La crisis de
racionalidad y el declive de la filosofía se está dejando sentir en cuanto a la
proyección de los verdaderos humanismos, que están perdiendo fuerza y
actualidad. La preocupación de la gente en general está orientada a otros
menesteres, que tienen más que ver con el bienestar material y menos con las
aspiraciones humanistas, por lo que bien pudiera decirse que nuestra era
posmetafísica es también una era carente de humanismos, tal como quedara reflejado
en la carta sobre el humanismo de Heidegger. Podrìamos decir que más que
de defensa del hombre lo que se nos ofrece es un rechazo del hombre. ¿Qué es el
hombre y qué podemos esperar de él? Es una cuestión que cada vez se nos muestra
más complicada, y existe la sospecha de que nuestros juicios sobre el ser
humano pueden estar equivocados. La crisis de humanismo ha llegado a tanto que
el hombre se ha convertido en problema para sí mismo y las vías cognitivas
parecen estar agotadas, para dar paso al pesimismo humanista que reniega
del hombre, tal es el signo característico de la época conocida como
poshumanista. Una época que comenzó con la muerte de Dios para acabar con
la muerte del hombre, proceso que resulta bastante lógico si tenemos en cuenta
que la mayor dignidad del hombre estaba en ser el reflejo de Dios y una vez
desaparecida esta referencia su grandeza quedaba cuestionada. En estos
últimos tiempos hemos sido testigos de cómo el hombre ha ido desapareciendo de
la filosofía no solo como objeto de estudio, sino y sobre todo, como sujeto de
su propia conciencia y libertad, que nos remitía a la imagen divina correlativa.
Dentro del contexto en
que actualmente nos movemos encontramos unas tensiones que no acabamos de
ajustar debidamente, por más que las filosofías de diverso signo lo hayan
intentado, sin percatarnos que solo cuando tratamos de descifrar el misterio
humano a través de Dios es cuando comienzan a disiparse las aparentes
contradicciones. En la última fase de este trágico proceso, tan funesto para el
humanismo, parece como que fuera tomando fuerza un nuevo proyecto, que apunta
en la dirección del amor y del cuidado al otro. La experiencia nos ha ido
demostrado que podemos estar equivocados en nuestros juicios, pero que nunca
nos equivocamos cuando ponemos en práctica un amor desinteresado. Aun así, algo
sigue resultando paradójico, como es el hecho de que a pesar que hay mil
razones en favor del amor y ninguna a favor del odio, sin embargo, éste se hace
realidad en nuestras vidas. Es difícil explicar por qué dentro de la condición
humana haya de estar más presente el odio que el amor, pero desgraciadamente es
algo que ocurre con frecuencia en nuestro mundo. No solamente el
odio, sino las ansias de poder están haciendo que vivamos atrapados en la
dinámica del amor al poder” y no en la dinámica del poder del amor. Los graves
sucesos en forma de crisis económicas, pandemia generalizada y guerras a nivel
mundial, nos están avisando de que hemos llegado a la situación de alerta roja;
ellos bien pudieran ser esos signos y señales, a través de los
cuales se nos está anunciando que tenemos que cambiar de rumbo
y colocar nuestras vidas en la dirección correcta, que no es otra
que la de tomarnos en serio la tarea de la
confraternización universal, que lleva el sello del humanismo
cristiano.
No cabe duda de que la
grandeza del cristianismo es haber hecho del amor, el constitutivo esencial de
la existencia humana; esta revelación fue la gran noticia para todos los
pueblos de la tierra, esta fue también su gran aportación al humanismo de todos
los tiempos. Si con una sola palabra se pudiera expresar lo específicamente cristiano,
ésta sería la del amor, que comprende y sobrepasa toda justicia, solidaridad, o
altruismo. El amor viene a ser la expresión más exacta que se
desprende del mensaje evangélico. En sus orígenes el signo del cristianismo no
era otro que su entregada a Dios y a los demás. A lo largo de los tiempos, la
teología cristiana ha venido desarrollando este tipo de humanismo en
sus tres vertientes a) amor de Dios al hombre, b) amor del
hombre a Dios, c) amor del hombre al hombre, que brevemente trataremos de reseñar,
convencidos de que este itinerario nos abre las puertas a
una propuesta esperanzadora y fecunda.
a) El amor de Dios al hombre es
la realidad de un misterio sublime. Desde siempre, Dios ha amado, ama y seguirá
amando eternamente a los hombres que Él libérrimamente creó, aunque éstos ni
siquiera lo sepan. Ésta es la gran noticia de todos los tiempos, aunque como
siempre, hayamos sido nosotros los que hemos impedido que esta verdad fuera
creíble, al convertir al Dios del amor en el Dios del temor, a quien hemos
tenido por un Ser distante e imaginado como un Juez severo. En aquellos
momentos precisos en que debimos tener confianza sólo tuvimos miedo y pocas
veces nos hemos parado a pensar seriamente en lo que significa la paternidad de
un Dios, que nos ama infinitamente más de lo que nosotros mismos nos
amamos. Tal vez por eso no acabamos de fiarnos totalmente de Él, ni acabamos de
poner fin a nuestra angustia existencial. Quienes han tenido la experiencia del
amor de Dios se han sentido seguros, aunque no haya desaparecido la prueba, la
enfermedad o la desgracia, porque tenían el convencimiento de que no estaban
solos ni nunca lo iban a estar. Ninguna razón hay tan poderosa como el amor de
Dios para sentirse tranquilos. Es verdad que el
amor del Padre puede venir envuelto en un manto de silencio desconcertante.
