2022-02-02

34 Debiéramos salir acrisolados de esta prueba


    


 Dos años llevamos ya conviviendo con la pandemia del covid-19 sin que sepamos todavía cual va a ser su alcance definitivo, tanto a nivel personal como social. Se dice que esta calamidad ha venido para quedarse, por lo que posiblemente de una forma u otra pudiera acompañarnos por tiempo indefinido. Como buenamente podamos, iremos tirando de paciencia, lo que sucede es que las reservas se van agotando y figuraos la que nos espera todavía. Estamos hechos un lío, tristes, apenados y totalmente desconcertados, pero lo peor que pudiera pasarnos es caer en el abatimiento y la desesperanza. En ocasiones como ésta es preciso sacar a relucir nuestro instinto natural de supervivencia y de superación, con el convencimiento de que no hay desgracia ni situación tan adversa que cien años dure  y además que no existe desgracia alguna de la  que no se pueda extraer alguna lección provechosa para la vida; es más, a veces las grandes conversiones a nivel personal y la profundas trasformaciones sociales, han tenido como origen acontecimientos trágicos y ahí está la historia para demostrarlo.


 “No hay mal que por bien no venga” reza un dicho popular lleno de sabiduría, que viene muy bien para la ocasión. Todo es cuestión de que sepamos interpretar los signos de los tiempos, lo cual sin duda va a exigirnos un cambio drástico de actitud mental ante la vida.  En este sentido no sería mala noticia el pronóstico que se viene barajando de que a partir de ahora ya nada volverá a ser lo mismo. A ver si cuando menos, la pandemia nos sirve para reconocer nuestros errores y encauzar nuestro rumbo. ¡Ojalá sea éste el momento de transformarnos por dentro! y es aquí precisamente  donde yo quería llegar.

De siempre, las adversidades nos han ayudado a descubrir las verdades esenciales que teníamos olvidadas. Llevamos demasiado tiempo inmersos en una existencia falseada e inauténtica, orgullosos de nuestra autosuficiencia, haciéndonos pasar por lo que no somos y creyéndonos libres, cuando en realidad andamos bastante deficitarios, al menos por lo que a la libertad interior se refiere. A poco que nos lo propusiéramos, la pandemia podría ayudarnos a salir de nuestros presuntuosos prejuicios, devolviéndonos al mundo de la realidad y obligándonos a ver las cosas tal y como son y no como nosotros quisiéramos que fueran.  El mundo occidental no puede seguir por más tiempo creyéndose sus propias mentiras y escondiendo la cabeza como el avestruz. De una vez por todas ha de hacer examen de conciencia sincero, que le lleve a reconocer que vivimos sumidos en la miseria espiritual, que somos víctimas de un vaciamiento aniquilador que amenazaba ruina por todas las partes , ha de reconocer humildemente que el  grosero materialismo nihilista, la voluptuosidad y la molicie,  no pueden seguir por más tiempo marcando el destino de la humanidad, porque esto sí que acabaría siendo una Catástrofe  demoledora con mayúscula.

 Experiencias como la que estamos viviendo ha habido muchas a lo largo de los tiempos y han servido para que los hombres y mujeres despertaran y abrieran los ojos. No podemos seguir por más tiempo buscando la felicidad por la ruta de la exteriorización, porque ésta no se encuentra fuera, sino dentro de nosotros mismos y es allí donde podemos encontrarla. Pero el caso es que  nunca como actualmente nos  habíamos sentido tan lejos de nosotros mismos  y tan volcados hacia el exterior.

Nunca tan cosificados, tan insustanciales y tan despreocupados por los grandes interrogantes humanos que hacen referencia a nuestro origen y destino, hasta el punto de haber perdido la conciencia reflexiva de interioridad, que es la que nos distingue del resto de los seres vivos y nos permite ser personas. Tan volcados  nos sentíamos hacia el exterior, tan condicionados por lo que sucedía puertas afuera, que habíamos elevado a la categoría de normalidad el hecho de que  nuestros afanes, expectativas  y apetencias giraran exclusivamente en torno al mundo circundante, hasta que llegó la pandemia a nuestras vidas y con ella vinieron las dudas y vacilaciones, hasta el punto de que  ese estado de normalidad frente a la naturaleza, se ha quebrado  y lo que ahora tenemos  es  desorientación y mucho miedo. Esta quiebra de la exterioridad de la que hablo, bien quisiera yo que representara el primer paso en orden a adentrarnos en la interioridad de nosotros mismos, de la que tan necesitados estamos.

