Todos
en algún momento tenemos la necesidad de desengancharnos de nuestras prácticas
habituales y darnos una tregua en el duro caminar de la vida. Del mismo modo
que el cuerpo agotado nos pide descanso para poder recuperarse del duro bregar,
después de una fatigosa jornada, así también el espíritu, atribulado por tantas
preocupaciones y problemas, necesita encontrar la calma en el desierto de la
soledad y del silencio. Siempre se nos
ha dicho que la cuaresma es tiempo de recogimiento y reflexión, que nos remite al
Santuario Interior para profundizar en cuestiones tan trascendentales como
pueden ser el sentido de nuestras vidas y el destino final de nuestro existir;
también para poder encontrarnos cara a cara con nosotros mismos y con Dios,
pero esto la gente ya lo ve como una antigualla de otros tiempos.
Los
hombres de la posmodernidad hemos
apostado por la dispersión, nos hemos olvidado de la interioridad para
volcarnos hacia el exterior, rehuimos los silencios, tenemos miedo a quedarnos
a solas con nosotros mismos y nos da repelús mirarnos al espejo;
preferimos refugiarnos en el ruido y la
muchedumbre, caminar aturdidos sin rumbo, nos contentamos con disfrutar a tope
del momento presente, evitando cualquier tipo de compromiso, nada de complicarnos
la vida y si un día tenemos que olvidarnos de algo que nos molesta o nos
atormenta, ahí tenemos el alcohol que nos ayudará a ahogar nuestras penas y si
un día nos invaden los miedos y la fobias echamos mano de los ansiolíticos y si
un día ya no podemos aguantarnos más, nos quitamos de en medio y ya está. Hemos aprendido a ser felices en el
sentido más biológico que pudiera imaginarse, una pobre y ramplona felicidad
que hemos fabricado a nuestra medida pensando que no hay otra, pero en esto nos
equivocamos.
Sólo hace falta recordar a aquel joven
disoluto de Hipona llamado Agustín, que cuando más decepcionado se sentía de la
vida vivida a ras de tierra, tuvo el coraje de adentrarse en su interior, tratando
de hallar respuesta a sus angustiosas preguntas y buceando en lo más profundo
de su ser, allí encontró lo que no había podido encontrar fuera; allí pudo
comprobar por propia experiencia que la única felicidad posible en este mundo
está dentro de nosotros mismos. Las sacudidas profundas, las conversiones
súbitas, las llamadas misteriosas, suelen tener como escenario esas regiones
silenciosas y arcanas del espíritu; es allí donde a lo largo de la historia se
han ido fraguando los sentimientos más nobles y profundos, las decisiones más trascendentales y las
genialidades más sublimes. Todo ello en la mayoría de los casos ha sido fruto
de reflexiones íntimas y secretas, incluso las expresiones y palabras más
elocuentes brotan del silencio.
Si
tratáramos de hacer un recuento nos encontraríamos con que las gestas más
sublimes de la historia de la Humanidad se han ido amasando silenciosamente, en
lo más profundo y recóndito del ser humano, allí donde el corazón se encuentra
a salvo de palabras huecas, de ruidos perturbadores y de vanas pretensiones,
allí donde no llegan los sentimientos de venganza y de odio, espacios limpios
de envidias y egoísmos, libres de miedos y de prejuicios.
Aunque
no vaya con los tiempos seguirá siendo oportuno mantener vivo el espíritu
cuaresmal, que nos invita a reflexionar sobre nuestra condición de seres
humanos y nos trae a la memoria que sólo
somos viandantes que estamos de paso
para madurar, aprender, amar y volver a casa.
Bastaría este solo pensamiento para llenar muchas horas de íntima
reflexión, que acabaría llevándonos a la conclusión de que casi todo en nuestra
vida es relativo e irrelevante, que aquello por lo que tanto peleamos acaba
como flor de un día, siendo contados los asuntos verdaderamente esenciales que
merecen la pena, pero como son tantas las prisas y la vida que llevamos es tan
ajetreada ni siquiera podemos reparar en
estas pocas cosas importantes.
En
algún momento tendremos que comenzar a derribar muros, a remover todos los obstáculos
que impiden que la voz del espíritu se haga oír en nuestras vidas; necesitamos espacios
purificados, vacíos de todo lo superfluo y lo nocivo, en los que podamos
asentar nuestra morada. Es por aquí por donde debiéramos comenzar si queremos
llenarnos un día de esencialidades trascendentes y ser sujetos con capacidad de
amar indiscriminadamente, rebosantes de autenticidad y comprensión, de entrega y
generosidad.
Aparte de que la cuaresma pueda ser interpretada como una
invitación a adentrarnos en los espacios donde encuentran aposento las
ultimidades del ser, también está ahí para recordarnos que todos necesitamos de
una conversión. Yo entiendo que el cambio
de perspectiva bien pudiera ser en sí mismo ya una forma de conversión o cuando
menos nos la facilita en la medida que nos permite ver la vida con ojos del
espíritu y nos coloca en situación de conocernos mejor a nosotros mismos.
Cuando
esto sucede es fácil darse cuenta que es bien poco lo que necesitamos para sentirnos
plenamente satisfechos. Nos basta con vivir en paz, saborear el sentimiento gozoso del amor
universal, alegrarnos con nuestro propio
perdón y el de los demás, sentirnos libres en y por la verdad, fuertes a pesar
de nuestra debilidad, confiados en que no nos faltarán las fuerzas para
levantarnos cuando caigamos, conscientes de nuestra fragilidad e impotencia
frente a los avatares de la vida que nos sacuden sin piedad, pero sabedores
también de que Dios está de nuestra parte y que teniéndole a Él lo tenemos todo,
sin que nada ni nadie pueda inquietarnos. ¿No son estos motivos más que suficientes
para poder vivir dichosamente?
Hay realidades que son difíciles de explicar,
porque están hechas para ser vividas y ésta de la que estamos hablando es una
de ellas, pero en la medida que nos sumergimos en la vida del espíritu vamos
comprendiendo que la filosofía del “perderlo todo para ganarlo todo” encierra
una verdad absoluta y profunda, que puede ser fácilmente constatada por
cualquiera que esté dispuesto a vivenciarla.
Hasta puede que sea suficiente con prestar
oídos tan sólo a la propia conciencia, que quiere hablarnos desde el fondo de
nuestro ser. En el silencio de la noche, cuando nos quedamos a solas y cesa
toda actividad, cuando cerramos los ojos y nos disponemos a dormir sin saber
siquiera si vamos a despertar al día siguiente, basta con unos intensos
momentos de escucha. Y a veces ni siquiera eso, simplemente lo que tenemos que
hacer es dejarnos llevar por la acción de Dios, quien sale a nuestro encuentro cuando
menos lo pensamos, nos toca el corazón y ahí se acabó todo para comenzar una
nueva vida.
Esto sucede con más frecuencia de lo que
nosotros nos imaginamos. El Dios silencioso oculto entre las sombras siempre está
cerca de nosotros y nos habla; otra cosa es que nosotros sepamos descifrar sus
mensajes e interpretar sus silencios “Yo estoy a la puerta y llamo, nos dice,
si alguno oye mi voz y abre la puerta entraré a él”; lo que pasa es que con frecuencia estamos
fuera de casa o si estamos dentro hay
demasiado ruido para poder escucharle. El
problema que tenemos los hombres de hoy es que nos hemos volcado hacia el
exterior, hemos ido perdiendo la capacidad de interiorización hasta
convertirnos en unos extraños a nosotros mismos. Nos hemos ido empobreciendo y
ya sólo sabemos vivir de puertas afuera.