“Ante la desigualdad, el dolor, el sufrimiento, la injusticia, Dios calla. El
creyente se encuentra envuelto en el silencio desconcertante de Dios. Jesús en
su agonía sintió ese silencio de Dios. Aquel que calla. De repente todas las
luces se apagaron en el cielo de Jesús. ¿También el Padre estaría en la masa de
los desertores? ¿También El, como Caifás, le condenaba? Todos los horizontes y
fronteras quedaban clausurados. El pobre Jesús flotaba como un náufrago
perdido... Era el silencio de Dios”. (I. Larrañaga. O. C, pág. 68.) Sabemos que
esto puede suceder y hemos de estar preparados. Cuando en la larga travesía de
áridos desiertos hagan su aparición las borrascas, al menos de una cosa hemos
de estar seguros y es de que Tú estarás ahí, aunque no te sintamos, porque sabemos de quien nos hemos
fiado.
b) El amor del hombre
a Dios es la respuesta agradecida de la criatura a su Creador y ha de
estar representada por la entrega incondicional de la persona. La obligada
referencia del yo al tú es algo constatado suficientemente por la Psicología,
pero es la experiencia mística la que nos descubre que la base más profunda de
esta alteridad la encontramos en Dios mismo, a quien el hombre está llamado a
amar con todo su corazón, alma y mente. En definitiva, es de esta asignatura de
la que seremos examinados cuando todo haya pasado. Es en el amor a Dios donde
el cristiano experimenta la alegría de dar, o mejor de darse, haciendo de sí
mismo una oblación, que tiene la forma de entrega generosa, que a su vez
comporta un carácter formal de acatamiento a su voluntad, lo cual viene
expresado en el fiel cumplimiento de los mandatos divinos. Por ello el amor no
es cuestión de simple sentimiento, sino un acto de donación. En tal sentido, el
signo del amor es acatamiento y oblación. Quien no entienda que el amor de Dios
es entrega no habrá entendido lo que es amor. En realidad, nada como
el amor a Dios nos compromete tanto, pues nos exige estar en actitud de plena
disponibilidad constante, para que Dios acabe siendo todo en nosotros. Mientras
esto no suceda no podemos estar satisfechos. No es tanto el
comprenderlo, misión por otra parte imposible, sino en acogerlo, haciendo de Él
la recompensa y el gozo de nuestro pobre corazón.
c) El amor del hombre al hombre comienza a tener
sentido cristiano cuando se manifiesta como prolongación del amor del hombre a
Dios. Con el mismo amor con el que amamos Dios y nos amamos a
nosotros mismos es con el que hay que amar al prójimo. Se trata también
de una entrega generosa en la que Dios anda de por medio. De aquí que la prueba
del verdadero amor al prójimo ha de fundarse en Dios. La razón no puede ser más
clara. El término de la caridad, que es Dios, incluye todo aquello que le
pertenece y también en lo que Él mismo se ve reflejado, como son las criaturas
y de un modo especial los hombres y mujeres. De este modo el amor divino no es
enemigo de los amores naturales legítimos, sino que los fecunda. Esta es la
razón por la que al cristiano se le queda pequeña una ética montada sobre los
fundamentos naturales de la justicia, la solidaridad, el altruismo, o demás
valores humanos, sino que debe aspirar a colocar la caridad como centro de su
vida, que no es cosa de sujetos débiles, como pensara Nietzsche, sino propia de
sujetos que aspiran a la plenitud humana. En el amor desinteresado al hermano
está la ofrenda por excelencia del hombre religioso, que resulta tan grata a
Dios.
No es fácil hacer llegar
a los hombres de nuestro tiempo el mensaje evangélico del amor fraternal
universal, extensivo incluso a los enemigos. Con frecuencia sentimos la
tentación de reservar el sentimiento de complacencia solo a aquellas personas
que nos caen bien. La caridad cristiana cumple con esta exigencia, al tener como
complemento la universalidad. Se trata de un amor de todos y para todos, en el
que entran en juego nuestros propios enemigos. Si algún motivo preferencial
pudiera darse, éste no sería otro que el amor que se ejercita a favor de los
más necesitados y esto es así porque el humanismo cristiano es un humanismo
comprometido con la condición humana, con las estructuras terrenales justas y
con la dignidad de la persona que es igual para todos. Este carácter social del
humanismo cristiano aparece muy claramente reflejado en la espiritualidad
moderna, portadora de una nueva sensibilidad, que nos obliga a pensar más en
los pobres y en los abandonados en general y lo que es más importante,
permanecer a su lado, ayudándoles en su desgracia, convencidos que su opresión,
su injusticia, su angustia y su pobreza, son también las mías. La sublime y
elevada proyección del humanismo cristiano llega hasta el extremo de compartir
todo con todos, nos impulsa a sufrir con el que sufre, a permanecer al lado de
quien nos necesita, en una palabra a darnos por entero a los demás, poniéndonos
a su servicio, conscientes de que nuestra misión es dejar amor sobre la tierra ¿Quién podrá dudar de
que éste es el más fecundo y esperanzador de los humanismos
posibles?