La Filosofía de la Historia nos ha aleccionado de que nada
ocurre por casualidad. Detrás de todo acontecimiento político hay siempre unas
causas que lo explican y en el caso que nos ocupa, sobre todo por lo que se
refiere a España, no habría de ser ninguna excepción.
Simplificando mucho
la cuestión, voy a tratar de sintetizar en tres puntos la necesidad de una
trasformación político-social, dado el grado de frustración a que hemos llegado.
Las partitocracias están pasando por sus
horas bajas, siendo las culpables de muchas tensiones y desarreglos, motivo por
el cual algunos países de nuestro entorno, como es el caso de Italia, Bélgica,
Grecia, Polonia, Hungría, Rusia Turquía andan buscando nuevas formas de hacer
política un tanto hibridas, aunque aparentemente conserven el formalismo. Hay
que ser conscientes de que lo que al ciudadano normal le preocupa hoy, no son
tanto las teorías políticas, cuanto el poder tener una existencia digna, un
puesto de trabajo seguro, justamente remunerado y un hogar medianamente
confortable, donde poder vivir y satisfacer sus necesidades primarias tanto a
nivel personal como social. Nada del
otro mundo, dado el desarrollo del que actualmente disfrutamos en el siglo XXI,
pero que los politicastros de turno han sido incapaces de aprovechar para
satisfacer mínimamente las aspiraciones de sus administrados, seguramente
porque no pocos de ellos han llegado a la
política sin preparación y sin saber lo que ello exige y significa, viendo en el arte de la política tan solo un “modus
vivendi” un tipo de profesión muy
apetecible, que aparte de prestigio, les
permite vivir a lo grande sin dar un palo al agua. Otros en cambio llegan a la
política movidos no tanto por el deseo de servir a los intereses de España
cuanto a los intereses del partido al que pertenecen y así nos va. Por otra
parte es muy difícil de explicar cómo los partidos políticos puedan ser
garantes de la democracia, cuando ésta brilla por su ausencia, en su
funcionamiento interno, tal como en su
día diera a entender el ínclito Sr. Guerra, (el “Hermanísimo”) diciendo que “
El que se mueve no sale en la foto”.
Durante un periodo,
los supuestos representantes del pueblo estuvieron al abrigo de una confianza
ciudadana incondicional que les dio cobijo, pero los tiempos han ido cambiando
y la adhesión inquebrantable hacia los partidos políticos se ha ido enfriando después
de tanta corruptela y escándalo, hasta que el instinto práctico de los
ciudadanos ha hecho que sus expectativas se volcaran, cada vez más sobre un
Estado benefactor, que fuera capaz de solucionar sus problemas. En la medida en
que los hombres y mujeres han ido abriendo los ojos se han ido dando cuenta de
que “obras son amores y no buenas razones.” No hace falta decir que hoy todo se mide en
términos de eficacia, que lo que valen son los resultados y lo que la gente
quiere es que se resuelva la inflación, se cree riqueza y puestos de trabajo,
se eleve el nivel económico, se avance en orden al abastecimiento energético,
se dé una salida adecuada a las cuestiones bursátiles y cosas así. Los
españoles aspiran a vivir tranquilos sin sobresaltos independentistas, tener
paz y la seguridad suficiente como para poder caminar de noche por la calle sin
que te asalte un desalmado.
Los políticos hasta ahora han subsistido como han podido con
promesas arriesgadas que generaban votos, aunque luego al final no las cumplieran
y así se han ido manteniendo en la cuerda floja, sintiéndose atrapados por el
fatal dilema de “votos o principios.” Desde la transición venimos asistiendo a un juego
de ganadores y perdedores en las urnas cada cuatro años, sin llegar a
comprometerse con proyectos a mediano y a largo plazo. Hasta ahora ese
racanismo de resultados inmediatos ha servido para ir dando largas, pero ni la
paciencia es infinita ni la capacidad de credibilidad es eterna, por lo que un
día ambas pueden acabar perdiéndose y es entonces cuando a la ciudadanía no le
va a quedar otro remedio que decir ¡basta ya de hacer trampas! Y puede que este momento esté a punto de
llegar, si es que no ha llegado ya.
Otro motivo inquietante que está contribuyendo a la desestabilización del sistema es el escándalo y la corrupción, que bien
podían ser sus mayores enemigos. Nos rasgamos las vestiduras cuando sale a la
luz algo vergonzoso que nadie conocía y lo peor del caso es que hay sospechas
de que lo más gordo permanezca todavía oculto. Los españoles llevamos muchos
años a la espera de que se esclarezcan no pocos asuntos turbios de
trascendental importancia, llevamos mucho tiempo conformándonos con vislumbrar tan
sólo la punta del iceberg, pero puede que un día queramos saber la verdad del
cuento y entonces ¿qué puede suceder?... Pues seguramente que la confianza de
quienes nos gobiernan salte por los aires y la gente comience a preguntarse
¿Quis custodiet custodes? ¿Quién vigila
al guardián? Naturalmente la separación de poderes ejecutivo, legislativo y
judicial está muy bien en la teoría. En los manuales políticos se dice que los
jueces tienen que controlar a los políticos y éstos a los jueces; pero ¿Esto
sucede en la realidad? Lo que estamos viendo es otra cosa. Son los ciudadanos
de a pie los que se sienten controlados por los gobiernos, que a través de
eficaces medios técnicos a su alcance pueden llegar a saber hasta lo que hay
debajo de sus camas.
