En los albores del siglo XIX los ideales modernistas se impusieron hasta llegar a ser modelos estructurales, llamados a mantener en pie la construcción de un nuevo sistema de valores morales y religiosos. Se partía del supuesto de que el Dios de la fe había quedado anticuado y se hacía necesario sustituirlo por “la diosa razón” que permitía ver la vida, el mundo y la realidad, de forma diferente. El cambio que ello supuso alteró sustancialmente la visión cosmogónica y humanista hasta entonces vigente, pero aun con todo seguía existiendo un referente racional con unos principios, patrones y reglas inamovibles, que se encaramaba por encima de la arbitrariedad. Con el paso del tiempo habríamos de ver cosas aun más sorprendentes y asistir a una época histórica presidida por el relativismo, en que no quedó títere con cabeza y donde la subversión de valores , tal como pronosticara Nietzsche, se instaló en la sociedad, de tal modo que las esencialidades dejaron de ser relevantes, mientras que lo accidental pasó a ocupar el primer plano.
Dentro de este relativismo generalizado sucedió que el hombre se
erigió en medida de todas las cosas, que pasaron a depender de su personal
criterio, por lo que ya carecía de sentido hablar de la Verdad y del Bien,
de modo que todo era igualmente válido, dependiendo de la voluntad
caprichosa de cada cual. Con ello parecía que se tocaba fondo, habiendo llegado
hasta final; pues no. Resulta que ahora en medio del relativismo que se
mantiene intacto, hace su aparición de forma despótica e
interesada “el Pensamiento Único” , para decirnos al resto de los
mortales cómo tenemos que pensar y que es lo que debemos hacer, si es que no
queremos ser víctimas de severas represalias y merecedores de duros
castigos. ¿Cabe mayor despotismo?
Quienes en el momento actual tienen la llave de todo
discernimiento ya no son las autoridades religiosas, ni los sabios y
prudentes o dechados de virtudes sino los políticos, convertidos en
auténticos gurús del nuevo orden social recientemente establecido. Imagínense
Vds. los políticos, nada menos que los políticos desempeñando el papel de
rectores y árbitros supremos, llamados a discernir lo verdadero y lo falso,
lo lícito y lo ilícito, lo que está bien y lo que está mal, asistidos
eso sí por los medios de comunicación a su servicio, que hacen de leales
portavoces encargados de crear la opinión pública.
En este contexto, nada es de extrañar que hayan hecho su aparición doctrinas y pautas de comportamiento aberrantes que, a pesar de ir contra el sentido común, van adquiriendo carta de naturaleza, toda vez que son presentadas como progresistas, imbuidas de un espíritu igualitario y con el atractivo suficiente como para encandilar a las masas. Entre todas ellas merece destacar la comúnmente conocida como la “Ideología de Género”, que de alguna manera puede ser considerada como el santo y seña que caracteriza a nuestro siglo y que en algunos países europeos se está imponiendo a la fuerza a base de decretazos, porque por la vía científica o racional es imposible convencer a nadie de que el hombre y la mujer son idénticos, que las diferencias de sexo no existen, que el matrimonio homosexual es homologable al matrimonio heterosexual o que la homosexualidad hay que promocionarla en las escuelas. A pesar de todo, los políticos en Europa han conseguido que estos supuestos y muchos más, sean tenidos por dogmas intocables y mucho cuidado con oponerse a ellos, si no quieres verte metido en un lío morrocotudo. Para decirlo con pocas palabras; libertad de expresión existe, pero solo para los que se mueven dentro de lo políticamente correcto.
