2021-06-12

6._Bajo el síndrome de “Vive y deja vivir”

 




 No son tiempos los nuestros en que la gente se haga preguntas inquietantes y perturbadoras.

Cada época histórica  ha estado marcada por una impronta que se traducía en una cierta actitud ante la vida. Con gruesos trazos podríamos caracterizar al hombre medieval como una persona que teniendo los pies en la tierra vivió con los ojos puestos en el cielo, lo que le permitía ver los acontecimientos fugaces a la luz de una trascendencia, que acabó dando sentido a su vida, después de haber llegado al convencimiento de que lo de aquí abajo pasa y sólo lo de arriba permanece. “La fuga mundi” tan frecuente en el Medioevo  fue una consecuencia de la lucha dialéctica  mantenida entre lo pasajero y lo permanente. Si como se pensaba entonces  la vida no es más que un tránsito fugaz hacía la eternidad, "una mala noche en una mala posada", que diría Teresa de Ávila, entonces está de más toda diligencia en encontrar un confortable acomodo a la existencia  presente. La clave de todo estaba en saber que el vivir se acaba pronto y lo único que permanecía era haber obrado bien.  Desde esta óptica  resulta fácil  entender por qué se posponían las aspiraciones terrenas hasta el punto de poder decir, morir primero  para poder vivir después  y tal podría ser el lema de este periodo histórico, imbuido de religiosidad

  Por el contrario los hombres del Renacimiento y la Modernidad fueron espíritus inquietos, empeñados en descubrir y gozar los secretos de la naturaleza y el arte para así poder alcanzar la felicidad, que podía llegar a través del progreso o del disfrute de  la belleza. Las ansias de felicidad aquí abajo eran consideradas como legítimas y respondían a un impulso de la naturaleza que debía ser tenido en cuenta. Se pensaba que los latidos del corazón humano no podían ser sofocados sin que se corriera un serio riesgo de deshumanización.  Los hombres y mujeres del Renacimiento y de la Ilustración supieron entender que el cuerpo y el alma eran compañeros de viaje y que estaban condenados a entenderse.  Esta época brillante de la historia fue optimista y creyó en la felicidad universal bajo la sospecha de que todo era posible.   Su gran ideal  fue  hacerse dueño de la naturaleza a través de la razón  y su lema   bien pudiera ser: "Hay que ganar el futuro para la humanidad cueste lo que cueste."

 Los tiempos han ido cambiando y hoy  las cosas  se ven de otra manera bien distinta. El sentido de trascendencia medieval se ha perdido y el optimismo futurista del modernismo también, lo que nos ha quedado ha sido un cierto inmanentismo nihilista rebosante de sentido práctico. Vivimos volcados en el momento presente, al que hay que sacarle el jugo sin necesidad de hacernos preguntas inquietantes y perturbadoras.  El lema de nuestro tiempo ha quedado reducido a Vive y deja vivir”  Tal es la expresión que oímos por todas las partes, con la que queremos dar a entender que hay que dejarse de filosofías e ir apañándonoslas como buenamente podamos para conseguir una existencia satisfactoria, convencidos de que al final, nadie te va a pedir cuentas de cómo lo conseguiste y también de que nadie te puede “quitar lo bailao”.

 A mí me parece interesante detenernos en el análisis de esta breve frase, plena de pragmatismo, que expresa el sentir generalizado del hombre actual. En ella veo reflejadas las aspiraciones, tanto de puertas a dentro como de puertas a fuera, de unos hombres y mujeres que han decidido vivir a tope y a lo único que aspiran es a ser felices aquí y ahora, en la medida de sus posibilidades Nos revela también el compromiso o la falta del mismo, según se mire, tanto consigo mismo como con los demás

Cuando decimos que cada cual tiene que vivir su vida, lo que estamos diciendo es que hay que saber saborear cada momento de nuestra existencia  sin desperdiciar ninguno de ellos, conscientes de que la vida sólo se vive una vez y que el paso del tiempo es tan fugaz que cuando te quieres dar cuenta tu oportunidad ha pasado ya. Imbuidos como estamos de un inmanentismo puro y duro, no nos cansamos de repetir “a vivir que son dos días”. ¿Qué otra cosa puede hacer quien cree que todo se acaba con la muerte? ¿Qué otra cosa se pude esperar de quien piensa que no hay pasado ni futuro, sino que sólo contamos con un presente efímero?

 Vivir la vida intensamente ha pasado a significar algo así como agotar todas las provisiones y hacerlo sin dilación, porque no sabemos si el mañana amanecerá para nosotros. Hoy en día no se entiende porque hemos de negarnos a disfrutar de todo cuanto la vida nos ofrece.  Nos parece un sinsentido guardar para mañana lo que podemos disfrutar hoy, por ello, nada de esperar a las grandes ocasiones que tal vez nunca lleguen. El traje elegantísimo escondido en el fondo armario que nunca nos ponemos, la vajilla carísima colocada  entre algodones que nunca usamos, el perfume exquisito guardado como oro en paño, cual si fuera una reliquia, el almacenamiento de provisiones o el ahorro, no dejan de ser vistos como una locura  por todos aquellos que fieles al espíritu de la época   tratan de vivir al día tan sólo con lo puesto.

