Se vive con intensidad el presente después de habernos quedado sin pasado y sin futuro. La muerte de Dios y la muerte de la razón han llegado a ser portadoras de un virus mortífero con el que nos hemos acostumbrado a vivir en la posmodernidad. Los metarrelatos o cosmovisiones que Lyotar sintetiza en cuatro: Cristianismo, Ilustración, Capitalismo y Marxismo han desaparecido, para dar paso a los no-relatos y así nos hemos ido acostumbrando a vivir en el vacío, cuestionando todo tipo de verdades heredadas, como dice Marshall Berman, con la llegada del posmodernismo “Todo lo sólido se desvanece en el aire”. Una vez que las cosmogonías carecen de sentido, tampoco ha de tenerlo la historia.
Pasado el tiempo de los metarrelatos con lo único que contamos
ya es con un conjunto de acontecimientos diseccionados, despiezados, sin
sentido, sin una meta, sin una referencia, sin una teleología. Si el pasado no
es aleccionador para nuestras vidas, entonces la
historia resulta superflua, por tanto ha dejado de ser un valor que
conviene conservar para convertirse en los escombros de un edificio viejo y en
ruinas del que conviene deshacerse cuanto antes. ¿Para qué sirve entonces la
conciencia histórica, para qué…?
La pérdida de un Absoluto nos ha traído la ausencia de continuidad y ya no existe perspectiva en que pudiera fundamentarse la unicidad histórica. No nos queda más que lo inmediato, sin referencia alguna, lo cual supone en palabras de J. Baudrillard la liquidación de la historia. Nada tiene pues sentido y todo carece de importancia. Triste final. Es lo que tantas veces habíamos escuchado decir a Sartre y a Camus. “Todo es absurdo”. El hombre posmoderno es individualista, interesado sólo por el instante presente, un sujeto sin historia que ha cortado el cordón umbilical con el pasado. Como consecuencia inmediata de todo ello estamos viendo como la vejez ha quedado devaluada y a los mayores se les niega un sitio en nuestra sociedad, porque lo que hoy se lleva es ser joven.
Por otra parte, la desconfianza, fruto de muchos desengaños sufridos, tampoco nos permiten mirar al futuro con ojos esperanzados. Los sueños modernistas que hablaban de un desarrollo progresivo en el terreno de la moral y político, hasta alcanzar la plenitud humana, han quedado olvidados y en su lugar ha aparecido el desencanto. Dos títulos pueden ser indicadores de lo que estoy diciendo “ “Era del Vacío” de Gilles Lipovetsky y “ Pensamiento débil de G. Vattimo. Nuestra época queda caracterizada como la de una Ontología sin verdades, sin certidumbres, sin valores, sin sentido, sin capacidad de interiorización. El posmodernismo trata de deshacerse de la herencia recibida; pero no tiene previsto una alternativa de repuesto. No le satisface el proyecto ideado por la modernidad; pero se muestra incapaz de diseñar un mundo mejor. Se dice que caminamos sin cartografía y sin brújula, conscientes de que estamos en el final de una época; pero sin saber todavía muy bien a donde nos dirigimos, el vaciamiento y la orfandad nos acompañan en nuestro caminar
Los hijos de la posmodernidad después de haber sido
testigos de unos acontecimientos trágicos no pueden seguir mirando al futuro
con optimismo en la forma que lo hicieron los ustrados. De la
Ilustración a esta parte han pasado muchos cosas y los hombres y mujeres
del siglo XXI han perdido la inocencia, llegando a pensar que los grandes
sueños e ilusiones engendrados por la diosa razón no estaban exentos de cierta
ingenuidad, que la creencia en la bondad natural del hombre no era más que puro
romanticismo. Todo un conjunto de acontecimientos como pueden ser las dos
guerras mundiales, el holocausto judío, los gulags soviéticos, el atentado
a las torres gemelas en Manhattan, El 11 de Sept. “2001 el atentado del 11 M.
2004 en Atocha, hace muy difícil seguir creyendo en la bondad natural del
hombre. El fracaso estrepitoso de la experiencia comunista, el Mayo
francés de 1968, la caída del muro de Berlín, suponen un duro golpe a todas las
ideologías. La desigualdad Norte –Sur nos impide hablar de solidaridad y
fraternidad. La gran depresión de 1929, la actual crisis económica, la
corrupción, el paro y la mala gestión administrativa, han traído
descontento y cara al futuro han engendrado desconfianza en el sistema político
de corte modernista liberal que está dando muestras inequívocas de agotamiento.
Un conglomerado de cosas que hace que el hombre de hoy haya perdido la
esperanza de futuro y se refugie en un presente provisional y anárquico
para ser vivido a tope, y a ritmo vertiginoso, salpicado de proyectos a
corto plazo, con contratos laborales pactados por semanas, meses o para un
año, con planes políticos de desarrollo nacional que no van más allá de la
legislatura vigente, ni siquiera el amor de la pareja es ya para toda la
vida, sino mientras dure.
