2022-03-14

168.- Solo el humanismo del amor puede salvarnos

 



La crisis de racionalidad y el declive de la filosofía se está dejando sentir en cuanto a la proyección de los verdaderos humanismos, que están perdiendo fuerza y actualidad. La preocupación de la gente en general está orientada a otros menesteres, que tienen más que ver con el bienestar material y menos con las aspiraciones humanistas, por lo que bien pudiera decirse que nuestra era posmetafísica es también una era carente de humanismos, tal como quedara reflejado en la carta  sobre el humanismo de Heidegger. Podrìamos decir que más que de defensa del hombre lo que se nos ofrece es un rechazo del hombre. ¿Qué es el hombre y qué podemos esperar de él? Es una cuestión que cada vez se nos muestra más complicada, y existe la sospecha de que nuestros juicios  sobre el ser humano pueden estar equivocados. La crisis de humanismo ha llegado a tanto que el hombre se ha convertido en problema para sí mismo y las vías cognitivas parecen estar agotadas,  para dar paso al pesimismo humanista que reniega del hombre, tal es el signo característico de la época conocida como poshumanista.  Una época que comenzó con la muerte de Dios para acabar con la muerte del hombre, proceso que resulta bastante lógico si tenemos en cuenta que la mayor dignidad del hombre estaba en ser el reflejo de Dios y una vez desaparecida esta referencia su grandeza quedaba cuestionada. En estos últimos tiempos hemos sido testigos de cómo el hombre ha ido desapareciendo de la filosofía no solo como objeto de estudio, sino y sobre todo, como sujeto de su propia conciencia y libertad, que nos remitía a la imagen divina correlativa.

Dentro del contexto en que actualmente nos movemos encontramos unas tensiones que no acabamos de ajustar debidamente, por más que las filosofías de diverso signo lo hayan intentado, sin percatarnos que solo cuando tratamos de descifrar el misterio humano a través de Dios es cuando comienzan a disiparse las aparentes contradicciones. En la última fase de este trágico proceso, tan funesto para el humanismo, parece como que fuera tomando fuerza un nuevo proyecto, que apunta en la dirección del amor y del cuidado al otro. La experiencia nos ha ido demostrado que podemos estar equivocados en nuestros juicios, pero que nunca nos equivocamos cuando ponemos en práctica un amor desinteresado. Aun así, algo sigue resultando paradójico, como es el hecho de que a pesar que hay mil razones en favor del amor y ninguna a favor del odio, sin embargo, éste se hace realidad en nuestras vidas. Es difícil explicar por qué dentro de la condición humana haya de estar más presente el odio que el amor, pero desgraciadamente es algo que ocurre con frecuencia en nuestro mundo.  No solamente el odio, sino las ansias de poder están haciendo que vivamos atrapados en la dinámica del amor al poder” y no en la dinámica del poder del amor. Los graves sucesos en forma de crisis económicas, pandemia generalizada y guerras a nivel mundial, nos están avisando de que hemos llegado a la situación de alerta roja; ellos bien pudieran ser esos signos y señales,  a través de los cuales se nos está anunciando que  tenemos que cambiar de rumbo y  colocar nuestras vidas en la dirección correcta, que no es otra que la de  tomarnos en serio  la tarea de la confraternización universal, que lleva el sello del humanismo cristiano.   

No cabe duda de que la grandeza del cristianismo es haber hecho del amor, el constitutivo esencial de la existencia humana; esta revelación fue la gran noticia para todos los pueblos de la tierra, esta fue también su gran aportación al humanismo de todos los tiempos. Si con una sola palabra se pudiera expresar lo específicamente cristiano, ésta sería la del amor, que comprende y sobrepasa toda justicia, solidaridad, o altruismo.  El amor viene a ser la expresión más exacta que se desprende del mensaje evangélico. En sus orígenes el signo del cristianismo no era otro que su entregada a Dios y a los demás. A lo largo de los tiempos, la teología cristiana ha venido desarrollando  este tipo de humanismo en sus tres vertientes   a) amor de Dios al hombre, b) amor del hombre a Dios, c) amor del hombre al hombre, que brevemente trataremos de reseñar, convencidos  de que este itinerario nos abre las puertas a una propuesta esperanzadora y fecunda.

