Existen unos condicionamientos previos para podernos curar de una enfermedad: el primero es admitir que estamos enfermos, después acertar con el diagnóstico y por último aplicar la terapia adecuada. Ninguno de estos requisitos se dan en el caso de esta nuestra España que cada vez está más malita. Desde hace algunos años nuestra Nación va perdiendo el pulso, camina tambaleante y sin rumbo, esto es así aunque se intente por todos los medios ocultarlo, para seguir vendiendo con el sello oficial, que vivimos en el mejor de los mundos posible. El pensamiento, al servicio de lo políticamente correcto, sigue empeñado en pintarlo todo de color de rosa, si bien al trasluz podemos entrever una realidad que nos muestra su rostro más severo. Si tuviéramos la valentía de admitir que algo no va bien en nuestra sociedad al menos habría alguna posibilidad de enderezar la situación; pero no, es tanta la obstinación que no toleramos que se diga que algo se ha hecho mal y si algún osado hubiera que a ello se atreva, lo que le espera es el ostracismo. No tenemos nada más que echar un vistazo a los discurso de los responsables políticos, hablando en primera persona para ver cómo lo bueno y lo correcto corresponde siempre a la época presente, en tanto que lo malo es cosa del pasado.
En los años 70 nos encontramos con una sociedad española fundamentalmente de clase media, integrada por familias trabajadoras, que vivían honradamente de acuerdo con sus posibilidades y que si ganaban 30 se las ingeniaban para ahorrar 10; familias que podían vivir modestamente, pero siempre previsoras para que nunca faltara en casa lo necesario. Con esfuerzo y sacrificio fueron escalando peldaños mejorando su estatus y de paso también el de toda la Nación, que fue avanzando progresivamente. Se construyeron empresas como Renault o Seat, hospitales como La Paz, universidades como la Complutense o la increíble Universidad Laboral de Gijón etc. etc.
Los que hemos venido detrás bien podemos decir que nacimos con la mesa puesta, pero lo malo fue que muy rápidamente nos acostumbramos al lujo y se nos animó a vivir como los nuevos ricos, así hasta que se agotaron las reservas, pero ya no era cuestión de dar marcha atrás, por lo que hubo que sacar el dinero de debajo de las piedras; fueron los años de la especulación, el oportunismo, la corrupción, los pelotazos y cuando no quedaba más remedio recurrimos a los créditos para poder continuar viviendo a todo tren, muy por encima de nuestras posibilidades, así hasta que sobrevino la crisis que nos despertó de nuestro placentero sueño y fue entonces cuando nos dimos cuenta de que el dinero que los bancos nos prestaban había que devolverlo y si no lo hacías te embargaban. Fuimos víctimas de un encantamiento, al que siguió una gran desilusión; pero aún se seguía cantando por el mundo “España es lo mejor”
No sólo derrochones, también hemos sido desagradecidos con nuestros padres y abuelos, pues ellos fueron los responsables en gran medida de nuestros años de bonanza ¿De la generación de los 80 quien hay que no esté en deuda con ellos? Gracias a su trabajo y a su esfuerzo pudimos cursar unos estudios y disfrutar de medios y de una situación privilegiada que ellos no tuvieron. Nos dejaron en herencia lo mejor de sí mismos y una Nación en auge con las Arcas del Estado saneadas y en los bancos unos ahorritos, que entre todos hemos dilapidado alegremente; en cambio lo que nosotros vamos a dejar en herencia a los que vienen detrás no es ya una Nación, sino un País a la baja, enfrentados unos con otros, sumido en una descomunal deuda pública y con unos graves problemas de difícil solución.
Con eso del borrón y cuenta nueva, nos privamos de un capital humano que nos hubiera venido muy bien a la hora de diseñar la España que necesitábamos y por supuesto no fuimos nada justos tratando con presuntuoso desdén nuestro pasado histórico, del que hemos renegado y al que hemos ultrajado, falseando incluso la memoria de nuestros mejores hombres y mujeres hasta el punto de avergonzarnos de ellos, por eso nuestra culpabilidad es mayor; contentos, muy contentos, eso sí, de haber cambiado esos tiempos de laboriosidad, honradez y esfuerzo por estos otros de indolencia, donde tenemos al alcance de la mano una felicidad canalla que todo lo vincula al disfrute del bienestar material y egoísta.
Puestos a hablar de equivocaciones cometidas en estos últimos años, no podemos pasar por alto la más grave de todas, que fue confundir lo nuevo con lo bueno identificando progreso con cambio, error éste que nos llevó a meter la piqueta y comenzar a destruir nuestra antigua morada, sin ni siquiera tener disponibles los planos para construir la nueva. Sucedió que se puso en marcha una desleal revolución, cuando con toda seguridad hubiera sido suficiente una razonable evolución, que permitiera rechazar lo malo para quedarnos con lo mejor, sin necesidad de tener que correr el riesgo de que nuestra Patria perdiera su identidad, dejando de ser la que siempre había sido y lo que se esperaba de ella. Honradamente creo que los cambios pudieron hacerse de otro modo.
Entre los escombros de la España centenaria, fueron quedando enterrados, tal vez para siempre, joyas y mobiliario espirituales de incalculable valor, tesoros que nos definían como pueblo y que nosotros hemos despreciado como si se tratara de antigualla que para nada servían. Al grito de “a nuevos tiempos nuevos valores” hemos ido cambiándolo todo sin discernimiento alguno; pero entre las cosas que enterramos había algunas que no eran tan malas como quieren hacernos ver. Alguna razón había, sin duda, para sentirnos orgullosos de una España tradicionalmente católica, alentada por inquietudes espirituales, en donde valores universales e intemporales como la Verdad y el Bien eran exaltados como merecen y que ahora vemos reducidos a irrealidades indefinibles e indefendibles por no ajustarse a las exigencias de una sociedad pluralista, profundamente marcada por los individualismos egoístas. Los polos de referencia por los que hoy nos regimos son supuestamente más funcionales y naturalmente más manipulables. Ya no nos vale lo de verdadero y falso, lo de bueno y malo, lo que cuenta es saber si estás en la lista de los progresistas o los reaccionarios, con todo lo que ello implica.
Si eres librepensador, aconfesional, materialista e inmanentista, serás tenido por progresista, en cambio si concedes un espacio a lo espiritual, admites la trascendencia, crees en Dios, defiendes sus derechos y te entregas a las prácticas religiosas eres un reaccionario.
Si te crees por encima del bien y del mal, no aceptas otras normas y principios de moralidad que no sean las emanadas de la conciencia personal o social y te arrogas la potestad de poder decidir sobre la vida de seres indefensos en el seno materno, eres progresista; pero si defiendes la ley natural, te sometes a ella y estás convencido de que el hombre no es el creador de los valores y las normas morales sino un descubridor de las mismas, entonces te conviertes en un retrogrado.
Si entiendes la libertad como un atributo
humano, sin compromisos de ninguna clase que te permite hacer lo que
te viene en gana , incluso arruinar tu propia vida, habrás hecho méritos para
estar en la lista de los progresistas; ahora bien si entiendes la libertad como
una capacidad que te permite hacer lo que debes, ejercitándola de
forma responsable para ir madurando hasta alcanzar la plenitud humana, entonces
te corresponde estar en la lista de los retrógrados y así podíamos
continuar indefinidamente, porque la perversión del lenguaje no tiene límites.
La pregunta es ¿No estaremos caminando en dirección contraria?