Este
papa, consciente de los males que aquejaban a la sociedad, se enfrentó
valientemente a ellos y propuso certeramente las vías de solución. Su intención
pedagógica al escribir “Quas primas”, no fue otra que salir al paso de la
pública apostasía, protagonizada por el laicismo y el secularismo, para hacer
comprender a los pueblos y naciones que la única solución a la situación
presente era hacer valer el imperio de Cristo
y extenderlo a todo el género
humano, como ya lo había enseñado su predecesor León XIII. Claramente y
sin tapujos, quedaba denunciado que excluir a Cristo y su ley de la vida pública
era abrir la puerta a la discordia entre los pueblos, así de tajante se mostró
Pio XI, para que a partir de aquí en las filas católicas no hubiera dudas y en
las filas del secularismo y del laicismo, sus palabras se dejaran sentir como
un aldabonazo, capaz de despertar las conciencias dormidas.
“Sin mí nada podéis hacer” Son palabras del mismo
Jesucristo y en consonancia, con ellas, la encíclica “Quas primas” establece lo
siguiente: El origen de los males familiares,
sociales y políticos, que aquejan a los tiempos presentes, hay que
buscarlos en el alejamiento de Cristo, que es lo mismo que también Juan Pablo
II denunciara en más de una ocasión. Este
olvido de Dios y de su ley, ya venía gestándose desde el modernismo. Se comenzó
cuestionando la supremacía de Cristo, luego se le negaron a la Iglesia derechos
fundamentales, posteriormente se infravaloró a la religión cristiana,
poniéndola a la altura de cualquier otra religión, para acabar sometiendo la
autoridad religiosa a la autoridad civil del estado aconfesional o simplemente
ateo, hasta el punto de que
comenzaran a proliferar los estados que creían que lo que había que hacer, era gobernar
como si Dios no existiera. Todo lo
cual trajo como consecuencia un diluvio de desgracias, que afectaron y siguen afectando,
a la esfera de la vida personal, a la familia y a la vida pública de los
pueblos y mientras no se corrijan los
errores de origen, el mal universal continuará.
Solo en Jesucristo encontrará el mundo lo que se necesita
en todos los órdenes de la vida. “Instaurare
omnia in Christo” (Restaurar todas las cosas en Cristo) había sido también el
lema del pontificado de Pio X, que consumió su vida en reparar la nefasta
apostasía del laicismo. Era preciso levantar la voz porque, “cuanto mayor es el
indigno silencio con que se calla el dulce nombre de nuestro Redentor, en las
conferencias internacionales y en los Parlamentos, tanto más alta debe ser la
proclamación de ese nombre por los fieles y la energía en la afirmación y
defensa de los derechos de su real dignidad y poder” (núm. 13). Había que
proclamar a los cuatro vientos, que adorar y obedecer a
Jesucristo no sólo es una obligación privada sino pública, que afecta por igual
a las conciencias personales como a las instituciones públicas.
Pio XI fue plenamente consciente de que el laicismo y secularismo
anticristiano no respondía a una moda pasajera, llamada a desvanecerse
prontamente, por ello la Iglesia tenía que disponerse y prepararse para hacerle
frente sin desfallecer, porque la batalla se preveía larga y dura. En previsión
de que esto habría de ser así, Pio XI instituyó en esta misma encíclica la
festividad de Cristo Rey, con el claro propósito de que cada año esta
celebración sirviera de “memorándum” a todos los fieles católicos, al tiempo
que diera a conocer al mundo entero cuan suave es el reino de Cristo, fundamentado en la caridad, la justicia y la paz,
donde el gobernar se convierte en un servicio de amor. Se pensaba que una vez fuera reconocida la potestad de Cristo, que le coloca por encima de los
gobernantes y autoridades públicas, los estados se convertirían en un oasis de paz, presidida por la libertad, tranquilidad, disciplina y concordia. Pio XI no tenía la menor duda de que la
festividad de Cristo Rey estimularía a las fuerzas católicas y supondría un
cortafuegos a la enfermedad infecciosa del laicismo beligerante.
