2022-02-17

100.- No podemos olvidarnos de la dimensión humana de la educación

 




 

En el mundo educativo estamos viviendo unos tiempos en los que las formas, los modos, las técnicas, los métodos, en una palabra el “cómo”, lo son todo; en cambio las cuestiones de fondo, es decir el “qué”, el “para qué” o el “por qué” de la educación, son cuestiones que han dejado de interesarnos porque pertenecen a la filosofía y ya se sabe esto de la filosofía en el mudo en que vivimos ya no sirve.  Yo no estoy nada seguro que las cosas tengan que ser así, por el contrario pienso que inmersos como estamos en una profunda crisis de humanismo es urgente y más necesario que nunca tratar de recuperar la dimensión humana de la educación. Éste fue el motivo que me impulsó a escribir un libro con este mismo título, publicado por la Fundación Universitaria Española, allá  por el año 2002.

 Si no hubiéramos olvidado que el arte de educar es una actividad humana hecha por hombres y para hombres, hoy no tendríamos que lamentar el exceso de tecnificación en todos los órdenes y tanta precariedad en las relaciones humanas. Educamos cuando estamos ayudando a alguien a ser persona, cuando le facilitamos el encuentro consigo mismo y con los demás, cuando le prestamos ayuda en orden a su desarrollo personal. Hablo de ayudar a desarrollar la personalidad no de suplantarla, peligro éste en que se puede incurrir y que es aprovechado por los pedagogos iconoclastas para decir que la mejor educación es la que no existe.

 La más elemental reflexión nos coloca ante el hecho evidente de que el hombre nace ya con una naturaleza humana, pero tiene que humanizarse, tiene que desarrollarse, hacerse hombre y en esta trascendental misión tienen un papel importantísimo los padres y los maestros. El género humano difícilmente hubiera superado un permanente estado de primitivismo si no hubiera recibido el apoyo cultural de quienes les precedieron dentro de una cadena interminable. El niño nada más nacer es sujeto de unas capacidades internas que si no se cuidan se agostan como las plantas. El ejemplo del niño prodigio Mozart podría resultar muy ilustrativo al respecto. Si el genial compositor de Salzburgo no hubiera tenido un padre a su lado que le hubiera ayudado a desarrollar sus dotes musicales, muy posiblemente ahora no podríamos disfrutar de sus deliciosas composiciones.

 Siendo esto así no podemos caer en el disparate de dar preeminencia a la pedagogía negativa sobre la positiva, volcándonos en la prohibición y descuidando la motivación. Los educadores hemos vivido obsesionados con los pozos de la droga, el sexo, la violencia o el alcohol, tratando de impedir que nuestros educandos cayeran de cabeza en ellos, con lo fácil que hubiera sido potenciar las actitudes positivas y de esta forma  hubiéramos conseguido  no sólo preservarles de estos peligros  sino enraizarles en lugar seguro, pues donde nace la buena hierba no crece la mala. Me viene a la memoria la famosa frase “ama y haz lo que quieras” de Agustín de Hipona, que nos ahorra  cualquier otra explicación al respecto.

 La educación hemos de verla como un revulsivo que nos ayuda a sacar fuera lo mejor de nosotros mismos, como el arte de descubrir y revitalizar las dotes y cualidades ocultas, que a buen seguro nos permitiría superarnos a nosotros mismos. Todo ello poniendo en práctica la enseñanza personalizada de la que tan sabiamente nos habló Víctor García  Hoz. Qué pena que este tipo de orientaciones pedagógicas no hayan gozado de la estima que fuera de desear en una sociedad como la nuestra, que ha pasado a valorar más la información que la formación.

 Con disgusto por nuestra parte hemos visto sucederse los diferentes planes de estudio en los que se primaba la instrucción técnica en detrimento de los saberes humanos. Recuerdo que hace unos años las autoridades académicas trasladaron a los responsables  gubernamentales su preocupación por este asunto y la respuesta que de éstos obtuvieron fue que semejante cambio de valoración debería tomarse como una exigencia social y que los  propios padres y alumnos eran los primeros en mostrarse satisfechos con los nuevos planes educativos, que primaban el aprendizaje científico y tecnológico.

 Hasta cierto punto en la mentalidad del siglo XXI ello resulta lógico, pues tanto padres como alumnos ven en los estudios cursados un medio para acceder a un elevado status social y poder vivir confortablemente, sin tener que pasar apuros al final de mes.  Por encima de todo se busca una buena preparación técnica que garantizara el triunfo en la lucha laboral a cara de perro, que previsiblemente habrá de librarse cuando se sale de la Universidad.  Encontrar un trabajo bien remunerado al acabar la carrera sigue siendo  una prioridad. El sueño americano es hoy por hoy una tentación irresistible y para alcanzarle hay que estar bien preparado profesionalmente y responder al perfil exigido en un mundo globalizado.

 No está mal que los jóvenes acudan a los centros educativos pensando triunfar en la vida, aún así me parece que esta finalidad resulta insuficiente. A la educación hay que pedirle esto y mucho más. De poco sirve ser un profesional competente si no se aprende a ser persona. Entre ser buen profesional o ser persona, lo segundo debería ser lo primero. En una ocasión me dejó impresionado el testimonio de una madre cuyo hijo a duras penas podía alcanzar los niveles mínimos de conocimiento. Estoy orgullosa de él, decía, porque es un muchacho noble y buena persona. No le faltaba razón a la buena señora. Si yo tuviera que apostar por alguien lo haría por tipos como éste, lo digo con toda la sinceridad del mundo.      

 Si después de miles de esfuerzos no logramos hacer de nuestros educandos sujetos de valores humanos y trascendentes de poco va a servir todo lo demás. Un ser humano que se rige por criterios puramente pragmáticos nunca podrá sentirse plenamente satisfecho consigo mismo. Con esto no quiero decir que tengamos que renunciar a la cultura de nuestro tiempo, no es eso. Bien están los conocimientos y el domino de la técnica y más en estos tiempos que corren. No seré yo, seducido por el mundo de la informática, quien reste valor al prodigioso universo virtual, lo que quiero decir es que no se pueden confundir los medios con los fines. Si es de educación de lo que estamos hablando hemos de tener claro no ya cual es nuestro modelo de ciudadano, sino cual es  nuestro modelo de persona y a partir de aquí ajustar el proceso educativo correspondiente. No veo otro modo.  

 El modelo ideal de persona nos obliga a contemplar al hombre en toda su integridad, abierto a todas las posibilidades humanas. Si queremos una educación en plenitud tendremos que abrirnos también a la vida del espíritu, donde se ven multiplicadas hasta el infinito las posibilidades que conforman nuestra vocación humana. Hemos de seguir manteniendo vivos los más bellos ideales de amor universal, fraternidad, solidaridad, comprensión y entrega a los demás. Hemos de seguir soñando en un mundo más justo, más libre, más feliz y más humano. El peligro inquietante de que la sociedad del futuro pueda ser gobernada por individuos robotizados o por  máquinas inteligentes dejará de intimidarnos si humanizamos a la educación y la dotamos de una finalidad última al servicio de la persona, por encima de los intereses utilitarios.

   




244.-Tenemos la obligación de defender nuestra civilización cristiana.

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