A este discurso del malentendido igualitarismo,
propiciado por los mandatarios políticos, se le ha sabido presentar
como signo de progreso, liberador de prejuicios ancestrales, que venían
operando en contra de los débiles e indefensos, de modo y manera que todos
aquellos que no estuvieran a favor del mismo, pudieran ser acusados de
odio y homofobia, cosa que manifiestamente es falsa y en nada
se ajusta a la realidad, pues el mero hecho de que alguien se niegue a admitir
la identidad de sexos y a sacralizar la homosexualidad, no quiere decir que se
niegue a profesar el más profundo respeto por cualquier ser humano, también
naturalmente por los homosexual, en cuanto persona que es, más aún nada impide
sentir admiración por aquellos homosexuales que aun siéndolo, reniegan de
la práctica de la homosexualidad y no la ven como una virtud sino todo lo
contrario. Este tipo de homosexuales existe y la pregunta ahora es:
¿También a ellos hay que condenarles por odio y calificarles de homófobos?
Desde hace ya muchos años de forma sabia y prudente, la Iglesia Católica
supo definir esta situación diciendo, que hay que ser tolerante y respetuoso
con el pecador e intransigente con lo que no es recomendable. Esto es lo
que muchos no quieren entender.
Europa se coloca en la dirección equivocada al no vincular el sexo al
efecto biológico, que garantiza la perpetuidad de la especie y con ello está
poniendo en peligro su propia supervivencia. Las estadísticas nos hablan de que
de seguir así el índice de natalidad entre Oriente y Occidente, no tardando
mucho veremos al continente europeo islamizado. Es evidente que Europa al
renunciar a sus propia identidad se ha hecho traición así misma, al subvertir
los valores que la hicieron grande, ha quedado sumida en el raquitismo moral y
al olvidarse de sus propias raíces carece ya de fuerza para poder crecer
espiritualmente. Si aspira a seguir siendo esa comunidad influyente en el
mundo que un día fue, debe tomar muy en serio las advertencias que le llegan
desde Roma y tratar de recuperar esos valores fundamentados
en la ley natural y el cristianismo, que siempre estuvieron ahí y representaron
el alma del viejo continente.
Cierto es que Europa sigue apelando a los valores cívicos, con resultados
positivos en orden a las relaciones humanas y la convivencia, pero ello resulta
insuficiente para superar la molicie y el materialismo ramplón en los que nos
encontramos postrados y todos sabemos por experiencia histórica qué es lo que
sucede con esas culturas que se mueven en esos parámetros y que ya hace un
siglo Oswal Spengler venía a recordárnoslo con su brillante obra titulada “La
decadencia de Occidente”. Por todo esto y por alguna razón más, Europa está
necesitando un debate sincero y profundo sobre este tema, es urgente tomar
conciencia del mismo y extraer las consecuencias oportunas y pertinentes. No
querer ver en el aborto una forma de barbarie antihumanitaria de la que Dios y
la historia nos pasarán cuentas, negarse a admitir que solo una familia
estable, bien estructurada y abierta a la fecundidad, puede ser la base de una
sociedad sólida y con futuro es cerrar los ojos ante la evidencia. En
fin, las encuestas están ahí para hablarnos del serio peligro que se cierne
sobre el continente europeo. No es el momento aquí y ahora de
aburrir con cifras estadísticas interminables, tan solo apuntar que “entre
el 16 y el 20 por ciento de los nuevos europeos nacen en hogares mahometanos,
que el número total de musulmanes en Europa supera ya los 12 millones, más del
3 por ciento de la población continental, que la pareja media europea tiene hoy
menos de 1,4 hijos, frente a los 3,6 hijos de una pareja inmigrante musulmana”.
De seguir así las cosas fácil es adivinar lo que puede suceder en un futuro no
tan lejano.
La “Eurabia” ha dejado
de ser una utopía y ya se habla de ella como de un proceso irreversible a
mediano plazo. El Islamismo sabe lo que quiere. Allá por los años
70, a raíz de la crisis del petróleo, los dirigentes de la “Unión Europea”,
para algunos la “Unión de Mercaderes” se vieron obligados a dar satisfacción a
los países productores árabes, que exigían que en la Constitución Europea
no se hiciera ninguna mención a las raíces cristianas de Europa y
que en su suelo las demás religiones fueran equiparables a la religión
cristiana. Los árabes sabían muy bien lo que pedían. Todo queda suficientemente
claro y sobra todo comentario al respecto