Cuarenta
días tenemos por delante para meditar sobre el sentido en nuestras vidas, de
cualquier tipo de dolencia bien sea física o espiritual, siempre que lo hagamos
a la luz del Cristo doliente, que se presenta ante nuestros ojos como maestro
de dolores. Tenemos que aprender a sufrir, porque el sufrimiento es una
realidad que acompaña a la condición humana y tarde o temprano nos enfrentaremos a ella. ¿Qué sabe el que no
sabe sufrir? se preguntaba el gran místico español Juan de La Cruz, porque aun
siendo penoso en sí mismo el sufrimiento, lo es mucho más cuando no le
encontramos sentido alguno. Es por esto que hasta algunos pensadores alejados
del cristianismo tratan de encontrar razones para poderlo sobrellevar con
dignidad, llegando a decir, como lo hace Nietzsche, que en el dolor puede estar
la fuente de vida e incluso, se ha llegado más lejos, hasta relacionar el dolor
con el amor auténtico, como si aquel fuera la garantía de éste. Es por esto por
lo que la última palabra no la tiene el dolor sino el amor. que todo lo ensalza
y purifica, de modo que sufrir por amor no es ya solo una expresión que tiene
sentido. sino que bien pudiera poner de manifiesto la nobleza de la condición
humana.
Los
latigazos inesperados que recibimos en la vida nos harán enmudecer, pero no
desesperar cuando los soportamos a la luz del misterio de la cruz, eso que
muchos sabios y prudentes de este mundo no son capaces de comprender, porque
para ellos siempre será una locura. En esta locura de la cruz es en la que sólo
quería gloriarse Pablo de Tarso. En ella deberíamos
encontrar también todos los cristianos el santo gozo de poder padecer con
Cristo y cooperar con Él en su obra redentora. A quienes la cruz se les hizo dulce
no fue por ser cruz, sino por poderla sobrellevar con amor y por amor, Este es el secreto para poder
padecer con alegría, pues como bien dijera S. Agustín: «Donde hay amor no hay
dolor».
Si
queremos encontrar una respuesta cristiana al dolor hemos de ser conscientes de
su valor salvífico. De ello ya nos habló
S. Pablo y en los tiempos actuales lo ha hecho J. Pablo II en su Carta
Apostólica “Salvici doloris” ¿Para qué sufrimos? Sufrimos para demostrar
nuestro amor a Cristo, para unirnos a Él hasta llegar a ser corredentores con
Él. Si el discípulo no puede ser más que su maestro, ningún cristiano podrá
seguir sus pasos por sendas distintas a las suyas. Sobran las almas que alegremente
quieren acompañarle el Domingo de Ramos, embriagadas de olor a incienso y laurel.
Son muchos los que quieren adelantar el triunfo de Resurrección, sin pasar
antes por la Vía Dolorosa del Viernes Santo. Nos hemos ido olvidando que para
poder ser felices ya en la tierra hay que aprender a convivir con el dolor. En nuestro afán de quedarnos con lo que nos
conviene hemos separado cuidadosamente “la mística de la felicidad” de la “mística
del sufrimiento” y ya nadie hace mención de aquella. Sabia sentencia es aquella
que alumbró el itinerario de numerosas generaciones del pasado y que reza así:
“Ad lucem per crucem” (Hacia la meta de la luz por el camino de la cruz). Que
nadie se engañe, pensando que seguir a Cristo es cosa fácil, pues tener vocación
de cristiano lleva implícito la renuncia y el portar la cruz de cada día. A
todos nos gustaría recorrer el camino de la santidad por un camino sembrado de
rosas, practicar la pobreza sin que me faltara de nada, ejercitarme en la
virtud de forma complaciente, pero me temo que esto no es posible. A la
santidad de vida no se llegaremos sin hacernos violencia, ni a la entrega
amorosa sin experimentar el sabor amargo de la decepción, igual que no es posible aprender a ser humildes sin haber pasado por la humillación. La meta
gloriosa que nos espera es sin duda la resurrección con Cristo, pero antes
tendremos que recorrer con Él la vía dolorosa y traspasar las barreras de la
muerte que son las que nos abren las puertas de la gloria.