La doctrina de este documento, expuesta con claridad y
autoridad, estaba llamada a representar uno de los referentes fundamentales del magisterio social de la Iglesia,
un faro iluminador que guiara las conciencias a buen puerto, pero las cosas no
iban a suceder como estaba previsto. Después de 100 años de existencia, lo que
podemos decir es que, en consideración a los signos de los tiempos y por
razones tácticamente coyunturales, a partir del Concilio Vaticano II se produce
un viraje espectacular, que hizo que la encíclica “Quas Primas” quedara
sepultada en el olvido y el silencio. ¿Qué había sucedido? pues que a partir de
entonces se cambia el palo por la zanahoria, el anatema es sustituido por la
mano tendida y el enfrentamiento por la comprensión. Aparecen nuevos conceptos,
como por ejemplo la libertad religiosa, el respeto a la conciencia individual; se
coloca en primer plano la dignidad de la persona humana, el decálogo es
sustituido por los derechos humanos, se defiende la separación Iglesia y Estado,
y se comienza a hablar con toda naturalidad de la sana laicidad. Diríase que el “Humanismo integral” de Jacques
Maritain, maestro y amigo personal de Pablo VI, pasó a ser el humanismo oficial
de la Iglesia Católica y como tal, su influencia se dejaría sentir en los
documentos conciliares, referentes a la doctrina social de la Iglesia. Naturalmente
todos estos cambios que se
habían producido, necesariamente iban a tener difícil anclaje en organigrama marcado por Pio XI.
Esta es la razón por la que la encíclica “Quas Primas” ha quedado, no
digo yo desautorizada, pero sí descatalogada, al menos en parte. El hecho es que, apenas se la menciona, raramente se le
comenta, se habla poco de ella y cuando se hace, es de pasada. De este modo el olvido y el silencio han
dejado sin efecto a uno de los documentos pontificios que estaba llamado a ser un
testimonio esclarecedor, en unos tiempos de ambigüedad y languidez políticas,
en los que el laicismo campa a sus anchas. Sí, porque en manera alguna puede decirse que
el laicismo es cosa del pasado, por el contrario sigue siendo un huésped
incómodo instalado en nuestra sociedad, con una hoja de ruta inspirada en el “odium
Dei”, que lo que pretende es sustituir a
Dios por el hombre y dejar sin contenido
el ideal cristiano, bellamente plasmado en el himno triunfal de:“Christus vincit, Christus regnat,
Christus imperat”, que
las generaciones precedentes nos trasmitieron
y que los que católicos de hoy no debiéramos cansarnos de repetir. Hoy como nunca, estamos siendo testigos de
una apostasía generalizada en nuestra sociedad, que nos está llevando a la
ruina espiritual y por lo menos de esto debiéramos ser conscientes los
católicos. En el horizonte, lo que se vislumbra es un modelo de estado utópico,
una especie de paraíso en la tierra, sin Dios. Sobre esta base, la agenda del
año 2030 viene trabajando y conviene estar apercibido sobre este tipo de
estatolatría que se nos quiere implantar.
Ciertamente el reino de Cristo no es temporal, pero como nos recuerda la
encíclica de Pio XI, no es menos cierto que su potestad se proyecta sobre el
mundo, ya que por voluntad de Dios: “Todo poder le ha sido otorgado, tanto en
el cielo y en la tierra.”
Como conclusión, me gustaría acabar diciendo que, a pesar de todas las vicisitudes, la encíclica “Quas primas” continua vigente y aunque su oportunidad en los tiempos que
corren, sea cuestionada, lo cierto es que la veracidad de su doctrina nadie
puede ponerla en duda, pues responde escrupulosamente al espíritu del evangelio y está en perfecta armonía con las Sagradas
Escrituras y la tradición, lo que hace
aconsejable que se la tenga en cuenta, mucho más en este momento histórico de
endiablada cristofobia. Después de cien años de existencia, yo no
dudo, que una lectura reposada de esta memorable encíclica resultaría de gran utilidad, cuando menos habría
de servir para que no pocos cristianos
recordaran verdades fundamentales
como son que “Cristo es el Señor de la historia ante el cual toda
rodilla se dobla”, que “la autoridad no
proviene de pueblo sino de Dios”, que “ninguna
ley positiva puede considerarse justa, si está en desacuerdo con la ley eterna”, que “una constitución sin Dios
lesiona los derechos divinos”, que “hay que obedecer a Dios antes que a los
hombres” y, sobre todo, que no deja de
ser un ejercicio de cinismo, tratar de
ser cristiano en la vida privada para dejar de serlo en la vida pública . En
general podía decirse que esta encíclica de Pio XI ha de ser vista como un test
objetivo, que pone a prueba nuestra autenticidad y el grado de compromiso con el
Reino de Cristo.