Resurrección. Oh gloria
taladrada y tan nuestra,
tan de hueso y de carne
firme, caliente, fresca (Gerardo Diego)
La Pasión de Cristo no tenía como destino definitivo la muerte sino la vida. La Resurrección sólo estuvo esperando tres días bajo una losa. La Buena Nueva de que es portador el cristianismo tiene su colofón en el Misterio Pascual, que se nos muestra como razón última de nuestra esperanza, como causa fundamental de nuestra alegría. Después de haber entregado su vida para salvar la mía y la tuya, nos hace partícipe de su triunfo. Al despuntar el lucero del alba el sepulcro se abre para dar paso al Cristo triunfante que se yergue victorioso, como el sol naciente sobre el horizonte, disipando todas las tinieblas. Envuelto en rayos de luz sale de la tumba para anunciarnos que ha vencido a la muerte para siempre En la mañana de Pascua tuvo lugar el retoñar de eternas aspiraciones que parecían pérdidas para siempre. En esa mañana luminosa el Resucitado de Dios hace retroceder a la muerte, nos ensancha el corazón y pone bálsamo en nuestras manos para ahuyentar nuestros miedos y cicatrizar las heridas. En esta mañana gloriosa el Resucitado se ve multiplicado en todos los hombres, de manera especial en los marginados, los pobres, los que sufren y los excluidos de todas las esperanzas humanas. Es así como nace la Nueva Humanidad redimida. Se acabó toda opresión y esclavitud, se acabaron los miedos y amenazas, porque la muerte ha sucumbido ante la vida, convirtiéndose en episodio pasajero, puente entre dos riberas, dejando así de entristecer la tierra. La Resurrección es también el punto de partida que inaugura la nueva era y abre las puertas a una vida renovada.
Todos podemos ser testigos de este prodigioso acontecimiento con solo mantener los ojos abiertos a la historia. Tal vez no podamos penetrar en la profundidad de su misterio, ni podamos explicar con palabras humanas el cómo, el por qué y el para qué de lo ocurrido; pero el milagro aconteció y eso es algo que la historia sobradamente ratifica. La tumba vacía desde hace 20 siglos es un testimonio fehaciente que nadie ha podido desmentir. La investigación histórica, dispone hoy día de variedad de medios, documentos y recursos suficientes como para haber echado por tierra el relato evangélico en el caso de que éste hubiera sido una farsa inventada por sus seguidores, entre los que, dicho sea de paso, se encontraban incrédulos tan testarudos como Tomás, que tuvieron que rendirse ante la evidencia de unos hechos palpables. Lo mismo que le pasó al periodista inglés, Dr. Frank Morison quien comenzó a escribir su libro “¿Quién movió la piedra?” intentando demostrar que todo había sido un mito y al final se encontró con una evidencia innegable. A pesar de todo, miopes seguirá habiendo, empeñados en probar la no historicidad de Jesús de Nazaret; pero lo único que están consiguiendo es bordear el ridículo ¿A qué está esperando el hombre moderno para tomarse en serio la resurrección de Jesucristo?
El dolorismo en su sentido más negativo, ese que contribuye a avinagrarnos la cara y a matar toda sonrisa, no es el mejor ejemplo del testimonio cristiano, ni tampoco el que esperan los que nos observan desde fuera. Nietzsche, enrabietado, reprochaba a los cristianos de su tiempo que en sus rostros no se veía reflejada la alegría de Cristo Resucitado y algo parecido le sucedía al converso Julian Hartridge, quien también, un tanto decepcionado, nos cuenta en sus escritos como veía a los cristianos salir de los templos en medio de bostezos, cuando él lo que esperaba era avistar rostros radiantes de alegría de quienes decían haberse encontrado con el Resucitado. No, los cristianos no son, ni mucho menos, como esos forofos que salen del estadio enloquecidos, al haber visto como su equipo se proclamaba campeón.
Algunos en cambio hemos tenido más suerte, mi experiencia personal, que es de la que puedo hablar, va en sentido contrario. Afortunadamente yo sí he tenido la ocasión de ver reflejada esa alegría en el rostro de quienes no teniendo nada parecen poseerlo todo. Siempre que visito a mis queridas y admirables monjas contemplativas me lleno de optimismo, experimento una gozosa paz difícil de describir y de olvidar. A través suyo he podido comprobar lo que es sentir por dentro la alegría de la Pascua, que en ellas brota a raudales, contagiando a quienes se les acercan. De allí salgo diciendo. ¿Cómo puede ser esto?... Se lo he preguntado a ellas y lo que me dicen de la forma más natural del mundo es que tienen a Cristo y no necesitan más. Yo lo que deduzco a juzgar por la alegría que se transparenta en sus rostros, es que el Cristo que ellas deben llevar dentro no puede ser otro más que el Cristo Resucitado. Al final uno acaba entendiendo que la alegría interior, esa que se lleva dentro, se alimenta de la fe en el Dios de la Pascua y es difusiva, como el “Bonum” del que nos habla Sto. Tomás.
Lo que debiéramos preguntarnos, los cristianos en general es ¿Por qué no nos sentimos los hombres más felices de la tierra? ¿Por qué con nuestra alegría no testimoniamos al mundo que el cristianismo es la religión del optimismo? A lo mejor lo que nos está pasando es que sólo creemos a medias. Creemos, sí, que Cristo resucitó, pero no estamos tan seguros de que nosotros también resucitaremos con Él. Puede que no hayamos acabado de entender el sentido de la Pascua y pensemos que la resurrección sólo afecta a Cristo y que nosotros tenemos que ganárnoslo a pulso con nuestras pobres fuerzas y de ahí vienen los recelos. Los apóstoles al principio también anduvieron recelosos, hasta que la acción del Espíritu les hizo comprender que por virtud de la gracia somos herederos con Cristo, quien ha pagado sobradamente el precio de nuestro rescate. Esto no quiere decir que no debamos cooperar, participando en lo que los teólogos llaman corredención. Una cosa no quita a la otra. Las palabras de Cristo son muy claras al respecto. Para poder resucitar primero hay que morir. Para poder gozar hay que aprender a sufrir. El precio de la alegría interior es la renuncia de sí mismo.