Unos piensan que las cosas habría que dejarlas como siempre han estado, para que el catolicismo pueda seguir siendo lo que siempre ha sido. La frágil nave de Pedro ha de cobijarse en lugar seguro, lejos de las inclemencias del tiempo y permanecer en el refugio al abrigo de los vientos huracanados hasta que pase la tormenta, haciendo bueno el consejo ignaciano de que en tiempos de tribulación mejor no hacer mudanza. En cambio otros están convencidos de que la Iglesia de Cristo no está aquí para atrincherarse en una torre de marfil, ocultando sus propias miserias, sino que está llamada a cumplir la difícil misión de compartir la suerte con su mundo y mancharse con el polvo de sus caminos. ¿Qué sentido tendría la iglesia de Cristo sin un mundo a quien evangelizar, ayudar y servir? La crisis generalizada por la que estamos atravesando es de todos y es preciso vivirla agarrados de la mano, de forma solidaria, tratando de poner toda la carne en el asador, para superar las dificultades juntos y conseguir que todos puedan ser salvados.
Las dos actitudes podían ser vistas como expresiones igualmente corresponsables con mucho tiempo de coexistencia, si no fuera porque desde los tiempos del Vaticano II se viene alertando sobre la necesidad de una renovación eclesial y la urgencia de una Nueva Evangelización, por lo que en buena lógica habría que decir que la polémica dentro de la Iglesia no debería estar tanto en saber si conviene o no un cambio, cuanto en saber cual, cómo y hasta dónde puede llegar éste. Hoy, como siempre en la Iglesia Católica, existe un común mediador al que se le está pidiendo que ponga en marcha algún procedimiento para dirimir la contienda. Uno de ellos podría consistir en tratar de cambiar algo para que todo siga igual y el otro procedimiento supondría ya una restructuración efectiva en toda regla, que afectaría a la funcionalidad del edificio, sin que por ello fuera necesario remover los cimientos. De lo que se trataría no es tanto de cambiar un cristianismo por otro, sino de vivir de forma diferente el cristianismo de siempre y de estudiar las nuevas formas para que la Iglesia Católica pudiera hacerse presente en un mundo hostil. Lo grave del caso es que la sola posibilidad de poner en marcha este tipo de cambio levanta ampollas, siendo motivo de fuertes tensiones internas por lo que el Papa Francisco se ve en la necesidad de tener que templar no pocas gaitas.
En cuanto Pastor universal es de suponer que esté especialmente preocupado por la reconciliación entre las distintas sensibilidades, que hoy por hoy no deja de ser una cuestión prioritaria y sin duda el Papa actual está haciendo lo que puede por contentar a los unos y a los otros. Por una parte los innovadores se sentirán complacidos con sus gestos audaces y con su discurso proclive a la evolución, renovación y cambio, en tanto que los conservadores pueden seguir tranquilos pensando que hasta ahora no se ha ido más allá de las meras palabras y mientras no se pase del dicho al hecho no hay motivo para alarmarse y rasgarse totalmente las vestiduras. Esta necesidad de tener que navegar entre dos aguas puede haber dado lugar a alguna ambigüedad por parte de Francisco y lo mismo cabe decir de su silencio ante las graves acusaciones, que pudiera ser interpretado como merma de su autoridad, pero sin duda él lo hace con la intención de apaciguar los ánimos. En realidad la forma de comportamiento de Francisco en todo momento ha sido digna, manteniéndose siempre dentro la ortodoxia, aunque algún desaprensivo le haya tachado de hereje. Francisco, sin duda alguna no es el papa que “per conservare la sede perde la fede´” como tampoco Benedicto fue ese Papa que “per conservare la fede perde la sede”
