El trato discriminatorio
que ha venido soportando la mujer a lo largo de la historia ha de ser corregido,
de eso nadie tiene la menor duda. Algo se ha hecho al respecto, pero todavía
queda un largo camino por recorrer. La mujer sigue siendo víctima de malos
tratos y de discriminaciones encubiertas. Esto sin pensar en países de Asia,
África o Hispanoamérica, donde es difícil ser mujer, hasta el punto de llegar a
padecer en sus carnes los tres tipos de marginación: la social, la jurídica y
la económica. La discriminación social hace que se vea a la mujer como un ser
inferior. En algunas épocas de la historia y en algunas civilizaciones apenas
se las consideraba como personas y aún persisten restos de dicha
infravaloración social. Incluso en países con constituciones proclives a cierta
igualdad entre mujeres y hombres están vigentes leyes consuetudinarias y
religiosas, por las que se rige la vida privada y personal de muchas mujeres.
Por lo que se refiere a la
discriminación jurídica, es claro y manifiesto que en muchos lugares de la
tierra hay mujeres que siguen bajo la discriminación de un status legal y
jurídico en desigualdad con el hombre, sobre todo en cuestiones referentes al
matrimonio, al divorcio, bienes heredados y vías de acceso a los medios
económicos.
Existe por fin la discriminación laboral
y económica, incluso en los países avanzados, baste comparar los sueldos
percibidos por el hombre y la mujer en trabajos similares realizados, o puestos
ocupacionales del mismo o parecido nivel y rango. Se estima que las mujeres
perciben un 20% menos que los hombres y la tasa de desempleo es bastante mayor
en aquellas que en éstos. Es un hecho difícil de negar que el colectivo
femenino constituye el grupo de exclusión más numeroso; ello sería razón
suficiente para tomarnos en serio este asunto y considerarle como una de las
principales tareas para afrontar en los próximos años.
Está claro que hay que tomar conciencia
de que hay que acabar con la lacra y con lo que ha sido una injusta exclusión
de la mujer a lo largo de la historia, pero hemos de acertar con la solución adecuada
para que la mujer no pierda su identidad porque entonces lo habría perdido todo
y este es el peligro el grandísimo peligro que se cierne sobre la humanidad
No hace falta renunciar
a la dignísima condición de ser mujer para alcanzar esa tan ansiada meta de la
igualdad social y tengo la impresión que la gran mayoría no estaría dispuesto a
ello. Se puede ser mujer sin tener que renunciar a las justas reivindicaciones
que por derecho propio le corresponden.
Se puede ser igual sin dejar de ser diferente y esto es por desgracia lo
que algunos no quieren reconocer. La autoestima comienza
por el conocimiento y la aceptación de nosotros mismos tal como somos, se
fundamenta en estar orgullosos de lo que la naturaleza nos ha dado; por el
contrario al autodescontento se llega renegando de nuestra condición,
haciéndonos traición a nosotros mismos. “Sé tú mismo, sé tú misma” es el sabio
consejo que viene repitiéndose desde que el mundo es mundo. Mujeres y hombres
tenemos la capacidad de ser excelentes cada cual a su manera. Hoy como nunca conviene recordar sobre todo a las mujeres que el aprecio por su propia identidad es el
paso previo para hacer realidad su proyecto de vida, su vocación personal.
Ortega y Gasset dejó escrito que “ sólo se vive a sí mismo” palabras que bien
interpretadas dan a entender que es imprescindible sentirse, quererse, estar a
gusto con uno mismo, por eso la tentación en la que nunca debiera caer una
mujer es olvidarse de quien es y cuál es
su función primordial en la vida, para de esta forma no convertirse en una mala
imitadora de los hombres.
Nuestras abuelas tuvieron
idea muy clara al respecto, pudieron claudicar, pero no claudicaron, desesperar
pero no desesperaron, pudieron renegar de su condición de mujer, pero no lo
hicieron. Callada y silenciosamente supieron cumplir con su sagrada misión de
madres, esposas y guardianas del hogar. Ellas estaban convencidas de que no
eran seres inferiores, sabían que eran inteligentes, responsables y sensibles y
no sentían ninguna necesidad de demostrárselo a nadie, les bastaba con su
certeza, no precisaban el visto bueno de los hombres. ¡Que seguridad la
suya!...
Naturalmente a una
mujer actual le resultaría difícil entender cómo pudieron estar satisfechas de
sí mismas, sin tener las libertades, la independencia y autonomía que ellas
tiene hoy, no se explicarían cómo pueda hablar de autoestima femenina alguien
que estaba apartada de la vida pública sin poder hacer lo que le viniera en
gana, y
es que no se dan cuenta que existe una libertad interior mucho más
liberadora que las libertades físicas y sobre todo no reparan en que la
autoestima no depende tanto de cómo te
ven los demás cuanto de cómo te ves tú misma. A mí me parece
bien que la mujer asuma el papel que le corresponde dentro de la sociedad
moderna en la que le está tocando vivir. Todo esto está muy bien, siempre que
no se haga en detrimento de la feminidad, que es su tesoro más preciado y que
los mismos hombres así lo consideran. Si un día esa feminidad
transmitida de madres a hijas, o de amiga a amiga, de mujer a mujer acaba
perdiéndose se habrá perdido uno de los polos de referencia universal. Sin la
feminidad es muy difícil imaginarse a la mujer y sin la mujer es imposible
imaginarse al mundo.
Dada la intoxicación
existente hoy día al respecto, tal como lo estamos viendo cada día, no es de
extrañar que muchas de las mujeres vivan hoy sumidas en un gran conflicto
personal, que está afectando a su personalidad y propia autoestima; no saben muy
bien quienes son y dónde está su puesto en la vida; no acaban de encontrase a
gusto porque es imposible ser y no ser al mismo tiempo.
El día internacional de
la mujer está para recordar que las
necesitamos como son, sin necesidad de
que se masculinicen, si acaso somos los hombres los que deberíamos cambiar,
dejar de ser tan violentos y dejarnos
seducir por el alma femenina que actúa por la emoción
y vence por el amor. Después de muchos siglos
de orfandad, el mundo se ha merecido tener junto al padre, una madre. Un
mundo bipolarizado
sería, sin duda, mucho más habitable y
sobre todo más equitativo, teniendo en cuenta que la mitad de las personas
que le habitan son mujeres y ellas
tienen derecho a gobernar un mundo que también es el suyo, y a
compartir un justo protagonismo con el
hombre. Ese mundo mejor, del que tanto se habla y que
todos deseamos, dejará de ser una utopía cuando la feminidad de la mujer sirva
de contrapeso a la agresividad del hombre.