De siempre, el encuentro con uno mismo ha sido, una de las aspiraciones humanas en orden a la propia liberación y sería de desear que así fuera en el futuro. Volver la mirada hacia nosotros mismos es condición indispensable para convertirnos en seres conscientes responsables y libres.  Para poder ser cada vez más hombre, más humano, mejor persona, es indispensable conocerse por dentro; de igual modo que para poder ser más libre es necesario ser dueño de uno mismo, pero para que esto suceda y el hombre pueda conocer  el mundo de su intimidad, es preciso tomar distancia con el exterior recogerse en sí mismo y mantenerse unido en el abrazo de su propio ser.  Convertir al hombre en centro de nuestras preocupaciones es precisamente el punto de donde se tendría que partir si aspiramos a conseguir un día ese mundo mejor del que todos hablamos.  Posiblemente estoy utilizando un lenguaje tan inusitado que la mayoría de la gente ni siquiera entiende y ello precisamente bien podría ser el gran drama de nuestra sociedad.

 Este tiempo de confinamiento al que nos tiene sometidos la indeseada pandemia del coronavirus, debiera servirnos para extraer de ella algo positivo, por lo menos para caer en la cuenta del estado de raquitismo espiritual, penuria moral y denigrante deshumanización, en que llevamos viviendo muchos años. No es el momento de pasar revista y hacer un análisis minucioso, baste con recordar algún indicador que nos remite a la situación en que nos encontramos. A juzgar por lo que llevamos visto, resultan especialmente descorazonadores algunos tipos de comportamientos que vienen a corroborar todo lo dicho. En primer lugar he de referirme a la visión generalizada  instalada en el marco de un ciego fatalismo, que lleva a las gentes a pensar que las cosas ocurren porque sí, porque así tienen que ocurrir, sin razón alguna, marginando la concepción providencialita, según la cual no hay  acontecimiento alguno que no esté bajo el control de Dios Creador y Padre. No hace falta decir que si lo que andamos buscando es consuelo para tanta desgracia, lo primero que tendríamos que hacer es cambiar de chip, porque, aparte de que el providencialismo es mucho más razonable que el fatalismo, resulta sobre todo mucho más esperanzador. Nada hay tan tranquilizador como irse a acostar sabiendo que todos los asuntos que nosotros no podemos resolver están en las mejores manos.  Por todo ello y cara al futuro que nos aguarda, no cabe duda que resulta mucho más atractivo el proyecto de construir un mundo con Dios que un mundo sin Dios.  

Decepcionante, por no decir otra cosa, está siendo también la falta de sentido ético con el que se está tratando esta funesta pandemia.  Desgraciadamente hay claros indicadores que muestran que en la prelación de valores no se están teniendo en cuenta criterios rigurosos de moralidad. En la jerarquía axiológica, nadie debiera dudar que la salud ocupa el vértice superior de la pirámide, pero en la realidad hemos podido ver como este valor absoluto ha sido postergado en consideración a intereses bastardos. En nuestros días ha vuelto el viejo litigio entre seguridad y libertad, sin que se nos aclare de qué tipo de libertad estamos hablando. A estas alturas, pienso yo, que la humanidad entera debiera tener asumido lo del “ Primum vivere”.  que en el orden moral ha de interpretarse en el sentido de que la vida de una persona vale más que todo el dinero del mundo. ¿Qué decir cuando hablamos, no ya de una vida, sino de millones de vidas?

Por fin hay indicadores fiables que nos muestran que nuestro individualismo egolátrico nos mantiene todavía lejos de alcanzar unos niveles deseables de solidaridad, no ya solo  entre las personas, sino también entre las naciones. En este sentido la pandemia nos deja una severa advertencia: o nos salvamos todos o todos sufriremos las consecuencias nefastas.  Quiero acaba por donde comencé. Después de haber tenido una experiencia tan directa de nuestra propia fragilidad y vulnerabilidad, los hombres y mujeres hemos de volver al mundo de la interioridad, desde donde se podrán descubrir nuevos horizontes.  En tiempos de crisis, huérfanos de utopías y de idealismos, acosados por los miedos y  por las frustraciones, vuelve a ser hermosa, una vez más, esa noble aspiración que apuesta por el hombre y reclama la presencia del espíritu en medio de un mundo materializado y deshumanizado.


 

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