Aparte de lo dicho, existen otras consideraciones que conviene tener en cuenta. Desde la perspectiva de quien conoce mejor que nadie la Iglesia por dendro, puede resultar complicado una restructuración. Fácil es decirlo; pero no lo es tanto poner manos a la obra, pues como bien queda reflejado en el dicho popular “del dicho al hecho hay un gran trecho”. Soltar amarras para emprender una nueva aventura que no estuviera avalada ni por la tradición ni por la experiencia produjo vértigo en los papas precedentes y lo mismo puede que le suceda a Francisco. Existe el temor de dar un paso en falso y luego no poder replegar velas. No es ya solo lo que tiene de atrevido, por ejemplo, poner la casulla del diaconado sobre los hombros de una mujer, sino lo que se teme es lo que pueda venir detrás, que bien pudiera ser colocar la mitra sobre su cabeza. Lo mismo sucede con el celibato sacerdotal y demás asignaturas pendientes. Produce vértigo comenzar un camino que se sabe dónde empieza pero no dónde puede acabar; por eso ningún papa quiere ser el primero en dar el primer paso. “Sé, decía San Juan Pablo II, que esto sucederá un día, pero que yo no lo vea”
Aparte del vértigo que supone romper con varios siglos de tradición, es humano que el Papa sienta la necesidad de sentirse acompañado por la Comunidad. Después de 6 años de pontificado, Francisco debe tener claro los proyectos que le gustaría llevar a cabo, pero un cosa es eso y otra lo que realmente pueda o le dejen hacer. Ciertamente en Roma las decisiones las toma el Papa, pero nada tiene de extraño que haya decidido actuar de forma colegiada, motivo por el cual antes de emprender un viaje conviene saber con qué acompañantes se cuenta, cuestión hoy día especialmente delicada, dada las conflictividades internas existentes en el Vaticano. Es por todo esto por lo que a lo mejor estamos pidiendo al Papa Francisco algo que él, por sí solo, es muy difícil que pueda llevar a cabo. Una reforma estructural como la que hoy necesita la Iglesia, con cierta garantías de éxito, no puede por menos de ser el fruto de un consenso más o menos generalizado, razón por la cual comienzan a escucharse voces pidiendo la convocatoria de un nuevo Concilio, donde se puedan afrontar con garantía los nuevos retos que la Iglesia Católica tiene ante sí y seguramente tarde o temprano habrá que hacerlo, porque las circunstancias así lo exigen.
Se habla de los riesgos que comporta dar un golpe de timón y naturalmente que los hay; pero seguramente ninguno tan funesto como quedarse con los brazos cruzados. De humanos es equivocarse; pero no lo es renunciar a la lucha ya de entrada. Cuando se escucha que la mitad de los católicos estadounidenses de menos de 30 años están abandonando el catolicismo, cuando se oye decir que las mujeres se muestran cansadas de ser las muchachas de servicio en la Iglesia, cuando las religiosas se quejan de que sufren abusos de poder, sumisión y esclavitud, cuando uno ve que los jóvenes matrimonios han dejado de frecuentar los templos porque se les ha colocado entre la espada y la pared, cuando la falta de curas está dejando sin la administración de sacramentos a una parte importante de la población rural, cuando se constatan tantas urgencias… uno no puede menos de pensar que algo hay que hacer para acabar con la sangría porque si no es así, ésta acabará relegando la iglesia de Cristo a un gueto marginado. Así parece haberlo entendido Francisco, pero va a ser difícil que se atreva a abordar el tema de los curas casados y otros temas pendientes
La iglesia de la hora presente tiene una cita con la historia y ojala no suceda lo que sucediera en el pasado que se llegó tarde a esta cita y ya no se pudo recuperar lo perdido. El momento que vivimos es decisivo y más que de teólogos eruditos lo que hoy necesitamos son testigos audaces, sembradores de conmiseración evangélica, alegría y esperanzas. Francisco hubiera podido ser uno de ellos, pero tal vez no pase de una mera posibilidad. Solo si se formara un cuerpo en torno a él y remando todos en la misma dirección se podía conseguir el milagro de que las promesas y esperanzas pudieran traducirse en hechos. De momento parece que toca esperara hasta que se tomen medidas prácticas conforme a las exigencias evangélicas, al menos por lo que se refiere a aquellas cuestiones más controvertidas que sin duda “haberlas haylas”.