Reflejo de este desarraigo es la moda al uso, bastante
versátil, baladí y a veces, incluso, estrafalaria, sin que se sepa ya que
inventar, las tendencias artísticas vanguardistas controvertidas y
esperpénticas, no exentas de provocación y exhibicionismo, la
arquitectura funcional o caprichosa, según los casos, la pintura, escultura y literatura trasgresoras
y atrevidas, la música estridente y ruidosa, sobre todo esa
escandalosa música electrónica que no deja dormir al vecindario los fines de
semana. En definitiva que todo resulta bastante banal, disperso o
provisional, lo que nos permite hablar de una filosofía sin razón, de una
historia sin pasado, de una moralidad sin ética, de una religión sin fe y también de una
estética puramente decorativa, sin esencia artística. Estos son los tiempos
posmodernos que nos toca vivir
Es así como nos hemos ido olvidando de los compromisos serios con la Verdad, con el Bien y ni siquiera se da por seguro que éstos existan. El sentido de la existencia humana debiera ser motivo de alguna reflexión; pero nadie se acuerda de él lo que importa ahora es vivir la vida. “Vive y deja vivir” es el lema de nuestro tiempo. Lo valioso en palabras de G. Vattimo, son los sentimientos, la diversión, el juego, la frivolidad, el placer. Lo que cuenta es ese presente efímero que hay que disfrutar plenamente porque nunca volverá”, o dicho de otra manera: estamos instalados en la cultura del Carpe diem. El hombre posmoderno viene de vivir muchas experiencias amargas. Alguien le ha comparado a Ulises, no al Ulises de las grandes hazañas y aventuras sin cuento, sino al Ulises en su regreso a Itaca, que está de vuelta de todo , a quien sólo le interesa la vida placentera y tranquila, para holgar de los deleites de la vida, después de tanta decepción y desengaño. El hombre de hoy es consciente de que los esfuerzos por salvar al hombre, han servido de bien poco y no quiere, al menos por ahora, volver a intentarlo. Al faltar convicciones fuertes, faltan también apuestas y decisiones arriesgadas, por eso lo que existe hoy es pasividad, lo que existe es apatía.
Si la modernidad se había caracterizado por la muerte de Dios, la posmodernidad, según muchos, se caracteriza por la muerte del hombre, en el sentido de que desde el momento que es eliminada la razón, es eliminado también el sujeto cognoscente, incapaz ya de interpretar la realidad y de dar un sentido a la existencia; lo que equivale a decir que el hombre está muerto y si aún no lo está del todo, cuando menos se encuentra muy malito, con el mórbido consuelo, eso sí, de que poco es ya lo que le queda por perder
Uno de los pocos compromisos serios del hombre pragmático de hoy
es el que tiene con la ciencia; pero se trata de una ciencia de resultados
prácticos, tecnificada, comercializada, ésa que puede dar respuesta solo a las
necesidades materiales. Una ciencia capaz de alargar la vida, de producir
trenes de alta velocidad, coches más seguros y confortables, de sacar al
mercado móviles y productos digitales cada vez más sofisticados, una ciencia,
en fin, convertida en instrumento eficaz al servicio de la sociedad del
bienestar, reflejada en el sueño americano. A este tipo de ciencia es a la que
nos estamos agarrando como a un clavo ardiendo, porque es la única que puede
proporcionarnos ese tipo de felicidad ramplona y canalla de la que habla Gustavo
Bueno, con la que, según las estadísticas, se encuentran satisfechos un 80% de
nuestros conciudadanos. ¡Qué horror…!
Nadie discute que la razón técnico-científica nos haya llevado a una situación de desarrollo envidiable, en la que ahora nos encontramos y que yo agradezco profundamente, entre otras cosas porque seguramente de no haber sido por ella puede que no estuviera aquí para contarlo . Ciertamente con ella hemos llegado a alcanzar tasas altísimas de producción; pero también de un consumismo insaciable, hasta ahora desconocido. En esta sociedad de la sobreabundancia ha hecho su aparición el hombre devorador de todo lo que pilla a su paso y a quien Eric Fromm le dedica estas certeras palabras. “Es el consumidor eterno; que se traga bebidas, alimentos, cigarrillos… Consume todo, engulle todo. El mundo no es más que un enorme objeto para su apetito, una gran mamadera, una gran manzana, un pecho opulento”. Este consumista compulsivo ha elevado el bienestar a la categoría de ideología y ha hecho del disfrute de la vida su particular religión. Es cierto que hemos alcanzado niveles de civilización inimaginables pocos años atrás, que gracias al desarrollo técnico estamos disfrutando de beneficios innumerables por lo que debiéramos sentirnos seres privilegiados; pero no lo es menos que la excesiva tecnificación nos está costando un alto precio en forma de amenaza nuclear, de deshumanización y de desestabilización ecológica, por lo que habría que decir con Salustio: “poco vale aquella ciencia que no sabe hacer virtuoso al que la profesa”