Cada época histórica ha estado marcada por una impronta que se traducía en una cierta actitud ante la vida. Con gruesos trazos podríamos caracterizar al hombre medieval como una persona que teniendo los pies en la tierra vivió con los ojos puestos en el cielo, lo que le permitía ver los acontecimientos fugaces a la luz de una trascendencia, que acabó dando sentido a su vida, después de haber llegado al convencimiento de que lo de aquí abajo pasa y sólo lo de arriba permanece. “La fuga mundi” tan frecuente en el Medioevo fue una consecuencia de la lucha dialéctica mantenida entre lo pasajero y lo permanente. Si como se pensaba entonces la vida no es más que un tránsito fugaz hacía la eternidad, "una mala noche en una mala posada", que diría Teresa de Ávila, entonces está de más toda diligencia en encontrar un confortable acomodo a la existencia presente. La clave de todo estaba en saber que el vivir se acaba pronto y lo único que permanecía era haber obrado bien. Desde esta óptica resulta fácil entender por qué se posponían las aspiraciones terrenas hasta el punto de poder decir, morir primero para poder vivir después y tal podría ser el lema de este periodo histórico, imbuido de religiosidad
Por el contrario los hombres del Renacimiento y la Modernidad fueron espíritus inquietos, empeñados en descubrir y gozar los secretos de la naturaleza y el arte para así poder alcanzar la felicidad, que podía llegar a través del progreso o del disfrute de la belleza. Las ansias de felicidad aquí abajo eran consideradas como legítimas y respondían a un impulso de la naturaleza que debía ser tenido en cuenta. Se pensaba que los latidos del corazón humano no podían ser sofocados sin que se corriera un serio riesgo de deshumanización. Los hombres y mujeres del Renacimiento y de la Ilustración supieron entender que el cuerpo y el alma eran compañeros de viaje y que estaban condenados a entenderse. Esta época brillante de la historia fue optimista y creyó en la felicidad universal bajo la sospecha de que todo era posible. Su gran ideal fue hacerse dueño de la naturaleza a través de la razón y su lema bien pudiera ser: "Hay que ganar el futuro para la humanidad cueste lo que cueste."
Los tiempos han ido cambiando y hoy las cosas se ven de otra manera bien distinta. El sentido de trascendencia medieval se ha perdido y el optimismo futurista del modernismo también, lo que nos ha quedado ha sido un cierto inmanentismo nihilista rebosante de sentido práctico. Vivimos volcados en el momento presente, al que hay que sacarle el jugo sin necesidad de hacernos preguntas inquietantes y perturbadoras. El lema de nuestro tiempo ha quedado reducido a “Vive y deja vivir”. Tal es la expresión que oímos por todas las partes, con la que queremos dar a entender que hay que dejarse de filosofías e ir apañándonoslas como buenamente podamos para conseguir una existencia satisfactoria, convencidos de que al final, nadie te va a pedir cuentas de cómo lo conseguiste y también de que nadie te puede “quitar lo bailao”.
A mí me parece interesante detenernos en el análisis de esta breve frase, plena de pragmatismo, que expresa el sentir generalizado del hombre actual. En ella veo reflejadas las aspiraciones, tanto de puertas a dentro como de puertas a fuera, de unos hombres y mujeres que han decidido vivir a tope y a lo único que aspiran es a ser felices aquí y ahora, en la medida de sus posibilidades Nos revela también el compromiso o la falta del mismo, según se mire, tanto consigo mismo como con los demás
Cuando decimos que cada cual tiene que vivir su vida, lo que estamos diciendo es que hay que saber saborear cada momento de nuestra existencia sin desperdiciar ninguno de ellos, conscientes de que la vida sólo se vive una vez y que el paso del tiempo es tan fugaz que cuando te quieres dar cuenta tu oportunidad ha pasado ya. Imbuidos como estamos de un inmanentismo puro y duro, no nos cansamos de repetir “a vivir que son dos días”. ¿Qué otra cosa puede hacer quien cree que todo se acaba con la muerte? ¿Qué otra cosa se pude esperar de quien piensa que no hay pasado ni futuro, sino que sólo contamos con un presente efímero?
La incitación a vivir de prisa e intensamente ha sido fruto de la experiencia de caducidad de todo lo que nos rodea. Los sucesos trascurren tan de prisa que han acabado colocándonos en situación de emergencia. Atrapados como estamos en un dinamismo cambiante y fugaz, solo nos queda la provisionalidad. Si un día quisiéramos romper su cerco tendríamos que hacerlo ensanchando nuestro campo de visión y proyectando nuestra mirada sobre horizontes más amplios; pero ello resulta complicado para quienes han decidido vivir sin responsabilidades con el pasado y sin inquietudes perturbadoras de futuro. Está claro que lo que hoy cuenta es una existencia apacible sin grandes preocupaciones y dejar que los días vayan pasando sin sobresaltos, contentos de poder decir a la vida, "nada te debo, nada me debes, estamos en paz".