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En el mundo educativo estamos
viviendo unos tiempos en los que las formas, los modos, las técnicas, los
métodos, en una palabra el “cómo”, lo son todo; en cambio las cuestiones de
fondo, es decir el “qué”, el “para qué” o el “por qué” de la educación, son cuestiones
que han dejado de interesarnos porque pertenecen a la filosofía y ya se sabe
esto de la filosofía en el mudo en que vivimos ya no sirve. Yo no estoy
nada seguro que las cosas tengan que ser así, por el contrario pienso que
inmersos como estamos en una profunda crisis de humanismo es urgente y más
necesario que nunca tratar de recuperar la dimensión humana de la educación.
Éste fue el motivo que me impulsó a escribir un libro con este mismo título,
publicado por la Fundación Universitaria Española, allá por el año
2002. |
Si no hubiéramos olvidado
que el arte de educar es una actividad humana hecha por hombres y para
hombres, hoy no tendríamos que lamentar el exceso de tecnificación en todos
los órdenes y tanta precariedad en las relaciones humanas. Educamos cuando
estamos ayudando a alguien a ser persona, cuando le facilitamos el encuentro
consigo mismo y con los demás, cuando le prestamos ayuda en orden a su
desarrollo personal. Hablo de ayudar a desarrollar la personalidad no de
suplantarla, peligro éste en que se puede incurrir y que es aprovechado por
los pedagogos iconoclastas para decir que la mejor educación es la que no
existe. La más elemental reflexión
nos coloca ante el hecho evidente de que el hombre nace ya con una naturaleza
humana, pero tiene que humanizarse, tiene que desarrollarse, hacerse hombre y
en esta trascendental misión tienen un papel importantísimo los padres y los
maestros. El género humano difícilmente hubiera superado un permanente estado
de primitivismo si no hubiera recibido el apoyo cultural de quienes les
precedieron dentro de una cadena interminable. El niño nada más nacer es
sujeto de unas capacidades internas que si no se cuidan se agostan como las
plantas. El ejemplo del niño prodigio Mozart podría resultar muy ilustrativo
al respecto. Si el genial compositor de Salzburgo no hubiera tenido un padre
a su lado que le hubiera ayudado a desarrollar sus dotes musicales, muy
posiblemente ahora no podríamos disfrutar de sus deliciosas composiciones. Siendo esto así no podemos
caer en el disparate de dar preeminencia a la pedagogía negativa sobre la
positiva, volcándonos en la prohibición y descuidando la motivación. Los
educadores hemos vivido obsesionados con los pozos de la droga, el sexo, la
violencia o el alcohol, tratando de impedir que nuestros educandos cayeran de
cabeza en ellos, con lo fácil que hubiera sido potenciar las actitudes
positivas y de esta forma hubiéramos conseguido no sólo
preservarles de estos peligros sino enraizarles en lugar seguro,
pues donde nace la buena hierba no crece la mala. Me viene a la memoria la
famosa frase “ama y haz lo que quieras” de Agustín de Hipona, que nos
ahorra cualquier otra explicación al respecto. La educación hemos de verla
como un revulsivo que nos ayuda a sacar fuera lo mejor de nosotros mismos,
como el arte de descubrir y revitalizar las dotes y cualidades ocultas, que a
buen seguro nos permitiría superarnos a nosotros mismos. Todo ello poniendo
en práctica la enseñanza personalizada de la que tan sabiamente nos habló
Víctor García Hoz. Qué pena que este tipo de orientaciones
pedagógicas no hayan gozado de la estima que fuera de desear en una sociedad
como la nuestra, que ha pasado a valorar más la información que la formación. Con disgusto por nuestra
parte hemos visto sucederse los diferentes planes de estudio en los que se
primaba la instrucción técnica en detrimento de los saberes
humanos. Recuerdo que hace unos años las autoridades académicas
trasladaron a los responsables gubernamentales su preocupación por este
asunto y la respuesta que de éstos obtuvieron fue que semejante cambio de
valoración debería tomarse como una exigencia social y que los propios
padres y alumnos eran los primeros en mostrarse satisfechos con los nuevos
planes educativos, que primaban el aprendizaje científico y tecnológico. Hasta cierto punto en la
mentalidad del siglo XXI ello resulta lógico, pues tanto padres como
alumnos ven en los estudios cursados un medio para acceder a un elevado
status social y poder vivir confortablemente, sin tener que pasar apuros al
final de mes. Por encima de todo se busca una buena preparación técnica
que garantizara el triunfo en la lucha laboral a cara de perro, que
previsiblemente habrá de librarse cuando se sale de la Universidad. Encontrar
un trabajo bien remunerado al acabar la carrera sigue siendo una
prioridad. El sueño americano es hoy por hoy una tentación irresistible y
para alcanzarle hay que estar bien preparado profesionalmente y responder al
perfil exigido en un mundo globalizado. No está mal que los jóvenes
acudan a los centros educativos pensando triunfar en la vida, aún así me
parece que esta finalidad resulta insuficiente. A la educación hay que
pedirle esto y mucho más. De poco sirve ser un profesional competente si no
se aprende a ser persona. Entre ser buen profesional o ser persona, lo
segundo debería ser lo primero. En una ocasión me dejó impresionado el
testimonio de una madre cuyo hijo a duras penas podía alcanzar los niveles
mínimos de conocimiento. Estoy orgullosa de él, decía, porque es un muchacho
noble y buena persona. No le faltaba razón a la buena señora. Si yo tuviera
que apostar por alguien lo haría por tipos como éste, lo digo con toda la
sinceridad del mundo. Si después de miles de
esfuerzos no logramos hacer de nuestros educandos sujetos de valores humanos
y trascendentes de poco va a servir todo lo demás. Un ser humano que se rige
por criterios puramente pragmáticos nunca podrá sentirse plenamente
satisfecho consigo mismo. Con esto no quiero decir que tengamos que renunciar
a la cultura de nuestro tiempo, no es eso. Bien están los conocimientos y el
domino de la técnica y más en estos tiempos que corren. No seré yo,
seducido por el mundo de la informática, quien reste valor al prodigioso
universo virtual, lo que quiero decir es que no se pueden confundir los
medios con los fines. Si es de educación de lo que estamos hablando hemos de
tener claro no ya cual es nuestro modelo de ciudadano, sino cual es
nuestro modelo de persona y a partir de aquí ajustar el proceso educativo
correspondiente. No veo otro modo. El modelo ideal de persona
nos obliga a contemplar al hombre en toda su integridad, abierto a todas las
posibilidades humanas. Si queremos una educación en plenitud tendremos que
abrirnos también a la vida del espíritu, donde se ven multiplicadas hasta el
infinito las posibilidades que conforman nuestra vocación humana. Hemos de
seguir manteniendo vivos los más bellos ideales de amor universal,
fraternidad, solidaridad, comprensión y entrega a los demás. Hemos de seguir
soñando en un mundo más justo, más libre, más feliz y más humano. El peligro
inquietante de que la sociedad del futuro pueda ser gobernada por individuos
robotizados o por máquinas inteligentes dejará de intimidarnos si
humanizamos a la educación y la dotamos de una finalidad última al servicio
de la persona, por encima de los intereses utilitarios. |