      La incitación a vivir de prisa e intensamente ha sido fruto de la experiencia de caducidad de todo lo que nos rodea. Los sucesos trascurren tan de prisa  que han acabado colocándonos en situación de emergencia. Atrapados como estamos en un dinamismo cambiante y fugaz, solo nos queda la provisionalidad. Si un día quisiéramos romper su cerco tendríamos que hacerlo ensanchando nuestro campo de visión y proyectando nuestra mirada sobre horizontes más amplios; pero ello resulta complicado para quienes han decidido vivir sin responsabilidades con el pasado y sin inquietudes perturbadoras de futuro. Está claro que lo que hoy cuenta es una existencia apacible sin grandes preocupaciones y dejar que los días vayan pasando sin sobresaltos, contentos de poder decir a la vida, "nada te debo, nada me debes, estamos en paz".

 Ciertamente una felicidad elaborada con estos mimbres puede resultar demasiado ramplona, muy a ras de tierra, carente de toda profundidad don pocas garantías de permanencias; pero esto es lo que hay  y el hombre actual se muestra satisfecho con ello, aunque no sabemos si por mucho tiempo.

 El anhelo del hombre de nuestro tiempo de vivir en plenitud la propia vida va asociado al compromiso de respetar la vida de los demás. Haciéndolo así, nos ponemos a salvo  de  inoportunas intromisiones por parte de quienes tengo a mi lado. Viene a ser un acto de solidaridad compartido. Para que los otros no me molesten a mí, tengo yo que comenzar no molestándolos a ellos. En definitiva, dejar vivir es aplicar la tolerancia de todo punto necesaria para poder vivir en paz con los demás; pero ojo, porque esto tiene su contrapartida. En cualquier caso, debiéramos tener claro que tolerancia constructiva tiene sus límites.  Este “dejar vivir”, entendido como omnipermisividad absoluta, para que cada cual haga lo que quiera, no lo veo yo como la mejor táctica, por mucho que responda al espíritu de la época en que vivimos y por más que sea la consecuencia lógica del derrumbe de toda fundamentación ética. Muerto Dios, había dicho Sartre, ya  todo está permitido y esto es lo que está pasando.  Hemos pasado a "prohibir toda prohibición", para quedarnos en un libertarismo tóxico con una libertarismo sin restricciones, con una amnitolerancia sin límites.

 Seguramente, éste es uno de los  problemas de nuestro tiempo; pero no lo sería tanto si  entre los guardianes oficiales de la moralidad no hubiera tanta claudicación. Hoy  lo que se necesitan son hombres valientes, que olvidándose de los miedos y complejos salgan a la palestra  para hablar con claridad y decir que una tolerancia sin límites deja de ser tolerancia, que un abuso de libertad deja de ser libertad para convertirse en un libertinaje y todo esto por razones obvias, pues sabido es que la tolerancia, lo mismo que la libertad, en cuanto virtudes morales que son, han de ajustarse al fiel de la balanza para quedarse en el justo medio sin excesos ni por una parte ni por otra.

 Es sorprendente cómo en el ambiente libertario en que nos movemos, nadie detecta un abuso de libertad, en cambio se denuncian a diario miles de casos por falta de ella ¿Cómo puede ser esto? Todos nos hemos vuelto contemporizadores de la situación presente y puede ser que el verdadero mal  que nos aflige sea nuestra propia tibieza. En cualquier caso, la frase en cuestión “ vive y deja vivir” yo la cambiaría por esta otra “ vive y ayuda a vivir”

 Debiéramos entender que el respeto a la vida de los demás es compatible con la firmeza de convicciones morales. ¿Tolerancia con el prójimo? toda la del mundo, mientras que ello no suponga claudicación. ¿Dejar vivir a los demás en libertad de espíritu? siempre. ¿Transigir con la injusticia, la mentira, la deshonestidad la perversión o la inmoralidad? eso jamás. El respeto a las personas es una exigencia fundamental, sin duda; pero  si por razón del cargo o cualquier otra circunstancia  tengo que censurar a alguien por algo ignominioso, no sólo puedo sino que tengo el deber de hacerlo, eso sí, sin odios ni rencores, sino con todo el amor del mundo. No estoy hablando de imponer nada a nadie a martillazos, ni meternos en la vida de los demás, sino sólo de defender nuestro mejor patrimonio humano, en un momento en que se ve seriamente amenazado. El sagrado deber de la tolerancia con el prójimo no me impide decir que contemporizar con los desalmados, corruptos y criminales es una indecencia.  Que dorar la píldora a los mentirosos, embaucadores y traidores es una canallada, que estar de acuerdo siempre en todo y con todos no puede hacerse sin traicionarse a uno mismo

 

230.-Conclusiones extraíbles de la catástrofe en Valencia.

  La Dana ya se alejó, dejando a su paso un reguero de muerte y desolación. Fue una larga noche de tinieblas, en que la realidad superó con ...