Nunca debiéramos olvidar que en la vida de los hombres todo es pasajero. El tiempo todo lo va desgastando, pero los seres humanos tenemos un instinto de conservación tan fuerte que nos negamos a aceptar lo inevitable. Así como cada cual ve la muerte como algo que sólo afecta a los demás, del mismo modo vemos como incombustible nuestro vigente sistema político, pero lo cierto es que al final también él acabará inexorablemente en el cementerio de la historia. Nosotros, precisamente nosotros, los españoles que tan de prisa aprendimos a claudicar de todas las seguridades y certezas, que hemos echado por la borda todos los principios religiosos, morales, sociales y familiares, seguimos aferrándonos al dogma político de que el Régimen de 1978 es perenne e inamovible, más valioso incluso que el propio Estado, de modo que en el caso de tener que elegir, debiéramos preferir ser demócrata antes que ser español; lo cual resulta tan demencial como decir que lo importante es el color de un edificio y no el edificio en sí mismo. Se podrá cuestionar la integridad territorial de la nación, pero ojito con que a nadie se le ocurra poner en cuestión la necesidad de la sacrosanta democracia, cuyas excelencias están por encima de todo lo humano y lo divino, cuando la realidad es que este sistema político es meramente coyuntural y pensadores de la talla de Sócrates y Platón tuvieron de él una mala opinión. Otros grandes pensadores como Aristóteles o Sto. Tomás, sin llegar a tanto, pensaron que la democracia no es ni mucho menos, el único sistema político a tener en cuenta, por lo que llegado el momento, cuando lo exijan las circunstancias, habría que pensar en otro más recomendable. De hecho, entre nosotros se está hablando ya de crisis en la viabilidad democrática, puesto que lo que ahora está pasando no es tan distinto de lo que ya sufrimos en la década tenebrosa de los años 30 del siglo pasado; los enemigos de España están dentro de las Instituciones del Estado y en nuestro suelo ha vuelto a resurgir la cristofobia de los que gritan: “la mejor iglesia es la que arde”, si bien, de momento parecen contentarse con derribar solamente cruces, que dicho sea de paso, ya van unas cuantas.
Es obvio que actualmente los acelerones y
cambios se suceden muy rápidamente y cualquier acontecimiento inesperado puede trastocarlo
todo. Aparte del azote del coronavirus,
el ejemplo lo tenemos en el vendaval del
15 M. que aunque acabó desvirtuándose, originariamente fue un movimiento
trasversal de indignados de todos los colores, integrado por las diversas capas
sociales, que surgió súbitamente y aunque no llegara a cuajar, bien pudo acabar
siendo el principio del fin. Acontecimiento reseñable fue también el asalto al
Capitolio Norteamericano el 6 de enero de 2021, cuando nadie lo esperaba, que
puso en jaque el sistema político de este país. La cosa no llegó a mayores, pero
se comenzó a decir que la democracia había quedado tocada, y que estaba en
venta, pasando a ser este acontecimiento en cuestión, un punto de inflexión a
nivel mundial, que permite hablar de un antes y un después.
A nadie se le pasa por alto de que estamos viviendo tiempos
de incertidumbre en todos los órdenes y el mundo de la política, en cualquier
momento puede convertirse en un volcán en erupción. Los signos de turbulencias son claros, las
precedentes crisis de humanismo y de pensamiento lo venían anunciando, pero ha tenido
que llegar la crisis económica para que el pueblo se percatara de que la cosa
no era tan idílica como nos la habían pintado. A las puertas estamos de una
crisis energética que en cualquier momento puede dejarnos totalmente a oscuras
o cuando menos existe la impresión de que los años de las vacas gordas se han
acabado y se espera que de modo más o menos encubierto se proceda a un
racionamiento energético, porque nuestro derroche ha llegado a tal extremo que
se consume más energía que la que se crea. ¿Qué puede suceder cuando esto se
produzca? ¿Podría significar el final de
un ciclo?
Aquí en España, las campañas propagandísticas de los
estómagos agradecidos, encaminadas a exaltar las bondades de aquellos “Pactos de la Moncloa”, cada
vez son menos creíbles para unos
ciudadanos que han sido engañados mil veces por unos y por otros, que sufren
los efectos del desencanto, viviendo bajo la amenaza constante de la
inseguridad y el sobresalto, haciéndose notar cierta agitación en la calle.
Ahora les toca los trabajadores del
metal en Cádiz, a los agricultores, a los Agentes de todas las Policías… y si
bien resulta exagerado hablar de
explosión social, ésta pudiera llegar a producirse finalmente, de no darse una
regeneración capaz de suscitar en la ciudadanía renovadas esperanzas, tanto en
el orden material como en el moral y humano. Se habla ya de la necesidad de que
desaparezcan los privilegios y prebendas de la casta política, se desconfía de
quien ejerce la autoridad y se añora a personas
honestas y eficaces, que pudieran ejercerla más dignamente, pero es difícil por
no decir imposible que este tipo de personas honradas puedan hacer acto de
presencia en la escena política, a
no ser que se modificaran las reglas de juego y se sustituyera la baraja por
otra ¿O
es que acaso se puede negar que si
alguien no tiene el menor porvenir
político en un sistema como éste, es precisamente la persona irreprochable,
íntegramente honesta que va con la verdad por delante, dispuesta siempre a
hacer lo que debe sin estar condicionada por los votos?
Ignoramos si vamos a permanecer por mucho tiempo con este
mismo esquema, lo que sí sabemos es que esta España de los separatismos que
alumbrara la Constitución del 1978 se encuentra en una situación política y
económica delicada y por si fuera poco el turbio asunto del Rey Emérito ha venido a
echar más leña al fuego, lo que bien pudiera acabar en una grave cuestión de
Estado, debilitando aún más el sistema que el mismo propició. Se vislumbran
muchos frentes abiertos y cualquiera se da cuenta que “el horno no está para
bollos”. Los primeros en apreciar el delicado momento que atravesamos son los
mismos políticos que enzarzados en un fuego cruzado no cesan de culpabilizarse mutuamente
del deterioro del sistema.
Siempre es arriesgado hacer vaticinios al respecto, aún con
todo, no deja de ser pertinente hacer previsiones de futuro, después de haber
tomado conciencia de un fenómeno que forma parte del escenario político-social
que nos está tocando vivir y que no es otro que un generalizado estado de
frustración popular que se manifiesta a través de las redes sociales y también por
lo que dicen las encuestas, como por ejemplo la del CIS de Febrero de 2016. La
gente en su gran mayoría no está por la violencia, es verdad, pero eso sí, se
muestra hastiada, decepcionada, desesperanzada, y habría que preguntarse si
existen razones para tanto enfado. Así
las cosas, no es descabellado predecir que antes de lo que se piensa, la gente
pudiera acabar por no conformarse con hacer el caldo gordo de manera indefinida
al embaucador de turno y comenzara a
pensárselo dos veces a la hora de tener que acudir borreguilmente a depositar
su voto en las urnas cada cuatro años, tal como está sucediendo por ejemplo en Francia
y en otros países de nuestro entorno. Estamos hablando de frustración política,
pero es que existe también la frustración social que dejamos para que sea analizada
en una siguiente reflexión