a) El amor de Dios al hombre es la realidad de un misterio sublime. Desde siempre, Dios ha amado, ama y seguirá amando eternamente a los hombres que Él libérrimamente creó, aunque éstos ni siquiera lo sepan. Ésta es la gran noticia de todos los tiempos, aunque como siempre, hayamos sido nosotros los que hemos impedido que esta verdad fuera creíble, al convertir al Dios del amor en el Dios del temor, a quien hemos tenido por un Ser distante e imaginado como un Juez severo. En aquellos momentos precisos en que debimos tener confianza sólo tuvimos miedo y pocas veces nos hemos parado a pensar seriamente en lo que significa la paternidad de un Dios,  que nos ama infinitamente más de lo que nosotros mismos nos amamos. Tal vez por eso no acabamos de fiarnos totalmente de Él, ni acabamos de poner fin a nuestra angustia existencial. Quienes han tenido la experiencia del amor de Dios se han sentido seguros, aunque no haya desaparecido la prueba, la enfermedad o la desgracia, porque tenían el convencimiento de que no estaban solos ni nunca lo iban a estar. Ninguna razón hay tan poderosa como el amor de Dios   para sentirse tranquilos.  Es verdad que el amor del Padre puede venir envuelto en un manto de silencio desconcertante. “Ante la desigualdad, el dolor, el sufrimiento, la injusticia, Dios calla. El creyente se encuentra envuelto en el silencio desconcertante de Dios. Jesús en su agonía sintió ese silencio de Dios. Aquel que calla. De repente todas las luces se apagaron en el cielo de Jesús. ¿También el Padre estaría en la masa de los desertores? ¿También El, como Caifás, le condenaba? Todos los horizontes y fronteras quedaban clausurados. El pobre Jesús flotaba como un náufrago perdido... Era el silencio de Dios”. (I. Larrañaga. O. C, pág. 68.) Sabemos que esto puede suceder y hemos de estar preparados. Cuando en la larga travesía de áridos desiertos hagan su aparición las borrascas, al menos de una cosa hemos de estar seguros y es de que Tú estarás ahí, aunque no te sintamos, porque sabemos de quien nos hemos fiado.

b) El amor del hombre a Dios es la respuesta agradecida de la criatura a su Creador y ha de estar representada por la entrega incondicional de la persona. La obligada referencia del yo al tú es algo constatado suficientemente por la Psicología, pero es la experiencia mística la que nos descubre que la base más profunda de esta alteridad la encontramos en Dios mismo, a quien el hombre está llamado a amar con todo su corazón, alma y mente. En definitiva, es de esta asignatura de la que seremos examinados cuando todo haya pasado. Es en el amor a Dios donde el cristiano experimenta la alegría de dar, o mejor de darse, haciendo de sí mismo una oblación, que tiene la forma de entrega generosa, que a su vez comporta un carácter formal de acatamiento a su voluntad, lo cual viene expresado en el fiel cumplimiento de los mandatos divinos. Por ello el amor no es cuestión de simple sentimiento, sino un acto de donación. En tal sentido, el signo del amor es acatamiento y oblación. Quien no entienda que el amor de Dios es entrega no habrá entendido lo que es amor.  En realidad, nada como el amor a Dios nos compromete tanto, pues nos exige estar en actitud de plena disponibilidad constante, para que Dios acabe siendo todo en nosotros. Mientras esto no suceda no podemos estar satisfechos.  No es tanto el comprenderlo, misión por otra parte imposible, sino en acogerlo, haciendo de Él la recompensa y el gozo de nuestro pobre corazón.

c) El amor del hombre al hombre comienza a tener sentido cristiano cuando se manifiesta como prolongación del amor del hombre a Dios.  Con el mismo amor con el que amamos Dios y nos amamos a nosotros mismos es con el que hay que amar al prójimo.  Se trata también de una entrega generosa en la que Dios anda de por medio. De aquí que la prueba del verdadero amor al prójimo ha de fundarse en Dios. La razón no puede ser más clara. El término de la caridad, que es Dios, incluye todo aquello que le pertenece y también en lo que Él mismo se ve reflejado, como son las criaturas y de un modo especial los hombres y mujeres. De este modo el amor divino no es enemigo de los amores naturales legítimos, sino que los fecunda. Esta es la razón por la que al cristiano se le queda pequeña una ética montada sobre los fundamentos naturales de la justicia, la solidaridad, el altruismo, o demás valores humanos, sino que debe aspirar a colocar la caridad como centro de su vida, que no es cosa de sujetos débiles, como pensara Nietzsche, sino propia de sujetos que aspiran a la plenitud humana. En el amor desinteresado al hermano está la ofrenda por excelencia del hombre religioso, que resulta tan grata a Dios.    

No es fácil hacer llegar a los hombres de nuestro tiempo el mensaje evangélico del amor fraternal universal, extensivo incluso a los enemigos. Con frecuencia sentimos la tentación de reservar el sentimiento de complacencia solo a aquellas personas que nos caen bien. La caridad cristiana cumple con esta exigencia, al tener como complemento la universalidad. Se trata de un amor de todos y para todos, en el que entran en juego nuestros propios enemigos. Si algún motivo preferencial pudiera darse, éste no sería otro que el amor que se ejercita a favor de los más necesitados y esto es así porque el humanismo cristiano es un humanismo comprometido con la condición humana, con las estructuras terrenales justas y con la dignidad de la persona que es igual para todos. Este carácter social del humanismo cristiano aparece muy claramente reflejado en la espiritualidad moderna, portadora de una nueva sensibilidad, que nos obliga a pensar más en los pobres y en los abandonados en general y lo que es más importante, permanecer a su lado, ayudándoles en su desgracia, convencidos que su opresión, su injusticia, su angustia y su pobreza, son también las mías. La sublime y elevada proyección del humanismo cristiano llega hasta el extremo de compartir todo con todos, nos impulsa a sufrir con el que sufre, a permanecer al lado de quien nos necesita, en una palabra a darnos por entero a los demás, poniéndonos a su servicio, conscientes de que nuestra misión es dejar amor sobre la tierra ¿Quién podrá dudar de que éste es el más fecundo y esperanzador de los  humanismos posibles?

 


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