En medio del gozo inmenso de la Navidad, en que
cielos y tierra se alegran por ver al Dios nacido, la festividad de los Santos Inocentes no deja
de representar un drama doloroso que nos hiela la sangre, pero eso sí, vista
con los ojos del alma la cosa cambia y
la tragedia se convierte en una gesta sobrenatural de proporciones gigantescas,
como lo es el morir “por” o “en lugar del”
Enviado de Dios, lo cual no está
al alcance de cualquiera. Y es que el
aval de este nuestro mundo, a veces tan cruel y tenebroso, solo podemos encontrarlo
en la inocencia de los niños, la fortaleza de los mártires o la bondad de los
santos, tal como dijera Bernanos :“No olvidéis
nunca que este mundo odioso se mantiene en pie
por la dulce complicidad de los
santos, los poetas y los niños”. Por eso, cuando algunos teólogos niegan o ponen en
duda la historicidad de este colectivo de niños inocentes, a la vez santos y
mártires, se tiene la impresión de que se nos está hurtando uno de los tesoros
más preciados, patrimonio de la humanidad entera y no solamente de los
cristianos.
Lo más triste de todo, es
constatar que en nuestro mundo de hoy sigue habiendo políticos como Herodes, que
han perpetuado este infanticidio, negando a los no nacidos el derecho sagrado a
seguir vivos. A todos esos niños que en esta Navidad desearían nacer y no
podrán hacerlo, quisiera dedicarles también mi recuerdo emocionado. Este dramático acontecimiento, que sucediera
en tierras de Judá hace más de 2000 años, nos retrotrae a los tiempos actuales
y nos ayuda a tomar conciencia de lo que está pasando en nuestro mundo
deshumanizado, en que cada día mueren una cantidad ingente de niños inocentes,
sin darles siquiera la oportunidad de ver la luz del sol. Esta atrocidad se
lleva a cabo con el mayor sigilo, solo de vez en cuando nos sorprende la triste
noticia de que en el cubo de la basura ha aparecido un feto de seis, siete o
nueve meses de gestación, sin que apenas les diera tiempo de esbozar su primera
sonrisa. En este mundo nuestro, estamos viendo como al amparo de leyes
democráticas, jurídicamente amañadas y en consonancia con los tiempos modernos,
aparecen diariamente delante de las clínicas cubos cuidadosamente esterilizados,
repletos de fetos destrozados y a esto se le llama progresismo.
Durante todos los días del
año habría motivo más que suficiente para celebrar la festividad de los santos
inocentes, porque todos los días, sin faltar uno, muchos miles de neonatos, sin
nombre propio, son legalmente sacrificados en el curso de una despiadada
matanza, de la que todos debiéramos sentirnos responsables, bien por acción o
por omisión. Estas son las cifras escalofriantes. En el mundo se
practican 43 millones de abortos al año. En Europa 1,2 millones y en España se calcula
que la cifra es de 112.138. En este
mismo momento en que lees estas líneas criaturitas humanas están siendo
desalojados violentamente del seno materno, para ser arrojados al cubo de los
desperdicios. No estoy juzgando a nadie, mucho menos a las madres, a las que
considero también víctimas, pues mientras vivan, la presencia del hijo no
nacido las perseguirá como un fantasma. Así lo intuyó hace tiempo Rainer María Rilke
y de ello dejó constancia en estos versos:
“Madres que no pueden cerrarse
porque
aquella tiniebla echada fuera con el parto,
quiere volver y empujar para entrar.”
A pesar
de todo, siempre nos quedará en consuelo de que, cuando hayan llegado
estas criaturitas a los brazos del Padre, encontrarán el calor, la ternura y el
amor que nosotros no fuimos capaces de darles. Intencionadamente a los no nacidos
les he llamado criaturitas humanas, pues es la ciencia la que nos asegura que
son personas en gestación, capaces de llorar, de reír, de soñar, de sentir; lo que
sucede es que el intérprete o confidente de estos sueños, sentimientos e
interioridades infantiles, solo podrá serlo quien le haya llevado en su seno.
Por eso traigo aquí la voz de una madre, que a través de un inspirado poema
titulado: “¡Madre déjame nacer!” nos traduce y nos desvela toda la ternura de
quienes no quisieran morir antes de haber nacido.
¡MADRE,
DÉJAME NACER!
¿Cómo
será tu rostro, madre mía?
Tengo
prisa en nacer por contemplarte,
que
puedas con tu mano asir la mía
Y
yo a ti con mis brazos rodearte.
Aún
no sabes que existo y ya te quiero,
pues
noto el retumbar de tus pisadas
Y
desde el blando nido de tu seno
presiento
ya el amor en tus miradas.
Si
respiras me infundes nueva vida,
tu
alimento será mi fortaleza,
¡soy
parte de tu ser, madre querida!
¡Qué
don te dio el Señor, cuánta grandeza!
Pero
hay hombres, de mano despiadada,
que
arrancarme podrán de tus entrañas;
no
permitas que sieguen, madre amada,
la
espiga sin granar con sus guadañas.
Yo
soy obra de Dios y tengo vida,
mi corazón palpita a cada instante;
deseo
ver la luz, madre querida,
y
jugar al calor de un sol radiante.
Deja
que nazca para poder amarte,
protégeme
ahora que estoy tan desvalido,
que
yo sabré también a ti cuidarte