Finalmente, en este orden de cosas es
obligado referirse a una cuestión que al menos para mí resulta ser la
fundamental. Es la que hace referencia a la legitimidad del Estado.
Dejemos que sea Dios quien juzgue aquel juramento solemne
que ponía en juego el honor de quien lo hizo y con él que se comprometía a
cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Movimiento. Nosotros vamos
a analizar la cuestión desde otro punto de vista. Por lo que comenzamos preguntándonos
¿Es la ética o es la legalidad la que
legitima a un Estado? La Democracia siempre ha ido asociada al estado de
derecho en el sentido de que se atiene a unas leyes para regir el destino de
los pueblos. Esto así dicho suena muy bien, pero el problema comienza a
complicarse cuando nos preguntamos por el origen de esas leyes y por la
naturaleza de las mismas. Sabido es, que en las modernas democracias, las leyes
son creaciones de los parlamentarios y gobernantes mayoritarios, que después de
haberlas elaborado a su gusto y antojo se “auto-someten” a ellas, en cuyo caso
están obedeciendo a unas leyes que ellos
mismos se han dado y que pueden ser modificadas según sus intereses y
preferencias.
¿Es esto estar sub lege o supra legem? ¿No vendría a ser la expresión del supremo
relativismo? Ésta puede ser sin duda la
gran contradicción en la que nos movemos; por ello no es extraño que Juan Pablo
II en la encíclica “Veritatis Splendor”
dijera: “ Después de la caída del marxismo, existe hoy un riesgo no menos
grave: la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la
convivencia cualquier referencia moral segura.” Las instancias del
estado democrático se mueven en el plano de la legalidad, que es otra cosa bien
distinta que la moralidad, por lo que
una disposición aún siendo rigurosamente legal, puede ser al mismo tiempo profundamente
injusta e inmoral, cosa que, sin duda, sucede en el parlamentarismo, por lo que
cabe preguntar ¿La existencia de leyes inicuas no son motivo para desautorizar
a las fuentes y organismos de donde proceden?
Al no existir unos principios morales fundamentales,
preconstitucionales de orden superior, por encima de las constituciones y de la
voluntad de los legisladores; al faltar un “Absoluto moral” de obligada
referencia para todos, lo único que queda es un subjetivismo que puede llegar a
permitir cualquier tipo de desmanes y de tropelías. Dicho de otro modo, hemos conseguido
absolutizar lo relativo y relativizar lo absoluto. De este modo, las prácticas
más aberrantes pueden llegar a normalizarse, mientras que los derechos
naturales más fundamentales pueden quedar olvidados cuando no atropellados, que
es exactamente lo que está pasando. Es decir, hemos decidido vivir de espaldas
a las exigencias naturales que tienen su origen en Dios, suprimiendo así el
orden moral que es el que da legitimidad y validez al comportamiento humano, lo
cual no deja de ser un disparate. Nos lo recordaba Juan
XXIII al decir: “El aspecto más siniestramente típico de
la época moderna consiste en la absurda tentativa de querer reconstruir un
orden temporal sólido y fecundo prescindiendo de Dios, único fundamento en que
puede sostenerse" (Encíclica "Mater et Magistra, de Juan XXIII). El
prescindir de la ética nos está permitiendo vivir alegremente sin trabas y
poder actuar según nuestro capricho al socaire de una libertad sin obligaciones
ni compromisos y todos tan contentos,
pero bien sabemos por la historia, como acabaron y que fue de esos pueblos
sumidos en libertinaje y en el vaciamiento moral.
Por ello algún día nos daremos cuenta que resulta
necesario recurrir a ese “Absoluto Moral” que aunque no nos haga más
ricos, sí que nos hará más honestos, más decentes y humanos. Es evidente que en
una partitocracia como la que padecemos, lo que cuenta es sumar votos para
llegar al poder como sea, lo cual no se compadece con las exigencias morales
que nos garantizan la rectitud de las conciencias, fundamentan la justicia y
representan el pasaporte obligado para emprender la ruta de la convivencia solidaria
y pacífica. Tal como enseñara Aristóteles, del mismo modo que es inútil aspirar
al “bien vivir” sin una sólida base axiológica, así también es imposible una
auténtica política sin un soporte ético. Le sobraba razón a Ratzinger cuando
dijo que: "Un Estado que establece el derecho sólo a partir de la
mayoría, tiende a reducirse desde su interior a una asociación delictiva”. (Una mirada a Europa. Ediciones Rialp. 1993). Si no
tenemos esto en cuenta, cualquier régimen de libertades que se establezca,
acabará convirtiéndose en un nefasto totalitarismo, que es exactamente a lo que
hemos llegado en esta pobre España nuestra, donde el gobierno se autoatribuye
entre otras prerrogativas, la de poder dar una versión oficial de la historia,
publicada en el Boletín oficial del Estado para que sea de obligado
asentimiento.
Quiero acabar, con un mensaje de
optimismo que es más que un deseo: España es una Nación centenaria, que está
por encima de cualquier coyuntura histórica y sin duda alguna, habrá de llegar
el momento en que vuelva a ser “Una, Grande y Libre”. Entiendo que haya quienes
aborreciendo a la Anti-España que nos han traído los “Sin Dios, los sin Patria y los sin Honor”
quieran escapar lejos de esta vergüenza, pero es el momento de permanecer
firmes. Todo es cuestión de no perder la esperanza y tener capacidad de resistencia
porque, sin duda, vendrán tiempos mejores.