Por supuesto que las relaciones sociales dentro de una comunidad han de estar debidamente reguladas, naturalmente que en toda sociedad, país o nación, se hace imprescindible un ordenamiento jurídico capaz de coordinar esfuerzos, con miras a obtener el bien general. Todo esto forma parte de la cultura del comportamiento, que como todo saber humano ha de sustentarse en unos principios de orden superior presididos por la ética, por eso en este orden de cosas hay que comenzar sabiendo diferenciar lo que es la legalidad y lo que es la eticidad, siendo también conscientes de que el orden jurídico debe estar supeditado al orden ético y que si esto no es así aquel pierde su legitimidad.
La justicia, como concepto genérico de índole moral, debe
presidir toda construcción legislativa, que viene a ser el armazón de lo que
conocemos como un estado de derecho, lo cual supone que antes de ponernos a
legislar hemos de partir de unos principios fundamentales, inamovibles e inalterables,
que tienen su origen remoto en la Ley Eterna dictada por Dios, Dueño y Señor de
todo lo creado y como origen próximo la conocida universalmente como Ley
Natural. De este modo es como lo
entendió siempre la cultura occidental
europea de nuestros antecesores, que supieron amalgamar la razón griega, el
derecho romano y la ética cristiana, en un sólido cuerpo jurídico y así se vino
manteniendo hasta los nuevos tiempos, en
que aparecieron descabellados planteamientos inspirados en un antropocentrismo,
según el cual el hombre se convierte en el juez
que sentencia lo que es bueno y lo que es malo, lo que conviene y lo que
no conviene, lo que es justo y lo que no lo es. A partir de aquí el hombre dejaba
de ser el buscador de la Verdad, el Bien y la Belleza prexistentes, para
convertirse en su creador.
Bajo este supuesto, fácil es imaginar
la subversión operada, no solamente en el mundo de los valores sino también en
la jurisprudencia, donde la legalidad se antepone a la eticidad, lo cual
significa colocar la carreta delante de los bueyes. Desde este critico momento
en que el bien útil adquiere el protagonismo en detrimento del bien honesto,
cabe esperar cualquier disparate y esto
es exactamente lo que está sucediendo:
Todos hemos podido ver cómo lo que antes era considerado como virtud ahora es
visto como vicio y viceversa, el antivalor ha pasado a ser un valor, la
libertad se la confunde con el libertinaje, lo falso como verdadero, y si llega
la ocasión, lo manifiestamente injusto puede quedar legalmente convalidado, porque
las referencias objetivas han desaparecido y solo nos queda la subjetividad del
hombre, que como dijera Protágoras ha pasado a ser la medida de todas las cosas.
Él será a partir de ahora y solo él quien se encargue de encontrar un patrón
legislativo, ajustado a sus deseos, para regular el compartimiento social y es
suficiente con que algo esté bendecido por la ley para que esté libre de toda
sospecha. Nunca he entendido que se
denominara de derecho a un estado en manos de depredadores, que no se someten a
un absoluto moral, ni tienen en cuenta la ley natural, haciendo de su capa un
sayo y legislando de “facto”, según los intereses ideológicos y
circunstanciales. ¿Esta es la consistencia que tiene nuestro estado de derecho?
A lo largo de los años se ha ido entretejiendo
un entramado iuspositivista al amparo de la tesis, según la cual, un ordenamiento
jurídico al margen de la moral puede ser considerado válido
y por tanto obligatorio, porque se piensa que la ley positiva por sí
misma tiene la capacidad de legitimarlo
todo, de modo y manera que al no necesitar ya para nada el orden “del deber ser”,
éste ha acabado desapareciendo, para quedarnos solamente con la “validez fáctica”. En este sentido pudimos escuchar en su día la
voz de un mandatario político español, de cuyo nombre no quiero acordarme, quien
llegó a decir que era preciso recoger en el parlamento lo que era normal en la
calle, lo cual no deja de ser un disparate, que en modo alguno tiene cabida en
el marco de una iusfilosofía sana. Así, con esta forma de pensar, se han ido
prefabricando, como si fueran churros, leyes y más leyes, que han acabado
blanqueando actos delictivos y criminales, normalizando conductas aberrantes, estabilizando
comportamientos antinaturales, que producen verdadero escándalo. ¿Acaso en un
estado de derecho se puede permitir el asesinato de millones de criaturas
inocentes? ¿Se puede imponer el pensamiento único? ¿Es comprensible que en un
estado de derecho se desnaturalice el matrimonio y se haga tabla rasa de la Ley
Natural? Alegremente, en una Europa descompuesta y desorientada, se está dando
por sentado que podemos sentirnos satisfechos del estado de derecho que
nosotros mismos hemos fabricado, pero hay muchas dudas, que nos asaltan y nos
hacen pensar que tal estado de derecho no existe o al menos no es tal y como
nos los presentan, por eso la sociedad civil, en temas como este, debiera ser
más crítica.
La diferencia entre un estado “de iure” y un
estado “de facto” no viene marcada exclusivamente por la separación de los tres
poderes, incluso en el caso de que esta separación fuera real y efectiva, que
ya es mucho decir. No, la diferencia está sobre todo en que uno se fundamenta
en “la fuerza de la razón” y el otro en “la razón de la fuerza”. En los estados
primitivos y bárbaros la fuerza era el derecho y el derecho era la fuerza, de
modo que se poseían todos aquellos derechos para los que se tenía fuerza. La situación de hoy, naturalmente, es
diferente, pero aun, así hay que seguir hablando de la “razón de la fuerza” en
la actual jurisprudencia, no ciertamente de la fuerza bruta, sino de la fuerza
de los votos que son en definitiva en
los que se sustancia los estados modernos, de tal modo, que los derechos quedan
supeditados a los votos que en manera alguna nos remiten a ese absoluto moral,
expresado a través de la ley natural, en la cual debiera descansar todo
ordenamiento jurídico, con lo cual hemos retrocedido varios siglos y en lugar
de tener a Dios como supremo legislador ahora
estamos en las manos caprichosas del advenedizo de turno. El fracaso de las
instituciones es evidente, sobre todo por lo que a España se refiere, donde no
hemos hecho otra cosa que cosechar corrupción, depravación y deshumanización,
tanto si gobernaba el PP como si gobernaba el PSOE, lo que ha dado pie para que
algunos comiencen a hablar de estado fallido. La indignación es tanta, que
obliga a pensar que tiene que haber
algún tipo de mecanismo en forma de revolución pacífica, que nos permita
recuperar lo perdido y haga posible que la vida política de nuestra nación y la
de todo Europa vuelva a tener como norma suprema de referencia la ley de Dios. Esta aspiración hoy por hoy puede resultar algo utópica, pero cada día
que pase y a medida que la ciudadanía vaya despertando, lo irá siendo menos