramos. A juzgar
por lo que llevamos visto, resultan especialmente descorazonadores algunos
tipos de comportamientos que vienen a corroborar todo lo dicho. En primer lugar
he de referirme a la visión generalizada instalada en el marco de un ciego fatalismo, que
lleva a las gentes a pensar que las cosas ocurren porque sí, porque así tienen
que ocurrir, sin razón alguna, marginando la concepción providencialita, según
la cual no hay acontecimiento alguno que
no esté bajo el control de Dios Creador y Padre. No hace falta decir que si lo
que andamos buscando es consuelo para tanta desgracia, lo primero que
tendríamos que hacer es cambiar de chip, porque, aparte de que el
providencialismo es mucho más razonable que el fatalismo, resulta sobre todo mucho
más esperanzador. Nada hay tan tranquilizador como irse a acostar sabiendo que
todos los asuntos que nosotros no podemos resolver están en las mejores manos. Por todo ello y cara al futuro que nos aguarda,
no cabe duda que resulta mucho más atractivo el proyecto de construir un mundo
con Dios que un mundo sin Dios.
Decepcionante, por no decir
otra cosa, está siendo también la falta de sentido ético con el que se está tratando
esta funesta pandemia. Desgraciadamente
hay claros indicadores que muestran que en la prelación de valores no se están
teniendo en cuenta criterios rigurosos de moralidad. En la jerarquía axiológica,
nadie debiera dudar que la salud ocupa el vértice superior de la pirámide, pero
en la realidad hemos podido ver como este valor absoluto ha sido postergado en
consideración a intereses bastardos. En nuestros días ha vuelto el viejo
litigio entre seguridad y libertad, sin que se nos aclare de qué tipo de
libertad estamos hablando. A estas alturas, pienso yo, que la humanidad entera
debiera tener asumido lo del “ Primum vivere”. que en el orden moral ha de interpretarse en
el sentido de que la vida de una persona vale más que todo el dinero del mundo.
¿Qué decir cuando hablamos, no ya de una vida, sino de millones de vidas?
Por fin hay indicadores
fiables que nos muestran que nuestro individualismo egolátrico nos mantiene
todavía lejos de alcanzar unos niveles deseables de solidaridad, no ya
solo entre las personas, sino también
entre las naciones. En este sentido la pandemia nos deja una severa advertencia:
o nos salvamos todos o todos sufriremos las consecuencias nefastas. Quiero acaba por donde comencé. Después de haber tenido una experiencia tan directa
de nuestra propia fragilidad y vulnerabilidad, los hombres y mujeres hemos de
volver al mundo de la interioridad, desde donde se podrán descubrir nuevos
horizontes. En tiempos
de crisis, huérfanos de utopías y de idealismos, acosados por los miedos y por las frustraciones, vuelve a ser hermosa,
una vez más, esa noble aspiración que apuesta por el hombre y reclama la
presencia del espíritu en medio de un
mundo materializado y deshumanizado.